El inocente y el ladrón/ quinta de diez partes

En el penal de El Amate

Por Alfredo Palacios Espinosa

Con mi detención dejé de andar a salto de mata para pasar a otro de mayor tensión nerviosa. La sensación de que en cualquier momento podían detenerme quedó atrás para pasar a otra diferente que fue más allá de la alteración de mis nervios porque traspasaba los límites de mi conciencia para acomodarse en lo más profundo de mi ser. Mi confinamiento ahuyentó la tranquilidad y la concentración en mis lecturas o en mi propio pensamiento para pasar a otro tipo de angustia: el de la sobrevivencia, el de saberme en un espacio inhóspito recordando los comentarios de lo que se vive en las cárceles de México. La mayoría de internos trae sus demonios sueltos, con odios manifiestos a todo ser humano diferente a ella. Desde la persecución viví en permanente incomodidad. A media noche despertaba pensando en todo y en nada, para luego enfrascarme en la necedad de volver a conciliar el sueño y no poder hacerlo hasta el amanecer, preguntándome insistentemente: ¿Por qué yo?

En prisión empecé a vivir una situación de permanente tensión por mi integridad física ante posibles peligros, en donde la sobrevivencia hay que ganársela a cada minuto de cada hora. La vigilia ya no era por la tensión que en cualquier momento llegaran a detenerte, ahora esa tensión era por el temor de que en cualquier momento llegaran a agredirme los internos o los propios vigilantes. Constaté algunas verdades que se dicen de las cárceles, realidades que superan en mucho cualquier versión y mitos del comportamiento de los reos, pero allá adentro no todo es podredumbre ni todo es dignidad. Así como afloran los peores pensamientos y las malas acciones en contra de otros, también afloran los sentimientos más humanos en varios de ellos, siendo el más evidente el de la solidaridad que va más allá de la perversión que los políticos han hecho de esta palabra como otras.

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Los agentes que se hicieron cargo de mi persona desde el hangar del aeropuerto de Chiapa de Corzo, muy posesionados del papel de rudeza y mal trato, como perros domeñados por el amo, me condujeron en silencio al penal del Amate. Dando órdenes de modo seco y con monosílabos hasta que me entregaron con el alcaide del penal, alrededor de las 6 de la mañana. Esperé a que se levantara el personal de guardia para el trámite de ingreso. Todos estos sucesos truculentos, ideados por el personaje instalado malamente en el poder estatal, los veía pasar como episodios de un mal sueño. Los hechos sucedidos al alrededor, principalmente los que tenían relación conmigo, los veía como si fueran ajenos, como si no fuera yo el que las estuviera padeciendo. A partir de mi ingreso al penal, mientras esperaba a que el personal encargado hiciera los trámites de ingreso, empecé a constatar la verdadera realidad penitenciaria. Como la trabajadora social y la guardia encargada de los servicios médicos no despertaban para hacer su trabajo, tuve el tiempo suficiente para ver el amanecer de los internos hacinados en el módulo denominado de “setenta y dos horas”, en los que llevaban días, semanas o meses esperando espacio para ubicarlos en los módulos del interior. Los más afectados son los internos que no tienen para pagar el peaje obligado por el poder real que gobierna dentro de los penales y que no es otro que, una combinación entre la fuerza bruta de algunos presos con el temor y corrupción de las autoridades de los penales. Son estos los que hacen la faina a esa hora, dirigidos con mentadas de madre, por el denominado preciso del módulo, que es un prisionero más, investido de poder por las propias autoridades del penal, escogido de entre los más perversos e inhumanos para realizar el trabajo de sobajar a los demás, cobrar y vender los espacios y la protección. Es el que durante el día abre y cierra la reja del módulo, que no es otro que un espacio irregular de dos plantas de no más de ciento veinte metros de superficie en la que sobreviven unos doscientos reos. Dentro de ese apretado espacio es el preciso quien tiene la exclusiva de vender con sobreprecios los refrescos y las fritangas. Es el que guarda el orden en el interior y rinde cuentas disciplinarias y económicas ante los mandos del penal. Pasada la revisión con el médico y la trabajadora social, vinieron dos custodios con un alcaide para conducirme siendo observado por dos jóvenes homosexuales, a otra área del interior conocida en el argot penitenciario como Apolo, que no es otro que un espacio adaptado como celdas en la planta alta, con puertas de acero y ventanas selladas, con cuatro cámaras de video y micrófonos ocultos en cada celda para registrar los movimientos y palabras de los internos especiales que son del mayor interés del gobernador. Este espacio que estaba originalmente destinado para las instalaciones de la dirección femenil y el personal de apoyo administrativo, son inexistentes en la práctica, pero si en la nómina en la que cobran algunas damas por ese concepto pero realizando servicios especiales a los hombres en el poder. En la planta baja de ese módulo están las custodias encargadas del personal femenino. Para el resto de los casi tres mil internos y de las quinientas internas, fuimos conocidos como los presos del gobernador. Nuestra separación del resto de la población interna de los módulos no era gratuita o por darnos un trato especial, sino simplemente una medida de autoprotección de las autoridades porque no les convenía que las cámaras de video y micrófonos que registraban cada una de nuestras palabras y nuestros movimientos captaran otros acontecimientos y vejaciones atentatorios a los derechos humanos y que se suceden diariamente en esos espacios en que impera la ley de los más fuertes. Además de que la presencia de las cámaras y los micrófonos seguramente enardecería el ánimo de los reos y provocaría un motín. En esta cárcel como en todas las de México nada es gratuito ni hay consideración a la integridad humana. En este caso, la separación obedecía a la propia protección de la autoridad interna del penal y de los que, desde la casa de gobierno o de la procuraduría de justicia, ordenaban estas supuestas medidas de seguridad para los internos especiales.

