Enseñar historia para el presente

Emblema del imperio mexicano, cara del país cuando era monarquía

Emblema del imperio mexicano, cara del país cuando era monarquía

 

Por Melissa Lara Flores (*)

La historia necesita buenos obreros capaces de ejecutar trabajos de ingenieros,
con la capacidad de ver las cosas un poco más arriba y trazar planos
Lucien Febvre

Cuando comencé a impartir clases de historia en secundaria y preparatoria, de inmediato me enfrenté a comentarios como “la historia no sirve para nada, eso ya pasó”, “ay, maestra: ¿de verdad le gusta la historia?”, “¿usted que estudió?”, “¿cómo le hizo para aprenderse todo esto?”, “¿todo me lo tengo que aprender de memoria?”, “¿qué estudio para el examen?, ¡es mucho!”, “la historia es muy aburrida, a nosotros qué nos importa lo que pasó antes”. Todo ello aunado a caras de escepticismo, incredulidad y aburrimiento. Inmediatamente consideré que, para combatir el tedio y promover el gusto por la historia, tenía que transmitir a mis alumnos entusiasmo y buscar estrategias didácticas. Aclaro que la actitud escéptica y negativa no es por parte de todos los alumnos; muchos se sienten atraídos por la materia y, como ellos mismos dicen, “se les facilita”. Sin embargo, el disgusto o indiferencia por la historia es, desde mi punto de vista, creciente.

Muchas de las estrategias implementadas fueron exitosas. A los alumnos les agradaban mis clases y escuchaban con atención; incluso se emocionaban con los temas. Realizaban las diversas actividades: iluminar mapas, leer de fragmentos de textos, analizar fuentes, representaciones, dibujos, etcétera. Pero cuando llegaba el momento de los exámenes bimestrales, la realidad se hacía evidente: un alto índice de reprobación. Parecía que todo lo que habíamos visto en clase se les olvidaba por arte de magia o, mejor dicho, que muy poco les había resultado significativo. Esto me llevó a caer en cuenta que el aprendizaje de la historia va más allá de hacer amenas las clases y atractiva la materia.

¿Por qué preocupa tanto la enseñanza de la historia? ¿A qué se debe el rezago educativo en general y en particular en el ramo de la historia y humanidades? ¿Quiénes son los estudiantes del siglo XXI? ¿En qué piensan?, ¿Qué quieren? ¿Acaso los maestros nos estamos quedando atrás? No es fortuito que se incrementen los encuentros sobre al tema: en septiembre de 2013 se llevó a cabo el IV Encuentro Nacional de Docencia, Difusión y Enseñanza de la Historia, en Querétaro, con más de 130 ponentes y por lo menos el doble de asistentes. Otro ejemplo: en septiembre pasado, apenas se anunció el curso “Los maestros y el Museo Nacional de Historia: Una alianza estratégica para la enseñanza de la historia”, más de 200 profesores se inscribieron.

La labor educativa no se encuentra sólo en las manos de un maestro, eso queda claro. Sin embargo, como profesionales podemos contribuir haciendo un esfuerzo por comprender el fenómeno educativo, darnos cuenta que el estudiantado se enfrenta a una sociedad llena de contradicciones: el individualismo exacerbado por el consumismo y la manipulación de los medios de comunicación, el enaltecimiento de lo que está fuera de la ley, el dinero fácil y la violencia, la fuerza de los estereotipos, la burla de quien está dentro del orden, la represión de ideas, propuestas y denuncias hasta llegar a la criminalización (particularmente de los jóvenes); la obstrucción y negación de las propuestas y acciones de mejora, la falta de empleo y lugar en las universidades.

