Pobre, indígena y marginado: otra mirada al “racismo” carcelario

Raúl Linares / @jraullinares3_0

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Leobardo Zúñiga se encuentra casi completamente ciego. Anciano y melancólico, por las tardes se sienta a esperar que pase la vida, o quizá que el tiempo se haga más corto para un desenlace menos penoso, mucho menos precario. Trabaja porque no le gusta sentirse “inútil”, aunque las sombras del exterior se hagan cada día más pesadas. Tiene diabetes mellitus y le han diagnosticado cataratas.

En estos días suele pasar las tardes sentado en medio de platanales, cocotales y riachuelos; tiene 71 años de edad, nueve de los cuales, lleva entre los muros y cuadrantes del presidio. “Yo creía que me iba a morir ahí adentro, no lo creía cuando me dijeron que iba a salir; ahora estoy en mi casa y me tienen que ayudar para todo”, apunta.

Indígena mixteco, originario del municipio Ayutla de los Libres en Guerrero, en el año 2003, Leobaldo se encontró rodeado de policías ministeriales que lo condujeron hacia la cárcel de la región bajo la acusación de homicidio. No había ni por qué, cómo ni cuándo, sólo le dijeron: “acompáñenos”.

Desde hace cuatro años, este campesino pobre, dedicado a maquilar balones de futbol y sembrar semillas, frutas y verduras para el autoconsumo, perdió la vista ante la mala alimentación, el abandono y las duras condiciones del presidio.

Durante todo ese tiempo, este hombre de facciones marcadas por el sol, el campo, la vida, el calor y el sufrimiento, estuvo en espera, no de sentencia, sino acaso, de que le fueran explicados los motivos de su reclusión. Nunca se le pudo montar un juicio. No había pruebas. El suyo, era un aseguramiento preventivo. “Por si acaso…” Y bajo la misma fórmula salió. El encierro carecía de justificación alguna.

Un informe publicado por la organización de derechos humanos y asistencia jurídica, AsiLegal, advirtió las inconsistencias judiciales por las cueles estuvo retenido: “El caso de Leobardo Zúñiga es emblemático […]. Alrededor del 46 por ciento de las personas en internamiento en los centros penitenciarios del país se encuentran en esta condición, caracterizada por la incertidumbre jurídica que implica la dilación en las resoluciones judiciales.”

La ecuación no necesita mayor rodeo: una declaración sin tanteos que le valió la cárcel. La defensa luchó. Pero fue magra en comparación con la corrupción y el gigantismo de la burocracia. Como dicen, lo peor de la cárcel, no sólo es estar separado de la libertad, sino tener las manos atadas a una voluntad ausente, cuando no existe dinero de por medio para asegurar una buena defensa.

Los periódicos que reseñaron su caso advirtieron: “obtuvo su libertad hace unos meses por un gesto humanitario hacia él, después de perder la vista en la cárcel por una diabetes mal tratada.” Eso fue en el año 2012. Nunca se comprobó su nada. Un “gesto humanitario hacia él” y su hijo (también retenido) fue, en resumidas cuentas, el veredicto.

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