Acarreo electoral en Tuxtla/ Segunda Parte

© Van de regreso los acarreados. Colonia Los Pájaros, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2018)

Pensando en Blanqui y Pamela

En la casilla posterior descubre algo inusitado: escasa afluencia de electores, todo encerrado y en penumbras; se trata de un salón de fiestas. Dicen que en las anteriores elecciones esta casilla ha funcionado en el kínder de la calle anterior, paralela. Que aquí, ahora, sólo opera una tercera parte de las casillas de la sección, y que varios ciudadanos no saben en dónde está la urna que les corresponde. A pregunta expresa del Observador, efectivamente, él descubre que los funcionarios desconocen la ubicación de las casillas restantes de la sección. Aquí el rastro de los mapaches electorales se huele, piensa el fisgón extraoficial, en la afluencia de ancianos. La mayoría de ellos portan camisas y cartillas con los emblemas de Prospera, Amanecer o Tercera Edad.

Va a la siguiente y… observa el mismo esquema que en la primera, sólo que aquí, la Operación Acarreo se efectúa en frente mismo de la entrada del kínder en que funciona la casilla. Taxis y microbuses van y vienen, con total desfachatez y parsimonia. Entre la maleza de enfrente encuentra dos paraguas rojos en buen estado, con emblemas del PRI. Adentro marchan a todo vapor cinco módulos con sus respectivas mesas, boletas, urnas, funcionarios, representantes partidarios y colas de electores. Todo en orden, aunque… nadie mueve un dedo respecto del acarreo de votantes, delito tipificado por las ordenanzas electorales.

Dos observadoras electorales de pacotilla, vestidas de blanco, bilé y rímel abundante, provistas con carnets del INE, posan para las selfies y… ¡Algo inusitado! Una chica delgada, con gafete y gorra de colores vivos, afuera, sentada sobre la banqueta y en absoluto desamparo, lleva entre sus manos una tabla y sobre ella formatos. Se trata de la comisionada por alguna empresa que, de modo ineficaz, efectúa encuestas de salida.

—Estoy desde la mañana, —confía al Observador— y… apenas cuatro personas me han querido contestar.

—Pero es que debes mostrarte, mujer —le sugiere—. Y sin pena, debes preguntar a la gente, saliendo de la casilla.

—No’más pregunta por quién votó y ¡Listo!, —le receta, pero las cosas no son tan fáciles, y menos si se pretende cubrir las seis elecciones. Le muestra sus papeles, uno de ellos, copia de la boleta electoral, en la que el votante al fin convencido, debe señalar por quién ha votado en cada elección. Aunque lo más árido o atrevido es obtener datos personales.

El Observador da ánimos a la joven encuestadora, aunque esto para sus adentros es misión complicada. Así son de bestias —piensa el supervisor extraoficial— estas empresas demoscópicas, quizá en pañales. Por fortuna, durante su segunda ronda de observación, el fisgón la descubre, ahora sí, junto a la puerta y en actitud algo más profesional. Le guiña los ojos y le insta a continuar.

En una de las siguientes, sólo en una más, distingue a otra encuestadora, algo más proactiva y despierta, al igual que a dos “observadores” de blanco, varones, quienes tan sólo merodean y comen papas al interior del recinto electoral. Los “auxiliares”, empleados del INE o del IEPC, se lavan las manos. —Nosotros —contesta uno a inquisición del fisgón de oficio— estamos para apoyar y orientar técnicamente a los funcionarios. Ellos son quienes deberían llamar a la policía. Y en cuanto a su labor en contra de los mapaches, el Observador actúa con la misma estrategia:

Toma fotos a colectivos y taxis, placas y conductores, a la bajada y subida de los electores presumiblemente comprados; dispara el obturador adrede, cuantas veces cree necesario, para que en él se fijen y… todos se ofuscan, refunfuñan y hacen caras. En esa casilla precisamente, los choferes dan un rallón al coche del Observador y tuercen uno de sus espejos, aunque al fin y sin embargo se alejan. Algún elector interesado le informa que ahora, los taxis y buses “se están parando allá abajo, a la vuelta, a dos cuadras”.

En la siguiente parada de observación, prácticamente todo es lo mismo, salvo porque ahí encuentra a cuatro conocidos: a doña Amanda Caballero de Los Cuxtepeques y a Fanny, una de sus hijas, y a un antiguo compañero de trabajo. También a su compadre Alberto Sánchez Ruiz, panista de toda la vida, ahora en calidad de Representante General de Partido, comisionado casualmente a casi todas las casillas que el Observador ha tomado bajo su encargo. Se saludan pronto, pues el proceso avanza. Cada quien continúa en sus labores.

Y aquí vale destacar dos minucias: una que, en alguna casilla, incluso al Observador le ofrecen pozol, al medio día, al igual que a todos los funcionarios y representantes, y dos, que igual como sucede en otra casilla, a su segunda vuelta, piden al supervisor dirima una cuestión: le preguntan que, si estará bien que dos personas entren a la mampara, para tachar las boletas. A lo que responde, tras informarse, que de principio el voto es absolutamente secreto, aunque ante la necesidad de ayuda, ella determinada por discapacidad, vejez o ceguera, el ciudadano incapacitado podría apoyarse en cualquier ciudadano de la fila. No precisamente en familiares o “conductores”.

En la última casilla, nuevamente observa el mismo problema: se entera de que la sección tiene distribuidas sus casillas en tres lugares diferentes. Que se han presentado varios ciudadanos cuyos nombres no aparecen en la lista nominal. Que algunos vienen de una o dos casillas diferentes, buscando sus nombres en las listas, sin encontrarse; hablan de un Calvario. Razón por la que se enfurecen, gritan y mientan madres en contra de los funcionarios, aunque ellos en verdad no son culpables: la cartografía electoral, la ubicación de los módulos de votación y la distribución de las urnas corresponde a las instituciones electorales. Es claro, sin embargo, que no se trata de “ciudadanos” en el extenso sentido de la palabra, sino de simples electores desinformados, pues de otro modo, desde tiempo atrás sabrían en dónde votar.

Retroalimentación porfas. cruzcoutino@gmail.com

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