Generaciones anteriores tenían un panorama distinto, pues se les enseñaba que la escuela era sinónimo de superación, que existían un mundo de oportunidades y que la competencia no era tan ardua. La generación del 68 fue combativa en el contexto político y social en el que se insertó, pero las cosas han cambiado mucho. Las actividades de los jóvenes hoy en día se centran en el ocio y el consumo. En su tiempo libre, moldean su propio mundo y su identidad en una forma muy particular, a través de su imagen, la ropa, la música, las fiestas, el mundo virtual, el uso de drogas, el consumismo.

Carles Feixa, antropólogo catalán especializado en culturas juveniles, llama “juventud líquida” a las generaciones actuales y las compara con la novela de ciencia ficción de Philip K. Dick, Do Androids Dream of Electric Sheep (Nueva York: Doubleday, 1968), que inspiró a Ridley Scott para Blade Runner (Estados Unidos, 1982), la película protagonizada por Harrison Ford. Después de una gran catástrofe nuclear, el ser humano debe reinventarse creando una nueva edad: la adolescencia. Ésta ha sido educada a través de las nuevas tecnologías, que se han vuelto omnipresentes y han generado una nueva concepción del tiempo y el espacio. Esta especie de niño androide tiene capacidades que las generaciones anteriores no tenían y carecen de otras que los adultos si tienen; como la memoria, por ejemplo. Como no saben sus orígenes, tienen que inventar una identidad; saben que la juventud se acabará, pero no saben cuándo.

Esta analogía ejemplifica muy bien el panorama actual: una juventud que fluye como el agua pero que no sabe a dónde va. Es lógico entonces que los estudiantes se pregunten ¿de qué sirve esforzarse?, ¿de qué sirve estudiar?, ¿para qué sirve la historia? La carrera tecnológica provoca una ruptura generacional que ha sesgado la comunicación y los intereses en común entre quienes están frente a grupo y quienes permanecen en el pupitre. Poniendo el escenario de manera aún más dramática, la historia ha pasado a ser, en la mente de la juventud y en el imaginario colectivo, una biblioteca vieja con polvo y que es sinónimo de flojera. Quizá les atrae, pero no le encuentran sentido práctico.

Sin embargo, esta brevísima revisión de la situación de los jóvenes en la actualidad y sus antecedentes hace evidente que la historia tiene una función bien clara: comprender el presente. Vivimos en una sociedad a-histórica. A-histórica porque el conocimiento que se prioriza en la educación formal y en los medios de comunicación no es de carácter social y mucho menos histórico. Sin embargo, como escribió alguna vez Luis Villoro, “Parecería que, de no remitirnos a un pasado con el cual conectar nuestro presente, éste resultara incomprensible, gratuito, carente de sentido” (Luis Villoro, “El sentido de la historia”, en Carlos Pereyra et al.Historia, ¿para qué? [México: Siglo Veintiuno, 1980], 37).

Así comienzan a cobrar sentido las preguntas que hacen mis alumnos y la importancia de la enseñanza de la historia, una materia escolar con alto grado de posibilidades formativas dado que

La historia reflexiona sobre el conjunto de la sociedad en tiempos pasados y pretende enseñar a comprender cuáles son las claves que están detrás de los hechos, de los fenómenos históricos y de los acontecimientos. Tiene un alto poder formativo para los futuros ciudadanos, en cuanto a que no les enseña cuáles son las causas de los problemas actuales, pero sí sus antecedentes. Aunque, desde mi punto de vista, la mayor virtualidad del estudio de la historia es el de ser un inmejorable laboratorio de análisis social [Joaquín Pratts, Enseñar historia: Notas para una didáctica renovadora (Mérida: Junta de Extremadura, 2001), 101-102].

