Una isla intemporal

Casa de citas/ 206

 

Me encuentro con un conocido en un súper y me pregunta qué escribo. Varias cosas, le digo: una novela, una obra de teatro, un ensayo…

Sé que tal vez su pregunta es mero trámite y mejor cambio de giro: Y una columna en el diario digital Chiapas Paralelo. Sale los martes.

—¿Y de qué se trata, de política?

—No, de libros, de cine, naderías.

—Ah, sí, de los nuevos libros, de las películas en cartelera.

—No, no, de los libros que estoy leyendo, de las películas que veo. Pero casi nunca hablo de cosas que estén pasando. Mi columna, lo mío, es una isla intemporal rodeada de actualidades.

—Qué bien, me dice.

No creo que vaya a buscar esta pobrecita columna. Qué dolor, qué dolor, qué pena

 

***

 

Manuel Velázquez, pintor.

Manuel Velázquez, pintor.

La felicidad es tener un hilo

en el que las cosas se van ensartando solas

 V. Woolf

 

Al leer Diario íntimo II (1924-1931), editado por Mondadori España, en 1993, de Virginia Woolf, entramos en la vida cotidiana de esta genial artista de la palabra: sus depresiones, éxitos, vida marital, amistades, el surgimiento de sus novelas, sus líos con el mundo.

Virginia amaba a Leonard, su marido (p. 12): “Nada de esto importaría mucho si L. fuera feliz, pero cuando está desanimado o de mal humor, mis velas se quedan sin viento”.

Sobre uno de sus amigos pintores, dice (p. 13): “Es un hombre desbordante: se le pincha por cualquier sitio y sale jugo”; con el gran Robert Graves es despiadada (p. 37): “El pobre chico es todo énfasis, vehemencia y pose. […] Pero la convicción de que uno es un genio es mal asunto”.

La ambivalencia humana (p. 16): “Recuerdo la muerte de mi abuelo, y cómo lloré, y luego pensé que se había terminado. Esa tarde llegó mi hermano con su coche. ¡Hurra!, grité yo”. Sobre su propia exasperación pide ideas a un amigo y éste le dice (p. 50): “Egocentrismo, egocentrismo, ese es el ingrediente esencial de la vida de un hombre inteligente, creo. Protege; realza; preserva sus propios jugos vitales impidiendo que se dispersen”.

Por sus diarios uno se asoma a su cocina literaria (p. 29): “Estoy ahora terminando, al galope, La señora Dalloway, pasándolo de nuevo a máquina desde el principio, un buen método, creo yo, pues es cómo pasar un pincel húmedo por todo el lienzo, y unir las partes que uno compuso por separado y que se han secado”; (p. 40): “La verdad es que escribir es el placer profundo y ser leído, el superficial”.

Yo podría suscribir esto (p. 59): “Creo que no me aburro nunca. […] Y desearía estar al otro lado de la luna, es decir, sola y leyendo”.

El tema, el gran tema que atraviesa el libro, es la relación tempestuosa que Virginia tiene con Nelly, su sirvienta. La despide, discute, la vuelve a aceptar, la cuida, la insulta, la quiere, la odia… P. 69: “Así es la naturaleza humana –y realmente no me gusta la naturaleza humana a menos que esté espolvoreada de arte”.

Vita, la amiga de quién afirma no estar enamorada, es la protagonista de uno de sus grandes novelas (p. 105): “Una biografía que empezaría en el año 1500 y continuaría hasta nuestras días, llamada Orlando: Vita, sólo que con un cambio de sexo”.

El 17 de enero de 1928 dice que (p. 113) “me estoy arrastrando penosamente por el último capítulo de Orlando” y esta gran frase: “La mente es el más caprichoso de los insectos”.

A veces se muestra optimista (p. 124): “La alegría de la vida está en el hacer –como de costumbre estoy destrozando una cita (se refiere a Shakespeare informa el pie de página). Quiero decir que lo que me estimula es escribir, y no el que me lean”.

La Woolf comienza a volverse famosa (habla de la publicación y la venta de sus libros) y de su pluma dependen los trabajadores de la editorial que fundó con su marido. Cita a uno de sus amigos (p. 139): “Sydney dijo que la naturaleza humana ha mejorado. Todos nos estamos volviendo más buenos y más sensatos. Hasta los perros” y luego a otro (p. 141): “Lytton dijo una vez que sólo soportamos la vida recubierta por un velo de ilusión. Tendré que arreglármelas para tejerlo”.

