Tenemos que hablar del suicidio de nuestros niños

Tenemos que hablar del suicidio de nuestros niños

Miguel Ángel Navarrete perdió a Mariano, su único hijo, por un suicidio. No pasó un día que no comieran en familia y, sin embargo, fue difícil saber qué pasaba por la mente de Mariano: “mientras lo tienes enfrente, no hay manera de verlo”. Miguel Ángel destaca que lo fundamental en el caso de Torreón es hablar del grave problema de suicidio que existe en México

Texto: Lydiette Carrión de Pie de Página

Foto:  Dibujo por Melisa (seis años), tomado del libro “Un,dos, tres por mi y por todos mis amigos. Las voces de las niñas y lo niños pequeños de Juárez” (Programa Infancia en Movimiento, 2010)

Miguel Ángel Navarrete se decide a hablar de su propia historia, el suicidio de su hijo, con la esperanza de que ayude a prevenir. Con el deseo, también, de poner la salud mental en la discusión pública generada por la tragedia de Torreón.

Y decide hablar porque, desde su experiencia como padre sobreviviente a la muerte violenta de un hijo, considera que lo central en el caso de Torreón no se ve ni se habla: el suicidio

El núcleo de la acción es el suicidio

“Lo primordial es eso: lo que hizo el niño José Ángel es un suicidio. Lo que hizo este niño es planear su suicidio, agravado con el ataque a otras personas.

“(José Ángel) no es un asesino que se alocó un día y decidió hacer un montón de cosas. Sino que es un suicida. Que agrava su condición atacando a otras personas. Un asesino en serie no es un suicida. Y personas que han atacado gentes, no son suicidas. Pero en este caso sí lo fue”.

El problema es que el suicidio de jóvenes es una epidemia real. La tasa de defunción por esta causa fue de 3.6 por cada 100 mil niñas, niños y adolescentes entre 10 y 17 años de edad, durante 2018. Esto es: casi dos suicidios diarios en este grupo de edad. En México, durante 2019, terminaron con sus vidas 5 mil personas. La mayoría son jóvenes. Y un caso generalmente llama a otro. “Y no se están tomando acciones”, advierte Miguel Ángel.

El duelo sin parangón

Miguel Ángel es impresor, siempre ha estado cerca de las artes en general: también es escritor y melómano. Cuando su hijo Mariano nació, decidió cambiar su estilo de vida para estar cerca de él. Sin embargo, en 2004, su único hijo terminó con su vida. Tenía apenas 14 años.

Pasó meses y años en grupos, investigando, en terapia. Tratando de dar sentido al suicidio de su hijo. Y actualmente, este ruido en redes sociales, en el que la opinión pública se ha volcado sobre el caso de Torreón, de alguna forma lo indigna, y aunque no lo dice, lo desespera. Él sabe que detrás de ese ruido y ese ataque está el miedo: el miedo a que ocurra algo así con un hijo amado. El miedo de que un hijo vaya a la escuela y no regrese. Ya sea por homicidio o por suicidio.

Pero si no se discute en la sociedad el problema de suicidios y la salud mental entre los jóvenes, no será posible prevenir.

¿Te puedes ver en los ojos de la madre de un asesino?

La conversación con Miguel Ángel parte de la lectura de una entrevista: “El amor no es suficiente”. Es una entrevista a Sue Klebold, madre de Dylan, uno de los tiradores de Columbine en 1999. En ese evento, Dylan y su amigo Eric Harris mataron a 13 personas y luego terminaron con sus vidas.

En la entrevista, Sue explica que ha cambiado todo (escuelas, medidas de seguridad), pero lo único que no parece haber cambiado “es la percepción de que la culpa de que un adolescente mate a sus compañeros de clase es de sus padres, o mejor dicho, de la madre. ‘Una madre debería haberlo sabido’, dice Klebold”.

Y luego, la idea de que quizá eran niños que no eran amados. En la entrevista, Sue Klebold explica: “‘Quería que la gente comprendiera que queríamos a Dylan. Y lo cuidábamos y lo mimábamos. Y tenía todas estas fotos de Dylan en mis brazos o en mi regazo’. Lamenta que muchos asumieran que Dylan ‘no había sido querido por su familia o que lo habíamos maltratado, y eso no es cierto. Una y otra vez se preguntó: ¿le dimos suficientes abrazos?’.