En la celda en que me llevaron encontré a David y Leonardo aprehendidos unos días antes en este proceso de administración de las detenciones para mantener el miedo colectivo. Este encuentro fue como un vaso de agua fresca en el desierto de los infortunios. Nos dio tanto gusto vernos que lo expresamos con un fuerte abrazo. Pensé que, entre compañeros de la misma desgracia, la estancia sería más llevadera, aunque dicen que mal de muchos es consuelo de tontos. Gran equivocación la mía, este encuentro fue como una acción perversa para confiarme porque inmediatamente la dirección de El Penal recibió la contraorden del procurador o del propio Sabines para reubicarnos. Las cámaras de video y los micrófonos conectados directamente a la casa de gobierno y a la propia procuraduría mostraron nuestro regocijo, por eso no pasaron ni 24 horas para que ordenaran la separación. Llegaron por mí a las ocho de la noche del siguiente día para regresarme al área inicial e incomunicarme en un cuarto de dos por tres metros sin ventilación ni iluminación con un letrero en la pared exterior que irónicamente decía: consultorio médico. La puerta únicamente la abrían para cuando tenía necesidad de ir al baño o pedía agua o nos ofrecían frituras o refrescos que vendían los internos del penal si quería paliar la sed y el hambre y tenía dinero para comprarlos. Fueron cinco días incomunicado en aquel cuarto sin iluminación ni ventilación. Después supe que a los otros compañeros los pasaron a una celda más chica, herméticamente sellada en la misma planta sin ventilación ni baño. En la planta baja de Apolo estaban Daniel y Gabriel. Este último, por esos días, obtuvo el beneficio del arraigo domiciliario por razones de salud. Pocos días después salió Daniel.

La dolencia en mi columna cada día se agravaba más. Las camas viejas de metal con tambor de malla ciclónica eran hamacas de acero vencidas por el tiempo y el uso. La malla chocaba con los travesaños que para mí se convertían en instrumentos de tortura por lo que opté por dormir en el suelo sobre un cartón que compré a uno de los custodios. A mi familia no la dejaban pasar ni las inyecciones para ayudarme a sobrellevar los dolores, hasta que no las autorizara el doctor del penal. Pedí que me llevaran con ese médico y no lo hicieron. Al tercer día de mi aislamiento abrieron la puerta para dejar pasar a un tipo diminuto, de esos acostumbrados a obedecer y a realizar los trabajos más viles, pero con aire fatuo, sintiéndose con poder. Venía de parte del juez para que firmara una declaración que llevaba en sus manos a cambio dejaría de padecer el encarcelamiento y saldría libre sin ningún problema, comentándome que otros acusados por los mismos delitos ya lo habían hecho. Leí la propuesta con dificultad por la falta de luz. Logré leer entre líneas que se trataba de una declaración preparada en contra del exgobernador Salazar diciendo mentiras. La misma insistencia presentada a mi familia durante la persecución. La devolví expresando mi rechazo. << ¡Entonces, aténgase a su necedad, a ver si su amiguito logra librarlo de este encierro!>>, dijo el diminuto secretario mensajero, retirándose molesto. Dos noches después de esa visita se presentó el alcaide Benito, con tres custodios, para pedirme que cogiera mis escasas pertenencias porque me trasladaban a otra área. Temeroso por no saber a donde me llevaban me dejé conducir al nuevo espacio denominado: “Conyugal Femenil” donde había ocho celdas (cuatro y cuatro) separadas por un pequeño pasillo de arena, en los linderos de los módulos de la población interna femenina, que como su nombre indica servía para los encuentros de las parejas que purgaban sentencia o la visita masculina con alguna de las internas. Me encerraron en la celda número dos. Cuando quedé solo, prendí el pequeño foco de luz mortecina para reconocer el interior: era un poco más grande que la del “consultorio” con una ventana enrejada, sin celosías ni cristales, que dejaba entrar los zancudos. Tenía un baño en condiciones deplorables. Una plancha de cemento con una pequeña y delgada colchoneta sucia y maloliente que servía de cama. La puerta de acero, por ser conyugal no tenía ventanilla ni orificio para comunicarme con los y las agentes que vigilaban esa área. Si quería comunicarme debía gritar y golpear la puerta para que me oyeran. Así lo entendí cuando oí los gritos y golpes en las puertas de las celdas vecinas. Comprendí que continuaba la operación de aflojamiento de mi voluntad para ceder a los requerimientos del gobernador.

