Las cinco novelas de Emilio Rabasa/ III y última

 

 

 

Ilustración: Manuel Velázquez

Ilustración: Manuel Velázquez

Casa de citas/ 213

Las cinco novelas de Emilio Rabasa/ III y última

 

 

Héctor Cortés Mandujano

 

 

  1. Moneda falsa, el país-el pueblo, el engaño

 

En el prólogo de mi ejemplar (Coneculta-Chiapas, 1999), que contiene las dos últimas que comento, Emmanuel Carballo afirma que (p. 5) “en su tetralogía, Rabasa es un novelista de tesis. […] Los personajes, no del todo de carne y hueso, le sirven de pretexto y tribuna para lanzar sus ideas”. Eso, creo, se puede suponer muy fácilmente, aunque no se conoce la poética personal de Rabasa. Quizás, si la hubiera escrito, uno podría pensar que el pueblo de La bola es Ocozocoautla, la ciudad capital de provincia en La gran ciencia es Tuxtla Gutiérrez y, evidentemente, la gran ciudad de El cuarto poder y Moneda falsa es el Distrito Federal; además, rastreando en su biografía, uno pudiera delinear la existencia real de los que después se volvieron sus personajes de ficción. Pero sólo queda especular.

En Moneda falsa, Juan, el narrador-protagonista, sigue viviendo en la “ciudad de los palacios”, en otra casa, y sigue ejerciendo el periodismo. Pese a sus diferencias, Pepe Rojo es su más cercano amigo (p. 13: “Escribí un artículo que escurría sangre, contra la pereza y la apatía del pueblo que no tiene virilidad”). El cuarto poder se vuelve gobiernista, pero Albar y Gómez funda un periódico independiente, El censor (que, p. 14, “tiene el atractivo de ser enemigo de todo mundo”), para que lo dirija Juan, con la ayuda de Braulio Claveque, a quien Juan le cuenta toda su historia. Claveque es una de las condiciones que le ponen para cederle la libertad total del Censor; la otra es (p. 17) “que el periódico sería siempre de oposición, de muy fuerte oposición”. Es un éxito de ventas por sus críticas feroces al gobierno.

Pepe Rojo es estrella de El cuarto poder; escribe un texto llamado “Moneda falsa”, que inquieta a Juan y lo recuerda a menudo (p. 25) “como diciéndome: ‘repara en lo que significo’ ”.

Juan manda una carta a Remedios, que le devuelven cerrada. Ella no quiere volver a verlo. Felicia insiste en que algún día lo perdonará.

Claveque escribe un ataque sobre Bueso y Cabezudo (“Las pieles de Testón”), y cuenta a Juan que Mateo está en ruinas y quiere casarse. Bueso visita El censor. Juan le grita, pero Bueso es imperturbable. Claveque asume la responsabilidad del asunto. Juan escribe también datos duros contra Cabezudo. El diario se vuelve más popular.

Claveque no publica la segunda parte del ataque. A Juan se le hace sospechoso. Él le dice que no lo hace porque se lo pidió Remedios. Juan queda desarmado.

Encarcelan a un periodista. Un día que va a felicitar a Felicia, choca (sin que él lo reconozca) con don Mateo. Felicia le dice que Mateo le propuso matrimonio y que va a casarse con él (p. 61): “con el más vivo dolor sentí que Felicia me iba pareciendo una mujer cualquiera”. Meten a más periodistas a la cárcel.

Juan escribe más textos en contra de don Mateo, del que se rumora va a ser ministro, y no hace caso ni a Bueso para dejar de hacerlo. Se da cuenta que Claveque siempre tiene dinero y anda muy bien vestido, y que ya no publica, con pretextos, su siguiente ataque, el de Juan, a don Mateo, aunque (p. 53) “continuaba con sus historietas, tan saladas y picantes, que yo no comprendía cómo podía andar aún suelto por la ciudad”.

Empieza en amores con otra mujer, la Chalupita, y vuelve a enamorar a Jacinta, que ya andaba con otro. Juan necesita dinero y Claveque le enseña que tiene mucho, es de publicidad le dice, y lo comparte con él (p. 87): “Sacó un rollo y me lo entregó. […] Puso a mi vista diez o quince rollos iguales […] Este dinero es de usted también. Tome usted aquí lo que necesite”.

Escorroza le cuenta la vida de Claveque: estuvo en la cárcel, perteneció a la policía secreta y es un extorsionador; le dice también que o deja de escribir contra Mateo o se va del diario. Le explica, por último, que El censor está financiado por el gobierno y que los 100 pesos que le dan vienen del propio gobierno. Que es un trabajador oficial, un periodista comprado, una moneda falsa (p. 92): “Cuando se cambió El cuarto poder, se le concedió un empleo para el redactor que escribía los más fuertes artículos quedara contento; es decir, para usted. [… ] Yo aparezco en las nóminas y usted toma el sueldo, que no hace más que pasar por mis manos”.

Claveque le dice que si El censor no sigue financiado por el gobierno, no podrá salir; Juan dice que se irá a otro diario y le dicen que sólo le pagarán cinco reales, la tarifa. No importa su nombre, no importa su prestigio, sólo que escriba lo que conviene al gobierno, que es quien paga todo a la prensa.

Pepe Rojo le dice, después, que El censor desapareció como diario independiente, que ya es del gobierno (p. 103): “Y desde que no hay Censor, no hay ropita nueva, ni comidas en los cafés, ni glorias literarias, ni autoridad de escritor, ni un comino de superioridad sobre el común de los gacetilleros”; que si quiere no irse a la miseria tiene que ir a hacer las paces con Cabezudo (p. 104): “Que la telilla de oro estaba gastada y que enseñaba yo la suciedad del cobre”. Lo acompaña pero discute con Mateo, se lía a golpes y hay hasta un balazo, aparece Remedios y él huye (p. 110):

Grita Cabezudo:

“—Mañana le pondré a usted en vergüenza, contando su vida en un periódico.