En el caso de Mariano, si bien no se culpó a los padres de que su hijo cometiera un crimen contra otros, sí que hubo castigo social: si el chico se mató es porque de seguro es culpa de sus padres.

Y esa culpa la vivió Miguel Ángel. La de no haber podido detectar a tiempo que su hijo estaba deprimido.

“Nadie lo supimos ver, nadie lo supimos deprimido. Él iba en una escuela privada, y con una terapeuta recomendada por la propia escuela. Un niño que siempre estuvo rodeado, si no de lujos, sí de comodidades”. Miguel Ángel narra que estaba orgulloso de que, durante los 14 años de vida de Mariano, no hubo un sólo día en el que no comieran en familia.

Miguel Ángel muestra las fotografías de su hijo: cargándolo de bebé, jugando de niño, nadando con delfines, en una playa, en una lancha.

No lo puedes ver

“Lo que nos ocurre a los papás que hemos sufrido, hasta después de mucho tiempo nos damos cuenta: ‘Claro, ese día fue cuando se despidió de mí’. O, ‘claro, ese detalle era un signo’. Pero esto es mucho tiempo después, porque mientras lo tienes enfrente, no hay manera de verlo. Y no es una disculpa mía”.

Miguel Ángel usa un ejemplo que le dio algún terapeuta, o algún miembro de los grupos de padres que han perdido un hijo. Si pones tu tarjeta INE cerca de tus ojos, no puedes leer el número de folio.

“Lo tienes tan cerca que no lo puedes ver”. Lo síntomas de una depresión profunda o un trastorno más grave los “puedes asumir a que es un cambio hormonal, a que es la adolescencia, a que está de malas. Pero lo que la sociedad ve cuando ya ocurrieron los hechos es: ‘¡ay! Qué familia será’. ‘¡Ay!, es que la desintegración’, ‘es que la soledad de los niños, lo que no habrá sufrido’. Y pues sí, sí que sufrió, lo que sufrimos los depresivos… Pero no fue una ausencia de madre ni de hermanos.

— Entonces, si bien los padres quizá no pueden verlo…

— Tú no lo puedes ver, pero de fuera sí se puede ver. Profesores preparados (y probablemente también es real que los profesores están rebasados), especialistas…  Otros sí lo pueden ver

Pero otro sí lo puede ver. “No me puedo meter el caso de José Ángel. El caso de Mariano lo puedo narrar porque es mi caso. Y puedo decirte: nadie estamos organizados en la sociedad para este tipo de cosas.

“(En el caso de Mariano) la psicóloga (que lo veía) esgrimió credenciales que no tenía. Finalmente, te está llegando un jovencito referido por la escuela debido a problemas de conductas. Y lo ves durante una vez por semana durante tres meses, ¿y no alertas sobre el problema?”, expresa Miguel Ángel.

“No es mi intención culpar a nadie. Ni lo era en ese entonces”. Pero al buscarla, la psicóloga se negó a ver a los padres y no entregó el expediente. Yo sólo buscaba entender. Me clavé como no tienes una idea. Sólo estás buscando una respuesta: ‘de qué manera no lo vi’. Hasta que entendí que cuando estás muy cerca no lo puedes ver. Pero podríamos generar una alerta suficiente para otros”.

Estados mentales

— Yo te digo que en el 2004, me queda claro que mi hijo Mariano pudo haber cometido un acto como el de Torreón.

— ¿Por qué?

— Por sus fantasías. Por una serie de condiciones que su mamá y yo encontramos después con Mariano.

Mariano tuvo ideaciones suicidas desde los 12 años. En algún momento escribió un cuento para la escuela que narraba cosas similares a Columbine…

Miguel Ángel reitera: estuvo mucho tiempo tratando de reunir las piezas del rompecabezas para saber qué pasó. Pero siempre faltan datos.

“El suicidio es algo tan complejo de analizar que hay gente que quiere hacerse especialista y no puede. Pero el tema de fondo es ese: la salud mental.”

“Inspiración”

Cuando hay un suicidio, suelen nombrarse causas: que si lo dejó la novia, perdió el trabajo, le diagnosticaron…. En realidad todas esas razones son detonadores.

En el caso de Mariano, se especuló mucho. Incluso su mejor amigo de ese entonces apenas hace un año escribió al respecto. Narra que sigue sin saber por qué lo hizo.