Fue al sexto día en aquella celda, un día domingo, que me sacaron con los otros “huéspedes” del mismo módulo para concentrarnos en el pasillo de la planta alta (Apolo), en la que estuve un solo día con los otros compañeros. En ese espacio recibí la primera visita de mi familia, mientras la celda de mi reclusión, al igual que las otras siete, la jefa de custodias las rentaba a cien pesos la hora para los encuentros conyugales de las reclusas con sus maridos en ese día de visita. Ese mismo día recibí, conocí y hablé directamente con el abogado que llevaba mi defensa, porque el día de mi comparecencia nada más lo vi del otro lado de la reja sin permitirme hablar con él en ningún momento. Este abogado fue contratado por mi familia de entre varios que se negaron a defenderme porque sabían que se enfrentaban al aparato de justicia bajo las órdenes del gobernador y no querían salir perjudicados. De este tamaño fue el miedo colectivo infundido y que aún está presente en varios.

Recuerdo que el día de mi comparecencia, dos custodios me llevaron a la reja de prácticas sin permitirme una reunión previa con el abogado. El juez, burda y groseramente, no permitió la intervención de mi defensor y, por el contrario, enmendaba la plana al agente del ministerio público, era como se dice: juez y parte. A mi representante legal tampoco le permitió hacer su oficio, le obstruía el acceso al expediente y lo intimidaba. Por esta razón y sabiendo el resultado negativo y penoso de otros compañeros que apelaron a la segunda instancia del fuero común, directamente solicité el amparo de la justicia federal. Esta decisión que no fue del agrado del juez. Siguió poniendo todos los obstáculos posibles a mi defensa, extremándose en su dureza y parcialidad para quedar bien con el Ejecutivo. Comprendí que el sistema de justicia no es otro que un instrumento para satisfacer caprichos y venganzas del gobernador en turno. Como sucedió con este gobernante.

Una mañana, uno de los custodios me comunicó la llegada al penal en calidad de detenido del doctor William, otro compañero dedicado a la medicina del deporte y a los atletas de alto rendimiento que como yo, fue traído de la Ciudad de México donde se dedicaba a su oficio, en el Centro Olímpico Mexicano. A falta de celdas para mantenernos aislados, lo recluyeron en una de las celdas de la enfermería donde sirvió de gran ayuda para el médico en la atención a los internos que padecían traumatismos en sus articulaciones. Lamentablemente, a tres semanas de su reclusión, sucedió un motín en el interior de uno de los módulos de mayor peligrosidad con resultados de varios muertos y heridos. Como necesitaban el espacio y no queriendo testigos incómodos, a este compañero lo reubicaron en el área de Apolo en que estaban los otros dos compañeros. Aislados entre sí, para que no testificara los sucesos y realidades del interior del plantel.

