Definición de claustro

Imagen: mensajesdediosalmundo.blogspot.com

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De acuerdo con el diccionario, Claustro “es la galería que rodea al patio principal de una iglesia, monasterio o convento”. Quien aplica la palabra “enclaustrado” la pinta como sinónimo de prisión. Pareciera que no lo es tanto, porque, si hacemos caso al diccionario, vemos que el claustro circunda un espacio lleno de luz.

No sería una exageración decir que la traza de las casas comitecas imitó, en pequeño, la traza convencional de los monasterios, porque las habitaciones (celdas) siempre estuvieron alrededor del patio central. De hecho, recuerdo que los adultos caminaban en los corredores como si fuesen monjes, como que esa distribución alimentaba el sueño del silencio.

Los cuartos de las casas comitecas se diferenciaban de los monasterios porque estaban intercomunicados. Las celdas de monjes y monjas no permiten comunicación entre sí. Pero, igual que las celdas conventuales, los cuartos comitecos siempre estaban en penumbra, apenas iluminados por pequeños ventanillos que, a regañadientes, permitían el paso de la luz y del aire. Tal vez por esto, los cuartos siempre olían a humedad.

Hoy, de acuerdo a datos de la iglesia católica, hay carencia de jóvenes que se inscriban en los Seminarios. Muchos son los factores que influyen para el extravío de vocaciones, pero, sin duda, un factor es que ahora los jóvenes (con excepción de los hikikomoris) viven en espacios llenos de luz. Los arquitectos y urbanistas abandonaron la tradición y siguen modelos constructivos contemporáneos. ¿De qué se jacta la arquitectura de estos tiempos? Entre otros conceptos, del uso de materiales translúcidos que permiten el paso indiscriminado de la luz. Quienes vivieron en claustros debieron buscar la luz en el interior de la celda oscura, reconociendo que es en el espíritu y en el aro de la meditación donde se halla la verdadera flama.

Anita, prima que recuerdo con gran emoción, me enseñó el Juego del Claustro. Hoy que lo rememoro entiendo por qué era uno de mis juegos favoritos. No creo que haya sido verdad, pero ella insistía que un sacerdote, amigo de la familia, era quien le enseñó el juego. Teníamos diez años. ¿Cómo ella distinguía la palabra claustro? ¿Cómo ella jugaba esos juegos? Me decía: “Vos sos monje y yo monja y cada uno de nosotros estamos en nuestros cuartos”. Entrábamos a los cuartos, yo a la recámara de sus papás y ella al suyo. Yo debía colocar mi oído en la puerta que comunicaba un cuarto con otro y esperar los toques que ella hacía del otro lado; debía interpretar los mensajes que me enviaba, un poco como si ella y yo supiéramos clave Morse. Los toques iniciales eran breves y apenas audibles, casi casi como si ella susurrara algo, para que los demás no se enteraran. Poco a poco los toques eran más insistentes, seguían en el mismo tono bajo, pero ya eran como si alguien necesitara auxilio, como si un monstruo la tuviera acosada y ella pusiera su última esperanza en mí. Cuando los toques cesaban, yo imaginaba que el monstruo la tenía aprisionada y ella, en brazos de él, pataleaba, pero, como tenía un esparadrapo en la boca, no podía emitir sonido alguno. Yo, armándome de valor, empujaba con delicadeza la puerta y, a pesar de que los monjes teníamos prohibido entrar a las celdas de las monjas, husmeaba en el interior: ella, recostada boca arriba y con un brazo colgando, permanecía con los ojos cerrados. Yo pensaba que el monstruo la había matado. A pesar de la prohibición, cerraba la puerta con cuidado y caminaba hacia donde estaba ella, llegaba hasta la orilla de la cama, me hincaba y comenzaba a hablarle, en voz baja. Le decía que abriera los ojos, volteaba hacia donde estaba la cruz y al crucificado le pedía, por favor, que le devolviera la vida y, ella, milagrosamente, abría los ojos y los brazos y, con voz tenue, decía que me acercara, que la abrazara, que tenía miedo, que el monstruo ya no estaba, pero podía regresar. Yo la abrazaba, le decía que no temiera, que ahí estaba yo para protegerla. La abrazaba, sentía su calor, su aliento en mi cuello, cuello que ella besaba, lamía.

Comenzamos a jugar el Juego del Claustro cuando teníamos diez años.

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