De cómo aprendí a votar

Foto: www.afmedios.com

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Lección uno

La primera vez que me enseñaron a votar fue en la primaria. Cada año, los alumnos de la escuela primaria federal Flavio A. Paniagua se organizaban en planillas y recorrían los salones para presentar las propuestas que como Sociedad de alumnos llevarían a cabo. Se buscaba que cada planilla tuviera representación de los diferentes grados y que las propuestas respondieran a las necesidades e inquietudes de la población estudiantil. Así pasaban, salón por salón, la planilla azul, la planilla roja, la planilla verde… Hasta ahí, todo sucedía, supongo, de acuerdo al plan de educación cívica. Pero al final del acto, indefectiblemente, uno de los integrantes de la planilla pasaba, pupitre por pupitre, a repartir dulces. Todas las planillas lo hacían. No era obligatorio, pero sabían que el que repartiera más o mejores dulces sería el ganador. La lógica era clara: la planilla con los mejores dulces también tendría los recursos necesarios para cumplir sus promesas.

La promesas a veces se cumplían, a veces no. Pero en el plan de educación cívica de esos tiempos (y sospecho que en el de ahora tampoco) no había ningún módulo de “Rendición de Cuentas”.

Lo emocionante eran las campañas. Había ocasiones en que dos de las familias adineradas del pueblo se enfrentaban en las planillas. Entonces los alumnos teníamos fiesta de dulces permanente, hasta juguetes regalaban. Conforme avanzábamos en la escuela también avanzaba el nivel de complejidad de las campañas: ya en la secundaria el grupo que ganaba tenía que prometer una fiesta en la disco o algo parecido. La inversión era mayor, pero lograrían el prestigio de ser la Sociedad de alumnos durante todo un año. Sin rendir cuentas a nadie, por supuesto.

Así aprendimos a votar entonces. Muchas de las personas que entonces organizaban su planilla están ahora compitiendo por alguna candidatura, y aplican el mismo modelo aprendido en la primaria, enseñado por los combativos profes de la sección 7 del SNTE. No es que ellos lo hubieran inventado, probablemente ya era así de por sí (no lo recuerdo) y la primaria era sólo un reflejo de lo que hacían padres y madres metidos en política. Entonces y ahora comprar los votos sigue siendo el mecanismo más socorrido por los aspirantes a puestos de elección popular. Siguen ganando los mismos y siguen sin rendir cuentas.

Lección dos

Mi segunda lección electoral fue en 1988. Todavía no estaba en edad de votar, pero veía por todos lados eso que llaman la “efervescencia electoral”. Mi padre y mi madre me habían mandado a estudiar a la gran ciudad, y pasaba las tardes caminando por ahí, perdido casi siempre, buscando una ruta para llegar a casa. Un día caminaba por un parque de Tacubaya cuando de un camión bajó un grupo de personas que a toda prisa prepararon un mitin. Me acerque, de puro chismoso que soy, pero quizá también por ver si regalaban algún dulce que me ayudara en la caminata. Llegó un segundo camión y de él bajó una persona (minutos más tarde me enteraría que era Cuauhtémoc Cárdenas) y empezó su discurso. Iban llegando de Puebla y en el camino habían intentado sacarlos de la carretera. Eso lo supe porque lo estaba comentando otro personaje que estaba parado junto a mi, mientras Cuauhtémoc hablaba en el estrado (luego me enteraría que ese otro personaje se llamaba Porfirio Muñoz Ledo).

Ese día, al calor de la adrenalina de haber estado a punto de protagonizar un Huitzilac contemporáneo, prometieron dar su vida por la democracia en México y yo, sin poder votar, me uní a la campaña. Llegó el día de las elecciones (el histórico seis de julio) y a pesar de que Cuauhtémoc no regalaba dulces, logró quedar en segundo lugar. Decidieron alegar fraude aprovechando las pifias del hoy obradorista Manuel Bartlett y su pésimo manejo del PREP, además del sistemático manejo delincuencial de las elecciones por parte del PRI que no era específico de esa elección, pero fue cuando salió a la luz (Porfirio y Cuauhtémoc conocían el modelo porque lo habían usado en beneficio propio antes). Votantes y seguidores salimos a las calles a protestar, a defender el voto, a defender la democracia de la delincuencia.

Ellos sabían que no habían ganado, pero el alegato de fraude les serviría para fortalecer al nuevo partido que ya planeaban, probablemente haría renunciar a Salinas y el nuevo presidente les ofrecería garantías y prebendas (diputaciones, gubernaturas, esas cosas). Nosotros seguíamos en las calles, en marchas cada vez más grandes, llenas de esas otras promesas siempre incumplidas de las consignas: “Ni un paso atrás”, Cuauhtémoc, aguanta, el pueblo se levanta” y “si ponen al pelón, habrá revolución” (esa era la más repetida, y evidentemente nadie cumplió). En esos días y en secreto, Cuauhtémoc se reunió con Salinas para acordar los términos de la rendición. Dejaron de movilizar a sus bases y los que seguíamos marchando en favor de esa democracia abstracta fuimos siendo cada vez menos (algo muy parecido a lo sucedido el año pasado con las movilizaciones que exigían la aparición de los 43 de Ayotzinapa, de pronto un día el sindicato de maestros dejó de ir a las marchas, las cuales fueron poco a poco disolviéndose). En aquel 88, como ahora, algunos que resistían con más fuerza y convicción, fueron cayendo, solos, en soledad. El PRD tiene la lista de los que dejó atrás, fueron más de 500 en ese sexenio, la mayoría en Guerrero, Oaxaca y Chiapas.

Aún sin votar, aprendí (no puedo decir aprendimos, porque ahí siguen) que las promesas de campaña, así como las promesas de la multitud en las marchas, suelen no cumplirse.