Cuando al fin permitieron las visitas de amigos y familiares en los días permitidos y del mismo abogado defensor (únicamente los miércoles en el caso de este último), se realizaron ante la presencia de un custodio para que escuchara lo que decíamos y vigilara lo que recibía porque supuestamente no confiaban en los registros efectuados por el personal de la aduana ni de las cámaras y micrófonos. Poco les importaba que estos registros fueran infamantes y violatorios de todo derecho humano en contra de las visitas y de nosotros mismos. Ante este sistemático espionaje, ideamos la manera de comunicarnos a través de servilletas de papel con la información mínima taquigráfica de los acontecimientos en el exterior, así como para sacar mis apuntes en esos mismos papeles, hecho bolas, como basura, con los trastes de la comida. Las servilletas usadas iban numeradas con las ideas que me servirían para escribir algunos textos. Mi mujer y mis hijos se encargaban en casa de plancharlos y ordenarlos en una caja de cartón. De esta manera me enteré de los actos y declaraciones de Sabines para mantenerse en el poder más allá de su gestión y cómo, a pesar de la censura y la intimidación, surgían voces disidentes en las redes sociales denunciando la actuación corrupta y represora del gobernante y la persecución y órdenes de aprehensión y cárcel para quienes intentaban participar en el proceso electoral sin su consentimiento o para castigarlos por negarse a dar el apoyo a sus candidatos en las regiones y municipios. Supe de la llegada al penal en calidad de prisionero del señor Alfredo Guzmán, presidente municipal de Palenque, por no apoyar al candidato que Sabines Guerrero quería que ganara; de la persecución y cárcel a otros como la del abogado Horacio Culebro Borrayes y la del empresario Walter León Montoya, ambos por inconformarse por el desaseo que hacía de la Constitución del estado, al reformarla y acomodarla a sus caprichos y ocurrencias etílicas y cocainómanas como aquella presentada para que los presidentes y diputados locales extendieran su mandato de tres a cinco años hasta el término del sexenio para que operaran durante el proceso electoral del 2012, iniciativa que aprobaron los propios diputados locales y presidentes municipales beneficiarios. ¡Tal ocurrencia cínica mayor no podía darse!, aunque hubieron otras aberraciones que fueron aprobadas porque nadie protestó o porque se hicieron a escondidas de la opinión pública. Ante este tipo de ocurrencias de reformas a la Constitución estatal al antojo del gobernante, vino la solicitud de juicio político y la declaración de inconstitucionalidad, promovidas por parte de estos chiapanecos, a los que Juan José respondió con el uso del aparato de justicia para castigar el atrevimiento. Fueron acusados de homicidio y de otros delitos graves. Me enteré del caso de los que se atrevieron a publicar los primeros datos sobre la escandalosa deuda con que dejaba a Chiapas que motivó la aprehensión por supuesta pornografía infantil y cese injusto que hicieron del trabajador de CONECULTA Héctor Bautista, que por presión de las redes sociales fue liberado y exonerado de tan infame delito. El incremento de las denuncias en las redes sociales y las cartas de denuncia de los doctores Valdemar y Paco Rojas y de la pelea legal que empezaban a dar otros ciudadanos a pesar del terror y la persecución impuestos, me hicieron recordar las palabras de Shakespeare de que: no todo estaba podrido en Dinamarca. A toda manifestación de inconformidad por la corrupción y la deshonestidad, Sabines respondía con cárcel y persecución a profesionistas y empresarios incluidas las acciones hacendarias o verificaciones de la Secretaría del Trabajo, entre otras dependencias para intimidar despachos y empresas de los ciudadanos que tuvieron la osadía de expresar su molestia por el estado de cosas o el interés para contender en las elecciones estatales sin su voluntad, como fueron los intentos de Manuel Sobrino y el de Bayardo Robles Riqué o la persecución e intimidación sufrida por el empresario Jacinto Robles Ramírez. En tanto que otros empresarios prefirieron cambiar su residencia a otro estado, en oposición a otros que prefirieron hacer negocios fraudulentos con este gobernador. A pesar de estas acciones intimidatorias, siguieron las manifestaciones de voces dignas de chiapanecos que lo desafiaban, no tantas como era lo deseable. El espacio ideal para expresar las inconformidades fueron las redes sociales ante el silencio cómplice de los medios impresos y electrónicos. Estos ciudadanos que expresaron con valor su sentir, lo hicieron solos, sin ayuda ni apoyo de las organizaciones, los partidos políticos a los que pertenecían, mucho menos de los medios de comunicación por estar sometidos a la voluntad sabinista.

