Miguel Ángel Granados Chapa

Miguel Ángel Granados Chapa a principios de los años ochenta. (Foto: Pedro Valtierra.)

Miguel Ángel Granados Chapa a principios de los años ochenta. (Foto: Pedro Valtierra.)

Por Luis Fernando Granados * 

Este texto se publicó originalmente en El Presente del Pasado

Miguel Ángel Granados Chapa murió a media tarde del domingo 16 de octubre, 2011, en el cuarto de un hospital abusivo y pretensioso, cuyo único mérito es que ahí trabajaba el doctor Francisco Javier Becerra. Dos días antes, en la tarde de un viernes hace cinco años y tres días, el doctor Becerra le había dado a Miguel Ángel un coctel de drogas para ayudarlo a bien morir.

Estaba harto, agotado, de estar muriéndose sin morirse.

El jueves en la tarde, desde Tecamachalco, envió su última “plaza pública” y anunció ahí su despedida. Incluso para nosotros —que la leímos en la víspera de su aparición— el final de la columna fue como un latigazo: Miguel Ángel se despedía con la precisión y el donaire de su escritura. El viernes en la tarde serpenteamos por el periférico hasta el hospital. El sábado se despidió de sus hijos, sus nueras, su yerno, sus nietos y su compañera. Shulamit pasó a su lado también esa última noche. Hubo algo de aterradora precisión en todo aquello: Miguel Ángel quería morirse durante el fin de semana, dijo, para no “afectar” nuestras actividades cotidianas. Quería morirse con discreción, y quiso también salvarnos de la monserga —esa palabra tan suya— de tener que saludar al secretario Fulano y al diputado Mengano, que seguramente irrumpirían en el velorio. (Por eso no hicimos velorio.)

Supimos que se moría porque su respiración, ya muy menguada, se agitó de pronto, casi con violencia, como hacen o hacían algunos camiones desarreglados cuando tratan o trababan de apagarse, y luego su pecho no se movió más. Las máquinas a las que estaba conectado nos lo anunciaron un segundo más tarde con sus ruiditos. Sylvia y yo nos inclinamos sobre la cama. Lo miramos y nos miramos, estremecidos. La frialdad verdosa de los cadáveres avanzaba rápidamente. Le acaricié la frente, quizá una mano. Y salimos a buscar a una enfermera.

Mientras esperábamos a que comenzara el trajín de los médicos, los burócratas y los reporteros, puse en mi computadora la quinta sinfonía de Tchaikovsky. Creo que Tomás —con Valentina y Marina— fue el primero en llegar; Shulamit regresó apenas un minuto más tarde. Me gusta imaginar que el cuarto movimiento estaba comenzando cuando al fin apareció Rosario —con John y con Matías—, y que entonces nos abrazamos todos, arropados en los compases con los que comenzaba su programa de Radio Universidad. Pero puede que se trate de un recuerdo apócrifo. Hace un momento he vuelto a escucharla, y me fue imposible conservar los ojos secos: cinco años después, en mi tripa sigue siendo —dolorosamente— la quinta de Miguel Ángel.

Esa noche, en la funeraria, Marta Isabel lo vio por primera vez después de no sé cuántos meses. Lo que quedaba de él, en cualquier caso: un cuerpecito chupado por el cáncer. Los demás nos hicimos ojo de hormiga. Si alguien necesitaba despedirse de él, si alguien podía capturar en un último encuentro la extraordinaria anomalía que fue la vida de Miguel Ángel, ésa era mi madre: la adolescente que lo conoció en el jardín de una colonia proletaria de una insignificante ciudad de provincias, la muchacha que lo novió mientras él escapaba a su destino de clase —hijo bastardo de un agrarista del valle del Mezquital— en la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, la señora con quien compró sus primeros libreros en el mercado de la Lagunilla, y también ese vocho rojo-naranja al volante del cual Miguel Ángel hizo más de una siesta guerrillera (“despiértenme cuando arranque el auto anterior al de adelante”) en los meses de la gestación de Proceso.

Vicente Leñero la retrató con delicadeza en su hermosa novela sobre el golpe a Excélsior: agobiada porque no había suficientes tasas y copas para recibir a la multitud de colaboradores y periodistas agolpados en la casita de la colonia del Valle para lamerse las heridas e imaginar esa revista que Miguel Ángel y sus hijos repartimos en un vocho rojo-naranja a principios de 1977, cuando nadie daba un clavo por Julio Scherer y su gente. Como mi padre, aunque sin tanta rimbombancia, Marta Isabel nunca dejó de ser —nunca quiso dejar de ser— hija de esa barriada donde se amontonaban (algunos de) los pobres de Pachuca. Esa angustia era como las corbatas, los pañuelos y los trajes, como la formalidad toda, de Miguel Ángel: homenaje que rinde lo plebeyo a lo fresa, a lo catrín, en el proceso mismo de su emancipación.