 

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Recordaba muy vagamente algunas escenas de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), porque cuando su estreno no me interesó mucho. Yo tenía 15 años (y “en la lumbre ardían sólo palabras de amor”; a los quince años, como dice la canción de Serrat, no se saben más). Me compré la colección de las ahora seis películas y las fui viendo. Las tres primeras, en el orden que les dio su creador, son las últimas filmadas (1999, 2002, 2005) y la que antaño era la primera, de 1977, en la saga actual es la número cuatro. Tiene un cerebro ordenado George Lucas, evidentemente, pues no se les descuadra la historia y la producción parece haberse hecho en un mismo año, pese a que entre la primera y la sexta hay casi 30. En fin.

Cuando veía la sexta, El regreso del Jedi (1983, dirige Richard Marquand, con la idea y producción de Lucas), Zapata, mi gato, que mi mujer dejó entrar a casa, saltó al sillón y se quedó un rato con sus preciosos ojos puesto en la pantalla. Luego de 10-15 minutos decidió mejor enroscarse en mi regazo. La guerra de película lo despertó sobresaltado y se fue a buscar un mejor lugar para seguir durmiendo. Como recién acababa de leer Cambia tu futuro por las aperturas temporales (Editorial Reconocerse, 2012), de Lucile y Jean-Pierre Garnier Malet recordé un pasaje sobre el sueño (p. 27): “Nuestro cuerpo está concebido para recibir informaciones vitales en el trascurso de nuestros sueños durante un período bien determinado llamado ‘sueño paradójico’. […] Con unos doscientos minutos, el gato doméstico es el campeón del sueño paradójico”. Mi amado Zapata le gana a cualquiera.

 

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“Todos nos estamos volviendo más buenos y más sensatos. Hasta los perros”, dice la Woolf. Lástima que mi Batman haya decidido ser la excepción. Batman es un perrito de la calle, que un día arrojaron por el portón hacia el interior de los terrenos de mi casa. Era un bebé. Lo cuidamos y se volvió mi (o yo me volví de él su) consentido. Cuando hubo desarrollado lo suficiente como para trabarse sexualmente (nunca mejor dicho) con mis tres perras, en acuerdo con la veterinaria, lo capamos. De todos modos montó a dos de las tres. Con la gigantesca Kira de plano no pudo.

Hace poco mi mujer lo trajo a Tuxtla porque aprovechó un descuido, salió a la calle y corrió sin detenerse. Ya en la carretera, es decir, fuera de Berriozábal, la Güera vio a un perrito correr con la lengua de fuera, detrás del coche. Era el Batman. Lo subió, ni modo. Estuvo tranquilo unos días hasta que de nuevo se escapó para no volver. Lo dice Alberto Cortez es la primera línea de una de sus famosas canciones: “Era callejero por derecho propio”. Que sea feliz donde ande, con quien esté.

 

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Por qué leer los clásicos (TusQuets Editores, 1991), de Ítalo Calvino, es una colección de ensayos sobre las lecturas favoritas de este gran hombre de letras.

En el primero, que da título al volumen, reconoce que (p. 13) “siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído”, y que a veces (p. 14) “por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretenden saber más que él”.

Dice (p. 20): “La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos” y concluye, citando a Ciorán: “Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. ‘¿De qué te va a servir?’, le preguntaron. “Para saberla antes de morir’ ”.

En su texto sobre la Historia natural de Plinio el Viejo cita lo que éste decía, y parece que describe el Orlando de la Woolf (p. 49): “Yo mismo vi en África a un ciudadano de Tisdro, transformado de mujer en hombre el día de su boda”.

De Galileo cita (p. 92): “Tengo un librito, mucho más breve que los de Aristóteles y Ovidio, en el que están contendidas todas las ciencias y cualquiera puede, con poquísimo estudio, formarse de él una idea perfecta: es el alfabeto”.

En su ensayo sobre Cyrano de Bergerac dice (p. 100): “En cuanto a la serpiente, después del pecado original Dios la relegó al cuerpo del hombre: es el intestino, serpiente enrollada sobre sí misma, animal insaciable que domina al hombre, lo somete a sus deseos y lo desgarra con sus dientes invisibles.

“Esta explicación la da el profeta Elías a Cyrano, que no puede contener una variación salaz sobre el tema: la serpiente es también la que asoma del vientre del hombre y se proyecta hacia la mujer para inyectarle su veneno, provocando una hinchazón que dura nueve meses.”

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