Estado en entredicho

Buenos Aires, quizá el 20 de diciembre, 2001, poco antes de la renuncia de Fernando de la Rúa. (Foto tomada de El blog de Abel.)

Buenos Aires, quizá el 20 de diciembre, 2001, poco antes de la renuncia de Fernando de la Rúa. (Foto tomada de El blog de Abel.)

Por Andy Lemoine/El Presente del Pasado

 

Los hechos, tanto del 30 de junio en Tlatlaya como del 26 de septiembre en Iguala, son de dominio público: órganos del estado asesinaron a población civil y en el último caso los desaparecieron. En el mismo sentido, las consignas no podrían ser más homogéneas: en el primer caso se exige el castigo a los miembros del ejército que realizaron los asesinatos, mientras que en el segundo se clama justicia y la aparición de los 43 normalistas desaparecidos. ¿Cómo explicarnos tanto los hechos mismos como el estallido de indignación generado por éstos?

Si la pretensión fuera explicar y analizar los acontecimientos por sí mismos, diríamos —tal como ha hecho la mayoría de la prensa comercial en México y las cúpulas políticas— que es grave la actuación de los individuos que realizaron acciones criminales desde el estado, y exigiríamos que éstos fueran juzgados conforme a derecho. Así, el estado mexicano en tanto persona jurídica podría sortear el problema sin que sea puesta en duda su autoridad legal y legítima. No obstante, basta hacer un breve recorrido histórico para constatar que los actos criminales de agresión contra los adversarios del régimen —quienes, la gran mayoría de las veces, carecen de reconocimiento y representación en el sistema político mexicano— son sistemáticos, parte integrante de una racionalidad de estado (ya no desde el estado) desde hace al menos medio siglo. En efecto, desde la época de Miguel Alemán hasta nuestros días, el estado ha operado de esa manera, asesinando de manera directa e indirecta, ya sea a través de órganos del estado o por organismos paramilitares, a los sectores de oposición al modelo imperante (véanse éste yeste artículo de Pedro Salmerón en La Jornada).

El estado mexicano posrevolucionario es y ha sido un simulacro, de ahí la perplejidad de los teóricos del estado y del derecho para comprender su naturaleza. En teoría, el estado es un órgano cuyas acciones son, necesariamente, ejecuciones del ordenamiento jurídico imperante (“estado de derecho”); en la historia, el estado mexicano nació hipostasiado, cual si fuera un poder divino, y se ha afirmado como un órgano rector, autoritario, capaz de actuar de manera arbitraria en función de la imposición del modelo en turno. En teoría, el poder del estado se ejerce a través de una constelación de órganos autónomos e independientes los unos de los otros, de ahí que el incumplimiento de la norma —y la sanción correspondiente— no se impute al estado sino al individuo que realiza la acción en su nombre; históricamente, el estado mexicano ha sido omiso en la sanción de la acción ilegal de sus propios órganos, convirtiendo, paradójicamente, la violación de la norma en una estrategia de estado.

La llamada apertura democrática no modificó los fundamentos del estado mexicano. Si bien en los dos sexenios panistas fue manifiesta su incapacidad para ejercer el poder a la vieja usanza, podemos observar un continuum en el uso discrecional del poder y un mantenimiento del modelo neoliberal —y sus métodos legaloides o abiertamente ilegales de despojo— inaugurado por el priismo dos décadas atrás. (Nótese cómo la reducción de la concentración del poder en los sexenios panistas no impidió ni disminuyó el carácter violento y represivo del régimen, como mostró Bernardo Ibarrola en esta nota de El Presente del Pasado.)

La llamada guerra contra el narcotráfico —inaugurada y detonada de manera explícita por Felipe Calderón— no es sino una variante del uso sistemático del aparato del estado para la imposición de la forma de dominación imperante. No obstante, se trata de la forma más abierta y burdamente violenta, una estrategia que —entendiendo muy bien un momento histórico marcado por una pérdida de legitimidad del modelo y sus personificaciones— se enfoca en la reproducción ampliada de la violencia y la balcanización del país, evitando la articulación de la población. Lo anterior, sumado a un modus operandi institucional que impide y neutraliza la voluntad popular —ejemplo de ello es el aval dado por el IFE-INE a las dos elecciones federales pasadas o la decisión del pleno de la Suprema Corte de desechar las consultas populares—, se convierte en el cerrojo del modelo.

Ayoztinapa y Tlatlaya se encuentran inscritos en dicha lógica. La violencia mostrada en éstos y otros actos criminales del estado mexicano es un signo de la debilidad y precariedad del modelo; de una fase de descomposición de la forma de dominación incapaz de encontrar salida por sus propios cauces; de una carencia de legitimidad que tiende irremediablemente a profundizarse.

La coyuntura actual pone en entredicho al estado mismo (“fue el estado”, señala una de las consignas principales) y no a instituciones específicas del régimen. De ahí que sea una de las oportunidades más favorables para la acumulación del poder popular suficiente para —por fin— desmantelar y refundar una nación maltrecha por siglos de autoritarismo y marginalidad. Poco a poco, mientras desde el estado se hacen burdos esfuerzos para salvar el escollo, en las calles comienza a revivir una consigna que, basada en una experiencia de larga data, sintetiza el sentir de gran parte de la población: ¡que se vayan todos!

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