El inocente y el ladrón/ sexta de diez partes

Las anécdotas en cautiverio

Por Alfredo Palacis Espinosa

Después de dos meses de soledad en la celda 2 del conyugal femenil, a la medianoche, sorpresivamente unos custodios abrieron la celda y sin decirme “agua va” metieron a Toño, un joven mara que había tenido broncas con sus compañeros en el interior del modulo azul (espacio para los reos más violentos), sentenciado a 25 años por homicidio. El joven llevaba una expresión de ira contenida, con tatuajes que se confundían con las huellas de los golpes en la cara y el cuerpo que le fueron propinados por sus compañeros de celda, con los que traía broncas, además de los toletazos que le dieron los guardias. Cuando los custodios cerraron la puerta, Toño se quedó un rato más jadeando de rabia con la vista fija hacia mi persona. A pesar de la sorpresa, yo también no le quité la vista de encima. Temeroso de que en cualquier momento pudiera agredirme. Así nos amaneció: viéndonos fijamente: Toño recargado con la espalda sobre la puerta de acero, y yo sentado en la losa de cemento que servía de cama. Con los días, ambos fuimos recuperando la confianza en el otro. Me contó de su desgracia desde niño y del abandono de sus seres queridos en aquellas circunstancias, como de su conflicto en el interior del módulo hasta que lo sacaron esa noche golpeado, casi desnudo y sin ninguna de sus pertenencias para llevarlo a la celda que compartimos por espacio de treinta días. Entendí que era una forma de seguirme intimidando porque habían otras dos celdas desocupadas. Pasados los primeros días de mutuas desconfianzas, su presencia me sirvió porque tenía frente a mí a otro ser humano con quién cruzar palabras. Con este compañero compartí la ropa y los alimentos que la familia me traía. Pasado ese tiempo, una mañana me trasladaron a la celda vecina, la número 4, en donde estaba el interno Roberto, conocido como el teniente sentenciado a 12 años por una falsa acusación de violación equiparada, promovida por venganza del exmarido de su esposa y por la perversión del abogado defensor, que, lejos de defenderlo le sacó dinero y vendió su causa con el acusador. Historias como estas empecé a conocer que como dice el adagio popular: mal de muchos es consuelo de tontos, pero hacía conformarme un poco compartiendo desgracias. En estos espacios y con este tipo de convivencias, fue naciendo en mí, el verdadero sentimiento de solidaridad, más allá de ser una palabra más, pervertida por el uso de los oficiantes de la política. Toño se quedó solo en la otra celda. Después supe por boca de otro custodio que era un modo de mantenerme en permanente tensión, como una estrategia más para seguir en el desasosiego como era la orden superior. Me enteré también que a Toño lo habían metido en la misma celda para fastidiarme y se enterara de lo que hablaba con mis visitas, sin embargo, como no se dieron los resultados esperados, volvieron a ordenar el cambio de celda. Sabines en su paranoia persecutoria seguía pensando que no obstante estar incomunicados podíamos hacerle daño.

       El teniente, mi nuevo compañero de celda, estaba convertido en un hombre entregado a la palabra de Dios. Encontró en la lectura de la Biblia alivio para su adolorido corazón. Preso injustamente por la venalidad del juez y la deshonestidad del abogado defensor y por la carencia de recursos para pagar una nueva revisión de su expediente. A este reo los propios custodios le guardaban consideración y respeto por su condición de militar retirado con el grado de teniente (grado militar que en realidad tenía) y porque durante tres años se desempeñó como jefe de seguridad en el desaparecido penal de Cerro Hueco, tocándole la responsabilidad de trasladar a la población reclusa a El Amate, pero que por la desgracia, a dos años de su viudez se enamoró y casó con una joven custodia divorciada y madre de una niña. Sin embargo, la pareja anterior de la señora, fraguó la grave acusación de violación equiparada de su hija, con la complicidad de otras personas y la mentira de la niña obligada por su padre, sin importarle al juez el testimonio de la madre en favor de Roberto. Este hombre, lejos de condolerse de esta perversidad se dedicó generosamente a ayudar a los demás. Invitaba a leer y comprender algunos versículos de la Biblia y a compartir lo poco que tenía. Este compañero de celda me sirvió mucho con sus palabras y reflexiones para no caer en la melancolía, porque adentro, las horas y los días pasan lentamente esperando de la visita familiar y muy corta la estancia cuando se retiran. La falta de noticias por parte del abogado y la lentitud del juez, siguiendo instrucciones para alargar los términos legales y mantenerme encerrado, me desesperaba pero hombres, como el teniente Roberto me ayudaron a sobrellevar esta situación y a comprender más al género humano. (Al momento de escribir estas líneas me llegó la noticia de su liberación, en uno de esos paquetes de sentenciados que alcanzan la libertad anticipada por buena conducta, no por hacer justicia, sino como un mecanismo del propio aparato gubernamental para desahogar el sobrecupo y hacinamiento de la población interna de los penales y para liberar a líderes de organizaciones que llegaban a acuerdos con el gobierno para legitimar sus acciones o para los internos que le llegaron al precio establecido por los jueces para recuperar su libertad a través de esa “misteriosa y mágica” mesa de reconciliación). De cualquier modo, en este caso creo que se hizo justicia. Esa justicia divina por la que Roberto ayunaba e imploraba diariamente en sus oraciones, porque cuando el hombre ya no tiene esperanza ni dinero para comprar la acción de la justicia terrenal, los hombres se aferran a la justicia divina. En el penal aprendí que hay dos caminos por los que debes decidirte: el de la humanización o el de la deshumanización, no hay de otra.

