Mi familia y otros animales

Casa de citas/ 328

Mi familia y otros animales

Héctor Cortés Mandujano

 

Cuando leí, hace mucho, Rayuela, de Cortázar, se convirtió para mí en un paradigma de lo que se debería y no se debería hacer, en el terreno humano y literario; en ella también encontré una cita sobre el Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, y leí fascinado, hace tanto, las cuatro novelas que lo constituyen: Justine, Balthazar, Montuolive y Clea.

El hermano menor de Lawrence, Gerald Durrell, escribió el divertidísimo libro Mi familia y otros animales (Alianza Editorial, 1975), que recoge la estadía de la familia Durrell (mamá y cuatro hijos: Lawrence o Larry, Leslie, Margo y Gerald o Gerry) en la isla griega de Confú, cuando Gerry tenía 10 años y Larry 23. Éste es retratado por el pequeño como intratable, fatuo, mamón, y Lawrence ni se defiende en el prólogo que escribe en el libro de su hermanito (p. 14): “¿Era yo así de desagradable a los veinte años? Probablemente sí”.

El libro, que me hizo varias veces reír a carcajadas, está dedicado a la madre (p. 17): “Ha guiado hábilmente su navío lleno de extraña prole por los tempestuosos mares de la vida, siempre enfrentada a la posibilidad de un motín, siempre sorteando los peligrosos escollos del despilfarro y la falta de fondos, sin esperar nunca que la tripulación aprobase su manera de navegar, pero segura de cargar con toda la culpa en caso de contrariedades”, como lo evidencia esta conversación con Larry (p. 47):

“—Y todo por tu culpa, Mamá –continuó Larry con austeridad–. No nos deberías haber criado tan egoístas.

“—¡Lo que hay que oír! –exclamó Mamá–. ¡Jamás hice tal cosa!

“—Pues no pudimos hacernos así de egoístas sin una mínima instrucción –dijo Larry.”

Ilustración: Luis Villatoro

Un campesino le dice a Gerry que nunca se siente a la sombra de los cipreses. El niño pregunta si el peligro también existe bajo otros árboles (p. 61): “No, sólo el ciprés –respondió el viejo, oteando con fiereza los árboles como para ver si estaban escuchando–; sólo el ciprés roba la inteligencia”.

Yo sabía que la mantis devoraba al macho después de la cópula, pero no durante ella. Gerry ve a dos de esos bichos copulando (p. 271): “Había visto al desgraciado macho encorvado sobre el dorso de una hembra que, con absoluta indiferencia, se lo iba comiendo por encima del hombro. Incluso después de desaparecidas cabeza y tórax por la pulcra boca de la hembra, la parte posterior del macho seguía cumpliendo con su deber”.

El niño Gerry conoce a la mamá de unos de sus accidentales profesores. Ella le habla de cómo puede escuchar los que las flores hablan y le pone como ejemplo la historia de una rosa dentro de un manojo de margaritas (p. 301): “No te puedes imaginar lo cruel que es la familia de las margaritas. Son unas flores muy toscas, muy plebeyas, y claro, poner entre ellas una aristócrata como la rosa es simplemente buscarle tres pies al gato. Cuando llegó estaba tan ajada y descolorida que yo ni siquiera la vi entre las margaritas. […] No hacían más que ensañarse con ella”.

En Corfú, Gerald descubrió palpablemente que estaba apasionado por los animales y, aparte de tres perros, llevó a su casa escorpiones, urracas, culebras, tortugas, pájaros mayores e insectos de diversa laya. Después, ya adulto, fundó un patronato que a la fecha, pese a que Gerald ha muerto, sigue funcionando: el Patronato Durrell para la Conservación de la Fauna.

Los sustos y enfados que para la familia fue convivir con tantas especies en su casa lo resume Larry con una línea (p. 382): “Sólo San Francisco de Asís viviría a gusto aquí…”

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

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