La consigna de mantenerme aislado de los otros compañeros detenidos se mantuvo. Tampoco me permitieron comunicación con otros internos. Con familiares y amigos visitantes, cada día de visita fuimos perfeccionando nuestro elemental modo de comunicación para meter y sacar la información en aquellos pedazos de servilletas de papel hecho bolas que pasaban como basura en la aduana. Hablábamos en voz baja, con los dedos de la mano en la boca para que no oyeran ni leyeran los labios. Hasta los dos meses de estancia obligada permitieron que las visitas de amigos y familiares me hicieran llegar lecturas, previa censura para determinar qué libros y revistas debían pasarme, según esta censura no debían pasar libros y revistas con temas políticos ni contenidos sexuales y no más de dos libros o revistas por semana. Gracias a la ignorancia y falta de lectura de los encargados de la censura, nos llegaban textos que obviamente tenían un fuerte componente político. Con la complicidad de algunos custodios pudimos intercambiar lecturas entre amigos y compañeros de infortunio, sin permitirnos el contacto cara a cara, pero haciéndose de la vista gorda en las tarjetas intercaladas entre páginas dándonos mutuo aliento. La represión hizo que sin ser políticos nos interesáramos en asuntos políticos, porque nuestra libertad estaba atrapada entre las manos y decisión de los que jugaban a la política.

A dos meses de estas penurias en cautiverio, ante insistencias propias y de mi familia y por recomendación escrita del médico, empezaron a dejarme salir media hora a un pequeño campo de futbol rápido para la activación física. En ese espacio me encontré con enfermos en sillas de rueda, viejos y desahuciados, con derecho a salir de prisión por la edad y las salud, pero que los familiares no aceptaban hacerse responsables de ellos. Esa media hora significaba la gloria para mí a pesar de las dificultades para moverme ayudado con un bastón que costó mucho lograr que autorizaran su ingreso. En ese patio buscaba el sol con alegría y le insistía a mi custodio de turno a que me dejara otros minutos más, algunos cedían generosos esos minutos, pero otros eran estrictos con reloj en mano. Los dolores por las lesiones en mi columna iban en aumento, por esta razón y por reiteradas insistencias y por la presencia de los visitadores Romeo Ramírez Utrilla y Claudia Araujo Bomy de la oficina foránea de la CNDH, la dirección del penal permitió la visita de un traumatólogo y un neurólogo, sufragado por mi familia para que me auscultaran y dieran un diagnóstico sobre mi padecimiento, porque no aceptaron los estudios anteriores presentados por mis familiares. La revisión la hicieron en presencia del médico del reclusorio, de dos alcaides, un custodio, el representante jurídico del penal y un fotógrafo que rechacé por su intento de tomarme fotografías durante la revisión, que tuvieron que cancelar cuando amenacé con quejarme nuevamente ante la CNDH. Estos médicos recomendaron con urgencia los estudios de resonancia, tomografía, placas de rayos x y la electromielografía y la receta para los desinflamatorios y analgésicos que me ayudarían a aminorar los dolores de la columna. Tanto los medicamentos como la autorización para llevarme a Tuxtla para los estudios fue una gestión continua y molesta para mis familiares que los hacían ir de una oficina a otra de la Procuraduría y de la Secretaría de Seguridad Pública, a la coordinación estatal de los centros penitenciarios, porque ni la dirección del penal ni el juez se atrevían a autorizarme la salida para hacerme nuevos estudios que aunque ya los tenía, ellos mismos los rechazaban supuestamente por extemporáneos (fechados tres meses antes) ni autorizaban la introducción de los medicamentos, temerosos de la reacción de Sabines al enterarse. A casi un mes de gestiones a distintos niveles, una mañana, sin previo aviso, fueron por mí para llevarme a Tuxtla con otros dos reclusos que necesitaban revisión y tratamiento médico. A mí me llevaron a dos establecimientos para los estudios pagados previamente por mi familia. Los otros internos estaban citados en el hospital general.

Salimos a las 7 de la mañana, encadenados al piso de la camioneta y custodiados por siete agentes de los llamados lobos, especializados en traslados de delincuentes peligrosos. Posesionados en su papel, con armas largas y protegidos de pies a cabeza con corazas, cascos y chalecos antibalas se movían con espectacularidad. Una exageración ridícula que les permitía justificar este tipo de cuerpos policiacos especiales. Era como estar protagonizando esas películas jolibudences de Robocop o de asesinos peligrosos. Mientras bajaban a uno de nosotros para el estudio o la consulta, acompañado de cinco agentes que intimidaban a los que se encontraban en las salas de espera por las posiciones que adoptaban, revisando previamente el interior del consultorio o salas de estudio antes de permitir que entrara el paciente. Cuando bajaban a uno para la consulta o el estudio, los otros dos nos obligaban a permanecer en el vehículo, sofocados por el calor y custodiados por los otros lobos con las armas listas para disparar. Regresamos al penal a las seis de la tarde sin comer ni beber nada.

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