Con los años, por supuesto, el trato de la “gente de bien” y el reconocimiento que muy pronto recibió por su trabajo —tenía apenas 39 años cuando obligó al presidente José López Portillo a devolver un regalo de 80 hectáreas en Tenancingo—, desdibujaron bastante la seca austeridad heredada de su madre y aun la modestia republicana heredada de su hermano mayor. Como tantos de sus contemporáneos, Miguel Ángel experimentó la movilidad social con un mucho de vértigo, a veces con algo de aprehensión, como si intuyera la fugacidad del “milagro mexicano”: muchos años después de haber dejado de ir a Los cocoteros en San Cosme seguía poniéndose nervioso —inseguro, irascible— si su tarjeta de crédito era rechazada en un restaurante finolis de San Ángel o de Polanco.

Sospecho que la impaciencia que terminaron por provocarle algunos de sus amigos más antiguos era una expresión de la incredulidad que su propio éxito le produjo; una suerte de culpa —resabio del catolicismo en el que se formó— por haber conseguido casi todo lo que se propuso. Por fortuna, ya sabemos que no hay bien que por mal no venga: si a causa de esa incomodidad dejó de frecuentar a don Tomás Gerardo Allaz —su gurú universitario, impertinente encarnación de la iglesia pobrista—, la (sub)conciencia de saberse un infiltrado en la gran fiesta de la sociedad lo salvó al menos del envilecimiento que en cambió consumió a su compadre Héctor Aguilar Camín y a otros muchos hijos de los años sesenta. (No es licencia: Miguel Ángel efectivamente bautizó a uno de los hijos del empresario-escritor.)

No hay duda de que la integridad, el talento y la —envidiable, envidiada— capacidad de trabajo de Miguel Ángel son rasgos que explican por qué se convirtió en uno de los periodistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Pero sólo hasta cierto punto. Toda vida es un hecho social: sin herencias, apoyos, influencias, amores, lecturas, conversaciones, debates, pleitos y coyunturas, cualquier existencia individual no es más que un espejismo (cartesiano). La de Miguel Ángel es por ello también expresión de un mundo, un mundo que ya no existe, y también evidencia de una cultura —de un modo de estar en el mundo— que está desapareciendo ante nuestros ojos.

Gracias entre otros al trabajo de Thomas Piketty, hoy es evidente que la época que hizo a Miguel Ángel —en la que se hizo Miguel Ángel— fue apenas una tregua en la historia de la “civilización” occidental; un paréntesis en el proceso de acumulación capitalista durante el cual, debido en parte a la intervención del estado y a la transición demográfica, la clase media —la clase media histórica, no las fantasías estadísticas de Luis de la Calle y Roger Bartra— se expandió exponencialmente, como nunca antes. La movilidad social fue entonces, por única vez, algo más que un eslogan o un espejismo. La universidad pública fue su agente y su indicio más significativo. (Por eso esparcimos una parte de las cenizas de Miguel Ángel en las islas de Ciudad Universitaria.)

Que esa clase media —urbanizada, alfabetizada, individualista— se convirtiera en sociedad civil y, más aún, creara una esfera pública digna de ese nombre no era de ningún modo inevitable o mecánico. Era necesario un hecho social de otro orden: una serie de acciones colectivas —conscientes, explícitas— que transformaran esa condición sociológica en una realidad política y cultural; era necesario que se constituyera una ciudadanía capaz de hacer manifiestos y defender los derechos derivados de la modernización de la posguerra. Desde principios de los años sesenta, los movimientos sociales tuvieron por ello un carácter sustancialmente distinto al de las movilizaciones de las décadas anteriores. Simplificando un mucho, ese contraste puede verse ya en la diferencia entre la insurgencia ferrocarrilera de 1958-1959 y la huelga de los médicos en 1964, y quedó obviamente de manifiesto en 1968, cuando los hijos más privilegiados del régimen se rebelaron en contra del orden establecido.

Naturalmente, el país emergente de los profesionistas y los burócratas necesitaba un espacio social donde ventilar sus frustraciones y donde articular sus esperanzas. La revolución de la prensa —iniciada hacia 1960 con la aparición de Política— fue consecuencia y, en menor medida, causa de ese despertar político. A partir de 1968, esa historia no puede escribirse sin Miguel Ángel. Estoy casi seguro, más aún, que ningún otro periodista de tiempo completo participó activamente en todas las coyunturas que convencionalmente constituyen el itinerario de la prensa independiente del último tercio del siglo XX: de Excélsior a Proceso a Uno Más Uno a La Jornada a Reforma —pero también de Voz Pública a Monitor a los noticieros de Carmen Aristegui—, el trayecto de Miguel Ángel parece en efecto confundirse con la historia de esa “nueva” prensa que se puso al servicio de la ciudadanía e impulsó la democratización del país. (Las excepciones más grandes son La Cultura en México y las revistas letradas de Octavio Paz y Enrique Florescano.)

