México, Distrito Federal

Para José Luís Ruiz Abreu, él sabrá por qué. Con la estimación de siempre.

Alguna de las estrofas de “Sábado Distrito Federal”, una de las más famosas canciones que compuso y cantó el peculiar sociólogo que fue Chava Flores, dice:
Sábado Distrito Federal
Sábado Distrito Federal
Sábado Distrito Federal
ay ay ay
Los cabarets en las noches tienen pistas
Atascadas de turistas y la alta sociedad
Pagan sus cuentas con un cheque de rebote
O a´i te dejo el relojote luego lo vendré a sacar
Los versos se refieren a una ciudad de México que se transformó al paso de los años y de los acontecimientos hasta que desapareció el Distrito Federal, el destino de miles de jóvenes chiapanecos que acudíamos a estudiar la Universidad, a falta de ella en nuestra tierra. Por cierto, el costo social que ha tenido que pagar la sociedad chiapaneca por esa emigración juvenil es una investigación pendiente en el campo de las ciencias sociales. Pero auguro que es un pago muy alto y que con esa sangría juvenil están asociadas varias de las situaciones sociales extremas que vive Chiapas. Algún día lo sabremos con certeza. En los años iniciales de la década de los 1960, la Universidad aún estaba lejana de haberse fundado en Chiapas y la emigración juvenil hacia el mítico Distrito Federal, continuaba. Los jóvenes llegábamos con la ilusión de ingresar a la gran Universidad Nacional de México, la UNAM, la casa de los legendarios Pumas y máximo centro de formación intelectual y científica de aquel momento. Ingresé a la Facultad de Ingeniería, no por vocación sino por estar acompañado con algunos de mis compañeros que egresamos del ICACH en el año de 1962. Tenía miedo de vivir en la gran ciudad, a perderme en un ambiente urbano desconocido, al provenir de una población, Tuxtla Gutiérrez, que en aquellos años no tendría más de 30,000 habitantes y en la que “todos nos conocíamos””. El Distrito Federal era la concentración urbana más grande del país, como siempre lo ha sido, aún en los tiempos de la Gran Tenochtitlán. Durante dos años no hice más que jugar basquetbol en la UNAM y llegué a ser Campeón Universitario en el campeonato interno del año 1963-1964, jugando con el equipo de la Facultad de Ingeniería en donde se supone, estudiaba. Viví por aquellos años en pleno centro del Distrito Federal, en las calles de Uruguay, entre Isabel La Católica y Bolívar. Estaba muy cerca de la Biblioteca Nacional a la que de vez en vez acudía para leer libros imposibles de encontrar en las librerías. Y si, el sábado era una fiesta en el Distrito Federal. Nos metíamos al cine Palacio Chino o al cine Gloria, a ver películas como chorizos de Comitán: una tras otra, por sólo un peso. Noqueados de tanto cine, soñando con las diosas del momento, salíamos a beber las cervezas en alguna de las tantas cantinas que había en el centro de la ciudad, previa caminata por San Juan de Letrán, una rúa que se nos hacía fantástica. Por la noche, los cabarets de los que habla la estrofa de Chava Flores, iluminaban con sus anuncios la gran avenida: el Siglo XX, era el más famoso, pero no se quedaba atrás el Ratón Loco o el Tío Sam. Al ingresar a la Escuela Nacional de Antropología en 1965, tuve la suerte de encontrarme a un chilango de pura cepa, que conocía al Distrito Federal mejor que la palma de su mano. Gastón Querriou se llamaba. Murió en plenitud de juventud, cuando aún tenía mucho que vivir. Mientras disfruté de su amistad, conocí por él, los grandes tugurios de la capital mexicana. En aquellos años de principios de los 1960, la Ciudad de México, el Distrito Federal, era el gran centro latinoamericano del espectáculo y del baile. Sólo La Habana competía con la ciudad de México. Con el amigo entrañable que fue Gastón Querriou, conocí El Capri, el Tívoli, el Siglo XX, el Ratón Loco, el King Kong, el Teatro Blanquita y tantos más. Me deslumbré con los espectáculos del burlesque, que liberaban la búsqueda erótica en una sociedad conservadora como la mexicana. Los cabarets deben verse como los nervios de los movimientos contraculturales del México de aquella época. No es posible describir la emoción al ver salir a la Princesa Yamal, a Lyn May, a Wanda Seux, a Meche Barba, a Delina Magaña, a Rossy Mendoza, pero sobre todo, a Olga Breeskin con su violín y su hermosura al descubierto. Algunas de estas vedettes aran de origen indígena como la despampanante Yolanda Montes, yaqui de Vicam, Sonora. Otras venías del Cono Sur, como Telma Tixou, nacida en Argentina. El espectáculo era rutilante, algo que no podía creerse, un despliegue no solo de belleza sino de talento y lujuria. No era sólo el pueblo llano que había cobrado su quincena el que abarrotaba los cabarets sino la clase alta, la burguesía del Distrito Federal, los encumbrados magnates del momento, que pagaban con cheques o con prendas, como dice la canción de Chava Flores. Es inolvidable el espectáculo de Dámaso Pérez Prado con su orquesta desplegada en el Teatro Blanquita previo desfile de las divas, las bataclanas, que animaban a la gallera. Con Gastón Querriou gozamos tantas veces esos espectáculos que comentábamos al calor de los caldos Zenón mientras caía la noche y asomaba la madrugaba del domingo, anunciando el final del sábado Distrito Federal. Nunca nos pasó nada al deambular por aquellas calles de la gran ciudad. Nuestro raquítico presupuesto de estudiantes alcanzaba para una noche de diversión en aquel Distrito Federal de los años 1960, capital del espectáculo latinoamericano y centro de los movimientos contraculturales del país. Escribo todo esto sin nostalgia, sino más bien expresando mis más sentido pésame a las generaciones actuales presas de la frialdad cibernética y que nuca sabrán de lo que era un espectáculo pleno de humanidad, sabroso y cálido, como el que estas divas ofrecían en aquellas noches de algarabía del desaparecido Distrito Federal, ay, ay, ay.
Ajijic, Ribera del Lago de Chapala. 19 de marzo de 2017.

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