Lección tres

La tercera lección fue el plebiscito ciudadano del 21 de marzo de 1993. Entonces se hablaba poco de esa señora llamada Sociedad Civil. Un grupo de personas que no eran abajofirmantes ni pertenecían a ningún partido se empezó a preguntar por qué en el DF nadie podía votar por sus gobernantes (sólo votaban diputados federales, senadores y presidente, pero los delegados y jefe de gobierno eran elegidos por el presidente). Luego de preguntárselo, empezaron a organizarse y a plantearlo a los partidos. Las respuestas siempre giraban en torno a dos sentencias: “Así está escrito en la ley” y “el presidente debe tener el control del lugar donde vive, nunca lo permitirá”. A pesar de ello (y quizá derivado de los acuerdos Cárdenas-Salinas, nunca lo sabremos) el grupo ciudadano siguió presionando, exigiendo, llamando a la cordura.

Convencieron a seis representantes de la asamblea del DF (dos del PRI, dos del PAN, dos del PRD) que publicaron una convocatoria a un plebiscito. Otra vez, las voces repitieron: “¿Para qué lo hacen? Es pura pérdida de tiempo”, “Sólo le están haciendo el juego al gobierno, no sirve para nada”, “Está bien, hagan su plebiscito, de todos modos, como eso no está en la ley, no les van a hacer caso”. A pesar de eso, se hizo. No éramos muchos, pero se hizo. Con mi recién estrenada credencial para votar acudí a votar y a cuidar la casilla. Voté por el sí en las tres opciones: 1. ¿Está de acuerdo en que los gobernantes del D.F. sean elegidos mediante el voto directo y secreto de los ciudadanos?, 2. ¿Está de acuerdo en que el D.F. cuente con un poder legislativo propio? y, 3. ¿Está de acuerdo en que el Distrito Federal se convierta en un estado de la federación?

Hoy, más de veinte años después, todos los gobernantes del DF se eligen con voto directo y secreto; la ciudad de México cuenta con un poder legislativo propio y acaban de dejar de ser distrito y son al fin una entidad federativa. Muy pronto incluso tendrán su propia constitución, como el resto de los estados. Todo eso no fue gracias a lo que hicimos en ese plebiscito, fue porque mucha gente ha trabajado para conseguirlo (sin soslayar que muchos otros encontraron en los puestos de representación una oportunidad no solo laboral, sino de negocios y poder). Pero lo que aprendimos ese 21 de marzo fue que a pesar de que las leyes digan una cosa, de que las opiniones de los “expertos en derecho electoral” vayan en sentido contrario, si un grupo de gente se lo plantea podrá hacer que su voz se escuche. Eso hicimos, dejamos claro que había mucha gente que no estaba de acuerdo con la forma en que se hacían las elecciones hasta ese momento.

Lección cuatro

Un profesor de la UAM (saludos, Bernardo) se puso a investigar las propuestas de todos y cada uno de los candidatos a diputado federal, diputado local y diputados plurinominales por los que le correspondía votar en estas elecciones. Luego de buscar sus plataformas, cuestionarlos en twitter, preguntar por referencias, llegó a la conclusión que si quería votar por alguien de izquierda debía votar por la candidata del PAN, pues Morena postuló a un empresario voraz y el PRD a un junior que no quiso divulgar su situación patrimonial. También decidió anular su voto plurinominal luego de concluir que todos los propuestos serían sólo burocracia partidista sin decisión propia. A ese voto diferenciado y analizado este profesor-investigador —que entre otras cosas le hace a la filosofía de la ciencia— le ha llamado “voto paraconsistente”.

Pero no todo el mundo se toma el tiempo de analizar a cada uno/a de las y los candidatos. La mayoría de la gente vota como si de futbol se tratara: “Yo le voy a este, los demás apestan”. Otros dicen votar por el menos peor. En lo personal no entiendo cómo sigue habiendo gente que opta por el “menos peor”. Es como aceptar el bullying: “¿Cuál de nosotros quieres que te robe tu gasto?” “Elijo al que pega menos fuerte”.

En este momento, en este país, los partidos no están representando opciones de ejercicio de poder (todos te van a robar tu gasto) ni de representación (ninguno cumplirá sus promesas y ninguno rendirá cuentas). Subrayo el “en este momento” porque luego ciertas corrientes de pensamiento alternativas lo ven como una condición sine qua non de la democracia, justificando con ello su propuesta autoritaria. No sirven, por ahora. Por eso hay cada vez más gente que está optando por la anulación. Ejercer el derecho al voto, pero no optar por ninguno. Es una señal clara de la urgencia de una nueva reforma política. Una reforma que no surja de las entrañas de los grupos de interés, sino que responda a la exigencia social.

Esa ley electoral, que espero se redacte en el futuro cercano, tendría que contemplar dos situaciones, bien sencillas: 1) si hay más de 50% de abstención, se repiten las elecciones. 2) si los votos nulos son mayores que los votos por la candidatura ganadora, se repiten las elecciones con diferentes candidatos.

En tanto el código electoral no contemple estos dos aspectos, los partidos políticos seguirán siendo imposiciones y no opciones, y su ilegitimidad vendrá acompañada, como hasta ahora, de caos, corrupción y delincuencia (que muchos candidatos y candidatas encarnan a la perfección). La ciudadanía que en estos momentos se siente —con razón— des-representada podría tener en la abstención y la anulación una posibilidad de manifestar su descontento ante una clase política de ojos y oídos cerrados. Únicamente espero que no olvidemos la lección más importante, la más evidente: la casta autocrática partidista no se pondrá la correa de la democracia y la rendición de cuentas voluntariamente.

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