Circos, encanto y magia

© Aunque se encabronen, me encantan. Circo Atayde. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2010)

© Aunque se encabronen, me encantan. Circo Atayde. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2010)

 

Durante mi niñez, al pueblo nunca llegaron circos que anunciaran su presencia con desfiles de bailarinas, acróbatas, payasos y “fieras”, como hacen en las ciudades de buen tamaño. Casi de la noche a la mañana levantaban sus dos o cuatro mástiles, sus toldos de fantasía y la inmensa y redonda mampara, pues no llegaban a carpas. Coronaban los postes con bocinas y banderas multicolores, echaban a andar su planta de luz, prendían los foquitos como cucayos y comenzaba la fiesta. Desde los altavoces anunciaban que el circo ya estaba ahí, mientras el payaso de naríz colorada y sonrisa eterna alegraba la entrada.

­—Niños y niñaaas ­­­­­—se ­­­­­oía una voz como las del box por la radio­—. Señoras y señoreees. Jóvenes y señoritaaas. ¡Ya llegó el circooo! ¡Ya llegó la diversiooon. Somos El Circo de Tres Palos, para servir a Usted. Ya estamos instalados junto al parque central. Traemos caballos, monos, y perros amaestrados. Malabaristas, trapecistas y trepadores. Traemos al payaso Migajitas y a un elenco de preciosas bailarinas. La función da inicio a las siete de la noche. Sieeete de la noche en puntooo. Niñas y niños, un tostón. Adultos uno cincuenta. ¡Ya llegó el circooo! Ya llegó la diversiooon. Niños y niñaaas…

Así es como por la tarde, la gente se enteraba del arribo del circo, aunque la muchachitada desde antes lo sabíamos. Al regreso de la escuela topábamos con el argüende frente a la Presidencia Municipal. Con sus camiones y remolques, con sus jaulas, cofres y tablones, con sus toldos, jarcias y cuerdas, con sus manteados de colores. Recuerdo cómo en una ocasión, azorados vimos a un negro formidable y casi desnudo, quien de dos marrazos hundía en el suelo los puntales de acero. O a la ancianita emperifollada que con tanta paciencia iniciaba en el arte de la contorsión, tal vez a su bisnieta, la niña risueña y de cabellos de oro, que de reojo nos observaba.

Y traigo esto a colación, pues a falta de toros, conciertos y teatro de la mejor calidad, buena temporada circense hemos tenido en Tuxtla Gutiérrez, a pesar de la lluvia. Dicen que a mediados de mayo estuvo un circo que no visité, luego, me consta, debutó el “espectacular” circo gringo de nombre feo, y ahora el de los Hermanos Atayde. Este sí, uno de los más viejos y mejores circos mexicanos, junto al Fuentes Gasca, el Hermanos Vázquez y el “poderoso” Circo Rolex. Acabo de enterarme de que en los próximos días vendrá alguno de los ordinarios pero muy vendibles; el de Cepillín, La Chilindrina o algo por el estilo.

La cuestión es que los circos son un encanto. Mi encanto particular, pues las grandes carpas y la ingeniería y la magia de sus instalaciones, me cautivaron siempre; desde pequeño. Siempre me causó fascinación la vida itinerante de los artistas en sus palacios de fantasía, y las artes circenses… desde los antiguos y pequeños circos locales, desde mis primeras funciones. Recuerdo el Circo Apenitas, el Circo del Frijolito, el Pascualillo Hermanos, el Circo Chiapas, el Hermanos Bells, el jalapeño Orrins, el Circo Osorio del payaso Choya, quien se metía a la “esfera de la muerte”, e incluso alguna fracción del Fuentes Gasca. Encanto de todos por otra parte, pues en cierta ocasión, por ejemplo, un compa que en Los Cuxtepeques se enamoró de la acróbata bonita, no faltó a ninguna de las funciones. La espiaba a más no poder, siguió al circo al pueblo siguiente y desapareció del lugar. Lo bueno fue que a los cinco años, cuando el circo volvió, el fulano ya era todo un personaje: domador de fieras y caballos, yerno del mero principal.

Después, en la adolescencia vinieron otros: el Circo de Capulina, el Internazionale d’Italia, que bien recuerdo pasó por Tuxtla a mediados de los 70; el Ambassadeur o algo así, de Argentina o Chile; alguna vez un circo brasileño o portugués y… los de a jefe: los circos italianos, los alemanes, los rusos, los chinos, los mejores. Entre ellos el Imperial de China o el Nacional de Pekín —ambos sólo disponibles, de repente, en el Auditorio Nacional del deefe—, o el Cirque du Soleil canadiense, en ocasiones tan sólo a través de videos; o el Circo Alemán de Frankfurt, todos enamoramientos de ensueño y fascinación.

Nunca tan metidos al corazón como los de nuestra niñez, sin embargo… de cuando me quedaba absorto ante los trapecistas y magos del equilibrio, aves que cruzaban el cielo. O ante el tipo que montado a un monociclo gigante, sin malla de protección, se balanceaba sobre la cuerda. Y ya no se diga ante las artes de malabares y contorsionistas. Quién sabe si no alguna vez soñé con ser escapista del baúl de madera, hierro y tres candados, acróbata de mil piruetas y 20 aros alrededor del cuerpo, equilibrista vendado de los ojos, o ya de perdis, volantinero.

Por eso ahora y siempre que me es posible, no pierdo las giras de los circos. De los que pasan por el rumbo; por Tuxtla, Tapachula y Villahermosa, y de los que se estacionan en la ciudad de México. Aunque no siempre me ajusta para pagar primeras filas, lunetas y mucho menos palcos, y en ocasiones deba conformarme con saber de ellos, tan sólo por la conversación de mis sobrinas.

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