Definición de miedo

Pintura de Nieves Fraga

Pintura de Nieves Fraga

 

Los sentimientos ¿nacen con nosotros a la hora que nacemos? ¿Cómo, la naturaleza, nos dosifica la pasión? La pasión nos es entregada de poco a poco. Por esto, los niños la van descubriendo, asimismo, de poco a poco. ¿Pasión por el fútbol, por el ballet, por el ciclismo, por la lectura, por la escritura, por la música, por el dibujo, por el poder político? Poco a poco, los hombres y mujeres descubren la pasión por la actividad a la que destinarán todo su entusiasmo. Pero, ¿qué sucede con el miedo? Pareciera que la naturaleza la inserta en un chip a todo lo que da. Hay miles de personas que no arden en el fuego de la pasión, pero sí existen millones y millones que son abrasados por la llama del miedo.

El diccionario dice que el miedo es una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”; es decir, la causa puede ser real o inventada, pero el miedo ¡sí es real! Los expertos dicen que el miedo es una de las herramientas más amadas de los poderosos. Es uno de sus baluartes. Infunden miedo para que la población se mantenga atónita, sin posibilidad de acción. El miedo, se sabe, paraliza.

¿Crece el miedo a la par del crecimiento de la persona? Los niños son temerosos. He conocido niños que a sus papás les piden no apaguen la luz. Una vez (¿digo el nombre?) conocí a un poeta chiapaneco que me pidió no apagar la luz del cuarto: “No puedo dormir con la luz apagada”, dijo. “Adió, jodido -dije-, yo no puedo dormir con la luz prendida”. Estábamos en un Encuentro de Escritores y Poetas celebrado en Campeche. Nos dieron un cuarto compartido. Cuando ya eran las diez de la noche me acosté en la cama que me tocó y apagué la luz de la lámpara del buró. Fue cuando me pidió que no la apagara. Me explicó que él imaginaba que su compañero de cuarto, a mitad de la noche, cuando él estuviese profundamente dormido, se levantaría, caminaría de puntillas y con ambas manos lo ahorcaría. Ay, Dios. Puse mi mejor cara de inocencia y le dije que yo no cometería tal absurdo. En fin, esa noche salimos a la calle y compramos cuatro caguamas. Había decidido emborracharlo para que cayera como fardo. Después de la tercera caguama mi táctica dio resultado, se dobló como pajarito y durmió. Me acosté y apagué la luz, dispuesto a descansar. Ya eran las doce de la noche, al día siguiente participaría en una mesa de lectura. A las doce y media abrí los ojos y miré que mi amigo poeta dormía profundamente. Cerré los ojos y, no sé por qué, comencé a imaginar que él se sentaba en el borde de la cama, abría la gaveta del buró y sacaba un cuchillo. Pasaba uno de sus dedos sobre el filo del cuchillo, se llevaba el dedo a la boca y chupaba el hilillo de sangre. Lo vi sonreír, como dicen que sonreía el asesino del callejón del sapo, de la Ciudad de México, en la penumbra de las noches de principios del siglo XX. Abrí los ojos, me senté en la cama. ¡Dios mío, ya no podía dormir! Me deslicé sobre la cama y me senté en el borde y, con cuidado, prendí la lámpara. No podía dormir con la luz apagada cuando, en la otra cama, estaba un poeta que creía a pie juntillas que un compañero de cuarto podía ahorcarlo.

Desde entonces, lo juro, cuando me invitan a un encuentro literario pido que me den una habitación no compartida.

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