Por su naturaleza social, aunque también por su carácter de aventura colectiva, los episodios de 1976 y de 1984 resultan los más decisivos tanto en la biografía de Miguel Ángel como para la historia de la prensa mexicana. En ambos momentos se vio con claridad que esa clase de periodismo —investigado y escrito para la gente y no para el poder, como le gustaba decir a Miguel Ángel— necesitaba establecer una relación simbiótica con la sociedad civil, no sólo para prosperar sino aun para sobrevivir: como la editorial Siglo Veintiuno en 1966, tanto Proceso como La Jornada se hicieron literalmente con el dinero de sus lectoras, que pasaron por ello —aunque sólo en espíritu, porque ambas publicaciones son editadas por sociedades anónimas— a ser copropietarias de sus propios medios de información.

Con sus dos irrupciones en el campo de la política electoral —como co-cabeza del Instituto Federal Electoral (1994) y como candidato de una alianza PAN-PRD al gobierno de Hidalgo (1997), que se frustró a instancias del partido de Felipe Calderón—, Miguel Ángel confirmó lo inextricable del vínculo entre la prensa ciudadana que él mismo ayudó a construir y la profunda, heterogénea y paradójica marea social que en 1997 destruyó el dominio priista en el congreso y tres años después encaramó a Vicente Fox en la presidencia de la república. Hasta dan ganas de decir que la razón de ser de la prensa independiente hasta fines del siglo XX fue precisamente el desmantelamiento del régimen de partido (casi) único y su cultura política monocorde, corrupta y obsequiosa.

Con la “transición a la democracia”, sin embargo, la misión de esa prensa parece haberse esfumado. Salvo excepciones —y más bien: momentos excepcionales—, los diarios y revistas que reinventaron el periodismo para cumplir las expectativas sociales de la ciudadanía finisecular terminaron convirtiéndose en medios de comunicación como cualquier otro, gobernados menos por sus principios político-editoriales que por las exigencias del mercado, y aún carcomidos por groseras pulsiones estalinistas. Todo indica, más aún, que desde fines de los años noventa el carácter mismo de la prensa generalista ha comenzado a modificarse: la idea misma del gran diario y la gran revista —esos medios “nacionales” donde podían conocerse los hechos y analizarse a fondo sus implicaciones— entró en una crisis de la que quizá no pueda recuperarse.

La emergencia del periodismo digital suele señalarse como responsable de la multiplicación astronómica de las opciones y la facilidad con que la opinión —simplona e irresponsable, lo que es peor— ha sustituido de hecho a la práctica del periodismo. Creo más bien que así como entre los años sesenta y los años noventa la prensa independiente fue un epifenómeno de la ciudadanización de la clase media posrevolucionaria, la crisis actual de la prensa es una suerte de reflejo de la polarización social que padecemos, o sea este torbellino de violencia, negligencia y corrupción que ya acabó con la clase media de la posguerra, depaupera y margina a todos los trabajadores de manera acelerada, ha vuelto a los poderosos más insolentes que nunca y fragmenta hasta el solipsismo las instancias de organización política independiente.

Como si su biografía —de nuevo— fuera un microcosmos donde se condensan y reflejan procesos sociales más amplios y significativos, Miguel Ángel fue durante los últimos años de su vida sobre todo un colaborador de periódicos y un locutor radiofónico. La consistencia cotidiana de su “plaza pública” —que apenas disminuyó cuando el cáncer se apoderó de su cuerpo— nos ha impedido apreciar que esa vertiente de su trabajo había sido más o menos secundaria hasta principios de los años noventa. Ocurrió entonces que Carlos Payán, director general entonces de La Jornada, decidió tomar prestada una página de la vida de Porfirio Díaz y promovió una reforma estatutaria para permitir que el director general del diario pudiera reelegirse más de una vez. Miguel Ángel —que había sido subdirector y más tarde director de La Jornada— creía en cambio que Payán debía retirarse al concluir su (segundo) periodo, y se propuso sustituirlo. (Aquí está su alegato.) En junio de 1992, Payán y sus aliados ganaron la elección interna; Miguel Ángel emigró con su “plaza” a El Financiero y luego a Reforma. Un par de años más tarde comenzó a producirse la transición —y la prensa independiente comenzó a perderse en el marasmo de la “normalidad democrática”.

En aquel texto postrero, Granados Chapa manifestaba su confianza en que la pudrición no fuera el destino inexorable de nuestro país. En momentos (días, meses, años) como éste, me temo que mi padre estaba equivocado. Inexorable o no, la pudrición no hace sino avanzar; no ha hecho más que avanzar desde aquella tarde de domingo hace cinco años y un día. También por eso me hace falta hablar con él en momentos (días, meses, años) como éste.

Un comentario en “Miguel Ángel Granados Chapa”

  1. aydee Illescas
    7 julio, 2020 at 13:46 #

    Gracias por este recordatorio de un gran periodista

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