La muerte de Mariano Mendoza V Parte

© Incendios que purifican todo. Dominio público. México, 2006

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Quinta y última parte

Por eso es que… cuando prestó su servicio militar, él fue uno de los más destacados. Aprendió civismo, aprendió a respetar a la gente, a honrar los símbolos patrios y… tanto es que ante la bandera, en la Primaria, se cuadraba. Como dicen por ahí ahora: tenía casta de valiente El Gallo. Tenía su mirada recia, su voz varonil, fuerte y gruesa. Bien plantado. Todo un hombre como pocos; hombre de firmeza y gallardía.

Y el pueblo —aún la gente lo recuerda— sintió la muerte de Mariano. La sintió hasta lo más profundo de sus entrañas, en especial por la cobardía con que lo asesinaron. Hubo repudio hacia el gobierno y la Federación; hacia las autoridades y hacia el energúmeno ese, autor intelectual, quien descaradamente lo mandó a matar. Hubo aborrecimiento generalizado en contra de él y su familia, y hasta algo de rencor, estoy seguro.

Incluso, como nunca antes, la mediana sociedad, su propia gente, se puso en contra del viejo. Entre ellos don Armando Guillén García, don Armando Albores Aguilar, don Demetrio López Zepeda y don Raúl Coutiño Ristori, este último su propio suegro. Todos ellos se distanciaron de él. No hombre, decía alguien tío Héctor Coutiño De la Rosa estaba que se lo cargaba diantres. Pues además de quererse con la gente de Mariano, ahí cerca de su casa fue la balacera. No lo podía creer. Estaba que se lo llevaba la chingada de encabronado. Y en el caso de don Armando Guillén —otro hombre decisivo y con los pantalones puestos— bien decía: —Hay que correrlos a estos jijos de sus-tal-por-cual. Antes de que algo peor suceda.

Y en efecto, se pusieron de acuerdo y los corrieron. Tan es así que el tal Fermín, el militar maldecido, tuvo un final desdichado. Meses después, de Los Cuxtepeques salió desertado de la milicia. Agarró el sonso desgraciado y se fue pa’la frontera… No supo a dónde se fue a meter; la tierra de los Bassaul, la familia de doña Mercedes, mamá del buen Mariano, en donde tenía un su hermanito. Rumbo en donde ya, algo de tiempo después cayó y… ¡Que lo agarran!… ¡Pobre!, pues lo caparon, le ralearon las patas; en una palabra: lo atormentaron, y pa’cabar de joder, lo largaron después de tanto suplicio. Dicen que se vino pa’cá; que logró llegar todavía hasta la casa del suegro. Aunque naturalmente sólo vino a morir. Por eso es bien cierto aquello de que… todo lo que aquí se hace aquí se paga, y el que a hierro mata, a hierro muere.

Ya después, pocos días más tarde, durante la feria —castigo de Dios, decía la gente— los de la Junta de Festejos, comprometidos por la Presidencia Municipal, nombraron al viejo Rosario, padrino de algo en una de las entradas de flores. Dijo que bueno, pero que no podría ir ese día por algún asunto, y hasta dicen que hizo gestos de desprecio. Días después, eran las tres o cuatro de la tarde quemaban cuetes en el atrio de la iglesia de Nuestro Señor, cuando ahí viene desde allá, cuadra y media de por medio, una vara de cuete de las que ya van pa’bajo, luego de estallar pero aún prendidas.

Ahí viene resoplando el cuete… echando humo, derechito… y sucede que justo va a caer sobre el estacionamiento, almacén, sala de máquinas y gasolinería del viejo Santis.

Ahí comenzó el fuegarón y ¡Que empieza a arder! ¡Y a agarrar fuego la bodega! Estallan dos tambos de gasolina de los grandes… y a punto del incendio está la casa de don Rosario, cuando… doña Tencha su mujer… pues ella por no desperdiciar nada, tenía chiqueros en el fondo, encerrados. Ante la gran calor, los cochis cargaron con el corral, o saltaron como pudieron. Y ahí va la cochada a la calle. Prende fuego el almacén y claro… la gente del pueblo, la gente humilde, luego-luego pensó que todo eso era precisamente mandado; castigo de Dios. Una de cal por las que van de arena, decía la gente, ante las tantas desvergüenzas cometidas por el sujeto. Sin embargo, los maldecidos en ese tiempo tuvieron suerte.

Las personas sencillas, la pobre gente, nunca guarda rencor y, aunque el viejo Chayo siempre fue nefasto malo a punto extremo; malo de la peor maldad, ahí se vio que la gente nuestra es solidaria como siempre, pues recibieron todo el apoyo para sofocar el fuego. Ubaldo Toalá Hernández, un hombre servicial, por ejemplo, fue uno de los primeros en meterse a brazo partido; de los que más hicieron para apagar el fuego. Entre varios sofocaron la quemazón a cubetazo limpio; a golpe de ramas, barriles de agua, paladas de arena y tierra. Ya por la noche, controlado el fuego sin embargo, a todos los que ayudaron les dieron de cenar, les dieron trago, se emborracharon.

Lo bueno, después de tanto, es que pordios que hay razón en todo. Todo se paga en la vida, en el propio mundo que le toca vivir a cada quien y lo peor: con la propia familia. Don Chayo tuvo un su bastardo pué, nieto de don Adelaido Ozuna, un colocho, medio atarantado, tembeleque y de color sarado. Tuvo ese su güero deschavetado, y un tal Pedro bolo, a quien tampoco le fue muy bien. Malvendió sus bienes cuando se vino lo de la inundación de la presa La Angostura, oportunidad que aprovechó él y su familia para huir del pueblo. Los bienes de don Chayo Santis y doña Tencha Coutiño se hicieron agua. El viejo tardó en morir, sufrió de achaques como se merecía, y tuvo una agonía terrible. Y ya pa’cabar, ahora sí: de sus dos únicos hijos formales, todos dicen que se perdieron, que se los tragó la tierra. Ya nunca nadie supo nada de ellos.

 

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