Desde la tierra caliente a los altos

© Desde las montañas de Chilón hacia el Noroeste. Simojovel de Allende (2017)

Décima parte

Pero además, un camino de terracería justo aquí, toma el rumbo SSE, hacia la izquierda, vía que según explica la doña del tendejón más surtido, “lleva a Pantelhó. A todos estos pueblos y hasta San Cristóbal”. Se detienen para el tentempié de la una, en lo que la marchanta ladina resurte sus provisiones, pero apenas transcurre un momento y ya van montaña arriba. Tan empinado es el camino que por fortuna, según se ve, recién el tramo ha sido pavimentado con concreto hidráulico. Aunque desafortunadamente es utilizado ya por particulares: como tendal de madera y leña fresca, o bien a modo de patio, para asolear semillas, café y frijol.

Sigue para su desconcierto aunque mejor, para su admiración… un conjunto de construcciones relativamente nuevas. ¡No dan crédito a lo que observan! pues aquí, sitio retirado e inaccesible, un anuncio algo descolorido reza: “COBACH 103. Plantel matutino. Tzajalá, municipio de Chilón. Chiapas, México”.

 

Pendiente, silencio y bosques.

Cruzan los viandantes los linderos de los municipios de Chilón y Yajalón. Pasan por la localidad serrana y cafetalera Emiliano Zapata, en donde por un momento paran, consultan el mapa… tan sólo para percatarse de un riesgo inminente, aunque Augusto nada dice para no alarmar. Lo que ocurre es que a lo lejos, en lontananza, como antes se escribía, observa cómo sobre las montañas que habrán de cruzar, las nubes bajan y se ennegrecen. La lluvia y el lodo consecuente no les  permitirían subir, pues el vehículo que llevan aunque fuerte, es de tracción sencilla, pero además, reflexiona, casi ni un alma transita sobre la carretera.

Lo que sí hace es animar y apurar un poco al buen Juanjo, al volante. Y ahí van hacia arriba, lentamente. Adelante encuentran Chibiltic, segundo y último paraje de Yajalón, provisto de excelente Telesecundaria y cancha de fútbol, todo empastado, casi de fantasía; pueblo agraciado igual que el anterior. Dado que el camino se despliega sobre la margen izquierda de una encañada abierta, ellos observan claramente a la derecha, cómo aún ayer estas laderas pronunciadas, selváticas, densas, la gente hoy las ha convertido en páramos y pedregales: gruesos tocones aquí y allá, de cuando en cuando pequeños manchones de bosque, cafetales sombreados con plátanos, milpas desnutridas.

Continúan hacia arriba a vuelta de rueda, y mientras tanto ¡Oh milagro!, exclama Clarangélica. Encuentran rampas de concreto recién construidas sobre las curvas empinadas. ¡Ya la hicimos! grita Juan José de contento; gritan los tres. Siguen y adelante un par de campesinos, en la dirección que llevan, cargan una pick up con madera y leña verde, hasta desaparecer la curvatura de sus muelles. Dicen que en un rato más, ya estarán sobre terrenos de Simojovel, y que la lluvia ya viene. Adelante, a mitad de una sementera, junto a una roca, creen ver a un agricultor dale y dale con el azadón, aunque… al acercarse, ¡Oh rotunda equivocación! Un espantapájaros con sombrero y manos, sobre una estaca, se menea acompasado, al ritmo del viento.

Más arriba, en donde el bosque de pino-encino cobra consistencia, algo extraño observan: dos caballos, no mulas ni burros, llevan sendos tercios de leña e incluso sobornal. Un hombre maduro y correoso, rifle cruzado a la espalda, los conduce a paso lento, y más allá, sobre lo que parece ser el vértice de la montaña —están salvados: culminan la subida y la lluvia ha quedado atrás—, fuera de la curva hacia el lado derecho, junto a la sombra de varios robles, toda una familia de leñateros trabaja: el más fuerte raja los troncos a punta de hacha, mientras el más viejo troza con machete las ramas secundarias, delgadas. Los niños por su parte, forman una cadena, y así  acomodan la leña sobre la camioneta.

Los despiden con manos y voces, aunque tan sólo a cien metros paran, inesperadamente. A ello les obliga el paisaje elocuente que se abre ante sus ojos.

Lo que sucede es que a la derecha, hacia el Noroeste, sobre la vuelta del camino, el paisaje se expone como en una pantalla de cine hecha a propósito. En primer plano destacan dos liquidámbares majestuosos, aunque junto a ellos convive un desmonte de dos o tres años convertido en simple acagual. En segundo plano a la izquierda, encantada es la visión de un cerro —enorme extensión rocosa, cortada a tajo por todos sus lados— pletórico de árboles y vegetación original. A la derecha bosques extensos se pierden en la distancia y se confunden con el azul del cielo.

Al fondo y en tercer plano, hacia abajo y a la parte media, cinco o seis poblaciones se dibujan perfectamente, entre ellas con toda certeza, Huitiupán, El Azufre y Sabanilla. La ciudad de Simojovel se oculta tras el macizo montañoso de la izquierda. En el mismo segundo plano, se distinguen de izquierda a derecha los montes Cerro Saybal, Cerro El Gallo y otro que el mapa oficial no registra, pero cuya altura fácilmente rebasa los 2400 metros sobre el nivel del mar.

 

Posible extensa reserva forestal

Poco a poco, mientras disfrutan esta belleza excepcional, al igual que el frescor y la humedad que vienen de abajo, seguramente por la duda… la duda que como dice el refrán, “mata al gato”, los muchachitos de la familia aludida, acompañados por quien resulta ser su abuelo, se van acercando hacia el auto de los excursionistas; van perdiendo el miedo de poquito a poco, hasta que están junto a ellos, perro extraño incluido (por sus varios colores y su cola a rape). Toman los caminantes la iniciativa y los saludan; ellos responden y se acercan aún más, preguntan y responden. Al final conversan todos y hasta un par de fotos quedan para el registro.

Retroalimentación porfas. cruzcoutino@gmail.com

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