“—Yo concluiré la de usted, para que vean todos que el tal general no sirve para sargento.

“—¡Canasto! ¡Recanasto! –gritó el hombrazo fuera de sí–. ¡Le voy a romper la boca!”

[El canasto y recanasto, lo ha dicho antes el narrador, son palabras para eludir las groserías que dice Cabezudo, y que no pueden escribirse en caracteres de imprenta, pero, como dice en La guerra de tres años, cuando su personaje principal dice ¡Malhaya el alma! no es difícil saber que groserías se ocultan tras esas palabras, que (p. 161), “cualquiera puede adivinar si ha tratado en su vida con carreteros o con señoritos de la crema”.]

Al día siguiente aparece la historia de Juan, contada por Claveque. Ni siquiera miente, como reconoce extensamente Juan en las páginas 114 y 115. Lo hace pedazos. Sabás y Pepe lo cuidan y lo procuran. Recibe notas de Felicia que ni siquiera abre. Otros diarios reproducen la historia de Claveque (p. 124): “Encontré en El Lábaro un artículo asqueroso consagrado a elogiar a Claveque y a llenarme a mí de insultos e injurias. ¡Cualquier miserable valía más que yo!”

Juan sigue con la idea de llevarse a Jacinta, va por ella y en la calle se encuentra con Felicia quien le dice que Remedios se está muriendo. Deja todo y se va con ella, allí conoce y ve el gran amor que don Mateo tiene por su sobrina e incluso ellos se abrazan llorando (p. 137): “El tosco general lanzó un quejido desgarrador, y como niño que busca refugio volvióse a mí con el llanto en los ojos. Yo abrí los brazos por un movimiento instintivo, irresistible, y ambos nos abrazamos con fuerza, como si quisiéramos ahogarnos”. Ve también que don Mateo, por curar a Remedios, está en la ruina. Pepe le manda una nota para que no salga a la calle: Jacinta lo ha denunciado.

Remedios sana y dice a Juan que lo ha perdonado; luego de una discusión Juan y Mateo hacen las paces (p. 152):

“—Yo esto solo en el mundo –dije con voz trémula.

“—Yo también –replicó el general conmovido. […]

“—A mí no me quiere nadie.

“—A mí tampoco. […]

“—Yo los quiero a los dos”, dice Remedios.

Vemos al final a Juan, viejo y viudo, con su hija Remedios, viviendo en San Martín. Quiere dejar recursos a su hija para que lleve “una vida modestamente cómoda”, además de los que le dejó don Mateo. Su mamá, la bella Remedios (p. 156), “le dio su alma llena de bondad y de virtud. No necesita más para ser feliz”.

 

  1. La guerra de tres años, reformulación, síntesis

 

Rabasa publica esta última novela en el mismo año, 1891, que asume la gubernatura de Chiapas. Dice Emmanuel Carballo, y dice bien,  que es ésta (p. 6) “hasta cierto punto réplica de La bola”, porque en esencia el pueblo (aquí se llama El Salado) y el jefe político (aquí Santos Camacho) son retratos de lo mismo, “nada más que con mayor jerarquía estética”. Curiosamente, sin demérito de las otras, esta es sin lugar a dudas su novela “más económica y cuajada” y la única que él no recogió en libro (se publicó en 1931, un año después de su muerte). Eso ha hecho suponer que a don Emilio no le interesó demasiado su labor como novelista. Quién sabe.

Inicia de nuevo con repique de campanas en El Salado. Don Santos (de nuevo Mateo Cabezudo, nomás que con querida), es el jefe político. Fue amante de doña Nazaria, viuda, a quien deja para andar con Luisa, quien vive con su madre Gilda. Nazaria encabeza la procesión religiosa, que se opone a las ordenanzas políticas, y eso genera todo el embrollo (p. 165): “Don Santos tenía un gran concepto de la Jefatura. En primer lugar, creía que el distrito era suyo; y en segundo, que el Jefe político manda a todo el mundo, y todo el mundo debe obedecer sin chistar”. Hernández, secretario, el que manipula a don Santos, es pieza clave, como lo han sido en la historia moderna, los consejeros, hermanos, esposas o mamás de los políticos encumbrados. Sobran los ejemplos.

Es más explícito aquí Rabasa (p. 162) “¡Qué fiesta, ni qué chorizo!”; (p. 175): “y que las multas así, y que lo de la guarnición asado, y que… ¡la madre!”.

Las habladas entre la amante actual y la de antes hace que don Santos detenga violentamente, machete en mano, la procesión del santo, que metan al cura preso y (p. 191) “el santo, preso también”; pagan la multa para sacar al padre y don Santos escribe al gobernador para informarlo, pero Nazaria escribe a doña Juanita, la gobernadora, que es la que realmente manda, y doña Juana exige al gobernador dos resoluciones (p. 204): “la primera, que se levantara la multa; la segunda, que se destituyera enseguida a don Santos”. Al final, dice Rabasa (p. 207): “Esto es todo lo que pasó en El Salado. Tal vez sea sosa esta relación; pero yo no tengo la culpa de que en El Salado no pasen cosas estupendas”.

Las novelas de Emilio Rabasa son un excelente material de lectura. Los años no las han envejecido y gozan de cabal salud. Son muestras, también, de que alguna vez tuvimos en Chiapas a un gobernador culto.

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