La excentricidad como gobierno

La excentricidad como gobierno

Por Efraín Quiñonez León

Después de la alternancia en el plano nacional, los gobernadores y alcaldes de la república adquirieron un poder incontrastable. Como se sabe, nuestras autoridades se convirtieron en auténticos reyezuelos y transformaron el endeble entramado institucional en parte de su propio feudo. De esta forma, pasamos de una presidencia autoritaria a gobiernos subnacionales sin ningún tipo de control.

Sobran ejemplos que nos muestran de manera obscena el proceder de los gobernadores. En Veracruz, por ejemplo, los dos últimos sexenios los gobernantes en turno han sido extremadamente irresponsables en el uso de los recursos públicos. Sin ningún pudor, las administraciones de Fidel Herrera y Javier Duarte convirtieron las arcas estatales en parte de su patrimonio y dispusieron de los recursos sin ningún tipo de medida que atenuara su desenfreno. La orgía en que convirtieron su gestión tiene en vilo a la administración entrante y la ciudadanía será quien pague sus excesos con más impuestos, la desatención criminal de servicios básicos a cargo de las instituciones del Estado -como la salud y la educación-, la falta de inversión en actividades productivas que generen empleos y es previsible una escasa construcción de infraestructura; entre otros elementos que agravarán la vida de los veracruzanos y compromete el destino de al menos dos generaciones.

Manuel Velasco, gobernador de Chiapas.

Manuel Velasco, gobernador de Chiapas.

Andrés Granier, exgobernador de Tabasco, junto a sus muy cercanos colaboradores han pasado a la historia no por buenas prácticas, sino por poner sus mejores empeños para el dispendio. La acumulación impúdica de bienes que la propia vida no les alcanzará para usar siquiera alguna vez, fue la característica principal de sus procedimientos más ordinarios bajo el manto de impunidad que les ofrece el status quo. El dinero de los contribuyentes empleado para satisfacer los irrefrenables apetitos de quienes los representan.

Humberto Moreira en Coahuila o, más recientemente, Guillermo Padrés en Sonora, lo cierto es que vemos una constante en todos estos gobernantes que consiste en procedimientos que rayan en la ilegalidad, la irresponsabilidad y la ausencia de controles de las instituciones que deberían ser un freno a los excesos. Ni los congresos estatales ni los órganos de fiscalización pueden ignorar que tienen una responsabilidad directa en los hechos. Tampoco la federación puede eximirse de responsabilidad en el desastre que impera en prácticamente todas los estados y gobiernos locales del país, puesto que la mayoría de los recursos que estos invierten provienen precisamente del gobierno central. Por lo tanto, el desvío de recursos y la disposición de estos a los humores y apetitos de los gobernantes constituye una constante en el ejercicio público.

 

El gobernador de Chiapas, Manuel Velasco, escribe en cada uno de sus actos públicos sus propias páginas de la extravagancia. Antes que él, Pablo Salazar y, no se diga, Juan Sabines, dejaron imborrables folios del derroche en un estado en que la pobreza y la desigualdad afecta a una buena cantidad de ciudadanos. En las comunidades indígenas más del 90% de la población no alcanza siquiera el umbral de la sobrevivencia, mientras sus gobernantes convierten el dispendio en agravio ante las falta de oportunidades y empleo.

Con poco más de 5 millones de habitantes, el Estado de Chiapas posee uno de los registros de pobreza más altos del país, pues casi el 80% de su población se encuentra por debajo de la línea de bienestar, según las cifras del CONEVAL.

Desde sus inicios, el gobernador Velasco convirtió su gestión en telenovela y dio excesivas muestras de lo que se convertiría en su estilo muy personal de gobernar. Frente a la pobreza y la desigualdad decidió construir un lienzo charro que implicó una inversión estatal superior a los 100 millones de pesos. Ante la falta de lo más indispensable en hospitales decide gastarse buena parte del erario en campañas publicitarias. La irracionalidad de su conducta convierte la falta de recursos de la universidad estatal en una bomba de tiempo que impactará la formación de los estudiantes y el desarrollo de programas educativos e investigación en curso. Mientras más aparece en televisión, menos recursos existen para la inversión en materia social en una de las entidades más golpeadas por la pobreza.

Cuando en el ejercicio público se confunde el uso de los recursos como si fueran patrimonio personal, mal augurio nos espera a la ciudadanía. Las excentricidades de nuestros gobernantes pagadas con recursos públicos cancelan la posibilidad de mejorar la atención médica, construir escuelas o introducir el agua potable en colonias pobres. Peor aún, los excesos en los que incurre un gobierno sin el más mínimo control significa un aumento en los costos de los servicios públicos que tiene el Estado la obligación de proveer a la ciudadanía y pagaremos caro las debilidades de políticos sin escrúpulos que a la menor provocación sacan la chequera. Esto se traduce, del mismo modo, en la aplicación de medidas draconianas en el incremento de impuestos. La administración de los recursos del erario debe estar exenta de la predisposición banal que todo ser humano puede tener frente a sus deseos y apetitos más caprichosos. Todos tenemos derecho a ser superfluos en algún momento de nuestras vidas, nuestros gobernantes jamás mientras desempeñen un cargo público.

El antiguo pudor de la clase política priista se ha quedado corta ante la desfachatez e insensibilidad de los jóvenes políticos que pululan en todos los partidos. Sin ideologías que defender, sus banderas son la inmediatez de beneficios personales al amparo del poder público, la arbitrariedad en sus decisiones y la extravagancia que a menudo despliegan en sus acciones cotidianas. Si un presidente tuvo el descaro de afirmar que uno de sus vástagos era el orgullo de su nepotismo, los nóveles políticos hacen gala de una vida que no conoce límites a los excesos y, en la época de la política mediática, conducen su actuar como si fuera una puesta en escena en la que representan parte fundamental de la tragicomedia en que han convertido la vida pública. La ciudadanía también pone su parte cuando permite la estridencia y la desmesura al amparo del poder público, y más vale oponerse ahora antes que en la desintegración social terminemos devorándonos los unos a los otros.

Sin comentarios aún.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Comparta su opinión. Su correo no será público y será protegido deacuerdo a nuestras políticas de privacidad.