“¿Qué pasó? Estaba deprimido. Se desalentó del futuro. Tomó una decisión… y nos pasó por encima a todos. Pero independientemente del dolor que te queda, ¿cómo evitas, cómo previenes? Yo estoy convencido de que es un problema social”.

Y en esta sociedad “no está permitido hablar de depresión, de salud mental”.

— Hace un rato comentaste que supiste el día que Mariano se despidió de ti. ¿Cómo fue ese día?

Aquel día, Miguel Ángel llamó la atención a Mariano, porque reprobó la clase de música. Ya había problemas en otras materias; pero no en la clase de música, que era lo que más gustaba a Mariano. Además, ningún alumno la reprueba. Miguel Ángel riñó un poco a Mariano, y éste no se defendió, ni se quejó, ni dio explicaciones. Se limitó a decirle a su papá:

— Ay, ya papá. Dame un abrazo.

Y se abrazaron.

Después, pasados los hechos, Miguel Ángel entendió que su hijo ya se había rendido aquel día.

ESCRITO:

Me acuerdo de MARIANO Miguel Ángel Navarrete

Me acuerdo de que lo anunció un retraso. Me acuerdo de que lo anuncié a todo el mundo. Me acuerdo de que se anunció a sí mismo, llorando.

Me acuerdo de que aprendí con él a cambiar pañales, a preparar papillas y a hacer avioncitos con la cuchara para que las comiera. Me acuerdo de que gateaba para atrás y después para adelante muy aprisa. De que me apretaba el dedo en que se sujetaba queriéndose parar. Me acuerdo de que no lloraba cuando tropezaba aprendiendo a caminar y de que yo sí lloré cuando me dijo papá. Me acuerdo de lo pronto que pudo amarrarse las agujetas por sí solo y de que nunca le gustó peinarse.

Me acuerdo de que era rojo el triciclo y él hacía ruido de motor con la boca cuando lo montaba. Me acuerdo de que los perros le gustaban más que los gatos y de que nunca le pico una abeja. Me acuerdo de que pinté su cuarto de color blanco y de que decía que le quedaba estrecha la cama. Me acuerdo de que esa cama estaba pegada a la pared y la ventana daba vista de atardeceres.

Me acuerdo de que un sábado por la tarde hizo un gran berrinche y de que recibió una nalgada de la misma magnitud. Me acuerdo de que me dolió mucho más la nalgada que le di, que todas las que me dieron a mí. Me acuerdo de que, desde el kínder hasta la secundaria, todas sus maestras y maestros me citaron para hablarme de su conducta.

Me acuerdo de que le gustó viajar y evitaba hacer el equipaje. Me acuerdo de qué platicábamos en las caminatas y de los trucos con que me ganaba en los videojuegos. Me acuerdo de que descubrió el poder de hacerme reír y la complicidad de nuestro “dialecto”. Me acuerdo de que montó a caballo, en camello y elefante, y de que creyó en los reyes magos. Me acuerdo de que los reyes magos le escribían cartas que le dejaban con los regalos. Me acuerdo de que nadó con delfines, volamos papalotes y tocaba por la tarde la armónica que le regalé.

Me acuerdo de ese miércoles, de la fecha de ese miércoles. Me acuerdo de que terminando de comer me respondió no estar mal cuando le pregunté qué le pasaba. Me acuerdo de que esa tarde se quedó solo. Me acuerdo de que estaba pardeando la tarde cuando volvimos Yolotzin y yo. Me acuerdo de que nos extrañó el silencio y tanta grisácea calma. Me acuerdo de que subí las escaleras llamándolo, de la puerta cerrada. Me acuerdo de que abrí la puerta y lo encontré  recostado en el piso.

Me acuerdo de que al ver sus ojos apagados me zumbaron los oídos. Que al descubrir el arma tirada se me erizó la nuca. Me acuerdo de que cuando le tomé la cara con las manos me atravesó el pecho un relámpago helado. Me acuerdo de que así, arrodillado junto a él, grité un prologado –NO– que debió escucharse muy lejos. Me acuerdo de que en su escritorio dejó una lista de encargos, que no incluían despedida, y que la dirigió a un plural indefinido. Me acuerdo de que se hizo de noche muy pronto, sin darme cuenta, y de que esa noche se volvió perpetua. 

Me acuerdo de que desde entonces, sólo me han quedado el dolor y mis recuerdos.

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