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Un día sábado de visita exclusiva de familiares, el teniente tenía la necesidad de estar a solas con su esposa. Normalmente, en ocasiones como ésta, me encerraba con mi lectura en el pequeño baño por espacio de una hora para facilitar ese encuentro íntimo, pero como ese día, al mismo tiempo me anunciaron la visita de un familiar, gracias a la buena voluntad de las custodias de ese turno, me permitieron recibirlo en el pasillo para que mi compañero tuviera su momento de intimidad. La seguridad de abrir y cerrar la reja general de esas celdas corría a cargo del grupo de custodias, pero adentro del pasillo había un custodio que vigilaba mis movimientos, pero en ese momento, por alguna razón no estaba. Mi primera visita se fue pronto dejándome los alimentos que llevó, para que otros familiares pasaran a verme, porque, a diferencia de los internos en general, no permitían que los miembros de mi familia se juntaran. Como el amigo Roberto estaba adentro con su esposa, me quedé un momento más esperando. Por eso puedo contar lo que pasó después:

En la madrugada de ese día oímos cuando llevaron a una interna indígena de nombre Verónica a la celda uno, ubicada frente a la que ocupé con la mara Toño. Esta joven era muy conocida por los ataques esquizofrénicos que frecuentemente padecía, por la falta de medicamentos que la mantuvieran controlada porque se violentaba y agredía física y verbalmente a sus compañeras de celda. Esa noche, después de gritar y maldecir resistiéndose a entrar al módulo y de los golpes e improperios de las custodias por meterla a la fuerza, vino un breve silencio antes de que Verónica se pasara el resto de la noche golpeando la reja general y maldiciendo a las custodias, hasta que cayó en depresión y se quedó llorando por su hija muerta. La celda uno servía de estación momentánea para las internas recién ingresadas hasta que les asignaban el módulo definitivo o, como este caso, para separar y aislar a las que tenían conflictos en las celdas de la población femenina. La siguiente estancia era la bartolina que servía de castigo a la población femenina. Esta indígena Verónica era huésped frecuente de esa celda por sus ataques esquizofrénicos. La historia de la desgracia de esta indígena corría por los pasillos del penal cuando los gritos de ella llegaban a los módulos. Una tragedia muy parecida a la Medea de Eurípides, con la diferencia que la tragedia de Verónica era real, quien desde niña sufrió maltrato y explotación de sus padres. Por su triple condición de mujer, indígena y pobre fue víctima de los usos y costumbres al ser vendida (casada) a sus doce años de edad por unas botellas de posh, un kilo de tasajo y quinientos pesos a un hombre que la golpeaba bajo los influjos del alcohol. Ella empezó a ver visiones de un “animal peludo” que la poseía a la fuerza, hasta que una noche, después de una golpiza del marido, vio en su imaginación al mono peludo que la jalaba a la fuerza hacia el petate. Ella, como en alucinaciones anteriores, sintió que la abrazaba aquel extraño ser del que intentó zafarse. Al no lograrlo, gritó y haciendo acopio de todas sus fuerzas logró aferrarlo del cuello usando sus manos como tenazas hasta ahorcar al supuesto mono. Al recuperar la conciencia se dio cuenta que había estrangulado a su propia hija. Por este delito fue condenada a prisión sin tomar en cuenta su estado mental. Por esta razón, en momentos de crisis, entraba en conflictos con sus compañeras de celda al agredirlas y querer ahorcarlas. Cuando aminora su violencia y le viene la lucidez, llora y lamenta en voz alta su desgracia. Por esto, para evitar males mayores con sus compañeras, la trasladan a esta celda sin cerrarla, contenida por las rejas generales que impide ir más allá del pequeño corredor de las ocho celdas, para que no vaya a reventarse la cabeza a golpes si cierran la celda. Esa noche se la pasó llorando y gritando su desgracia. Por momentos discutía imaginariamente con el marido en tsotsil, en otros con la visión del mono peludo o con lamentos lastimeros por su pequeña hija. Después de un largo tiempo de insultos a las custodias, empezó a pedirles agua y comida. Aquellas, molestas por los gritos y las ofensas, hicieron caso omiso de los insultos, como una forma de castigarla por no dejarlas dormir. Al amanecer, cuando las custodias se preparaban para el relevo de la guardia de 24 horas, una de las que hacía el aseo, sin abrir la reja le arrojó agua con una cubeta, diciéndole: ─ << ¡Hay tenés toda el agua que querías! ¡Ahógate y deja de chingar la madre, pinche cabrona! ¡No dejaste dormir anoche!>>─. Por esta razón, un poco más tarde, cuando me quedé solo en el pasillo, con agua y suficiente comida, se me ocurrió acercarle un plato de comida y una botella de agua hasta donde estaba sentada y gimiendo en el quicio de la puerta. Al verme, se irguió con las manos hacia adelante y los ojos enfurecidos, gritó desaforadamente:

─ ¡No quero marido! ¡No quero mono peludo! ¡No quero coger! ¡No quero coger!…

Asustado, dejé la comida y la botella de agua en la banqueta y retrocedí para tocar afligido la puerta de mi celda para que mi compañero me dejara entrar. Temeroso de que me acusaran de algo grave, tomando en cuenta las malas intenciones de Sabines y su pandilla. Felizmente, el encuentro conyugal de mi compañero había concluido. En la tensión nerviosa no escuché las carcajadas de las custodias que festejaron la situación embarazosa en que me quedé ni cómo, un rato después, la Verónica engullía los alimentos que dejé en la banqueta.

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