Que urge este sentido formativo para el presente puede comprobarse por los resultados de un estudio realizado con cien jóvenes estudiantes de secundaria de Michoacán, que arroja datos reveladores y preocupantes. De acuerdo con Gabriela Rubio Lepe —“Los profesores de historia y su enseñanza en relación a [sic] los conceptos de democracia y ciudadanía: Una aproximación a nuestra realidad educativa”, en Cuarto Encuentro Nacional de Docencia, Difusión y Enseñanza de la Historia: Memoria, comp. José Carlos Blázquez Espinosa, Paulina Latapí Escalante y Hugo Torres Salazar (Querétaro: Universidad Autónoma de Querétaro-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013), 540-545—, a la pregunta “¿Qué es ser ciudadano?”, el 40 por ciento respondió “Cumplir 18 años” y otro 40 por ciento dijo no saber; a la pregunta “¿Qué es la democracia?”, el 70 por ciento dijo no saber, y a la pregunta “¿Qué tipo de gobierno tiene México?”, el 50 por ciento dijo no saber, el 20 por ciento respondió “republicano” y el 30 por ciento afirmó que era monárquico. Finalmente, cuando se preguntó a los estudiantes si la materia de historia debe enseñar “valores ciudadanos y democráticos”, el 90 por ciento de los encuestados respondió que no. Por el contrario, considero que la materia de historia debe proporcionarnos la comprensión de términos comociudadaníademocracia y monarquía.

 

De cualquier modo, el problema no atañe solamente al trabajo en el aula; el problema inicia, desde mi punto de vista, en la estructura y longitud de los programas educativos. Como Lucien Febvre —Combates por la historia, trad. Francisco J. Fernández Buey y y Enrique Argullol (Barcelona, Ariel, [1953] 1970), 40—, desconfío de las definiciones demasiado breves, pero todavía más de la brevedad de la historia que se imparte en las escuelas. La historia necesita tiempo, tiempo de comprensión, tiempo de análisis, tiempo para mirar y disfrutar particularidades y detalles que unen o separan a los seres humanos de distintas civilizaciones.

Tomemos en cuenta la inquietud de los seres humanos por rastrear el pasado, por buscar antecedentes que den sentido y explicaciones sobre sus condiciones presentes —pues es parte de la naturaleza humana tener certezas, “una orientación permanente y segura de sus acciones en el mundo” (Villoro, “El sentido”, 35)—. La desorbitante extensión de los programas educativos provoca hastío de los estudiantes, pues lo único que hacen es ponerle turbo a los temas, ver sólo una embarradita, lo que incrementa la carencia de sentido y la desconexión con el pasado, pues impide mirar los antecedentes, consecuencias y cambios; en una palabra, los procesos históricos que se vinculan, por su puesto, con su presente.

Las grandezas abstractas de las que hablamos en las aulas obliga a los estudiantes a recurrir a la memorización, cuando es la comprensión y el análisis y la crítica lo que debemos priorizar. Pero aquí existe una contradicción, pues aunque a los estudiants les resulta tedioso memorizar, prefieren hacerlo a comprender, pues este proceso cognitivo implica un mayor esfuerzo. En este sentido, la tecnología se ha convertido en nuestro principal opositor, aunque no debiera ser así, pues entre más nos alejemos de la tecnología, más relegados estaremos del mundo y del impacto que deseamos generar en nuestros niños y jóvenes.

Debemos tener mucho cuidado entonces con la apelación humanista que tanto presume la historia, pues puede resultar hasta tal punto acrítica que se dedique a legitimar el saber instrumental y fragmentado contra el que supuestamente se rebela. Entre otras cosas, la historia nos ayuda a ver diferentes realidades en el tiempo y en el espacio, a expandir nuestros horizontes, a creer en el cambio y la movilidad. Pero no podemos pretender que estos resultados se obtengan atiborrando de datos aislados y carentes de sentido, sino desarrollando capacidades de pensamiento. Si realmente estamos interesados en la enseñanza de la historia para de crear ciudadanos conscientes y propositivos, debemos ubicarnos en nuestro contexto, particularmente el de la población a la que nos dirigimos; ponernos en el papel de antropólogos y estudiar y analizar a quienes nos rodean para poder generar soluciones reales.

Este texto se publicó originalmente en http://elpresentedelpasado.com/2014/03/12/ensenar-historia-para-el-presente/

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