Emboscada periodística, y el adiós a Tom Wolfe

Ahí viene el maestro Tom Wolfe (¡vruum! ¡vruum!) “en su Embellecido Cochecito Aerodinámico” (¡rahghh!), fluorescente (¡thphhhh!), dobla la curva (¡brummmmmmmmmm), se despide (ratatatata).

Es Tom Wolfe, es su nuevo periodismo, es su hoguera de las vanidades, es su Emboscada en Fort Bragg que vienen a denunciar-desnudar la forma en que cada medio, cada periodista, de acuerdo con sus intereses, cuenta su propia verdad, no la verdad de los hechos.

En Emboscada en Fort Bragg (Ediciones Grupo Zeta, Barcelona, 1997), Wolfe se regresa al campo que le dio fama: el llamado nuevo periodismo. Parapetado en su omnipresencia de escritor revela cómo un grupo de periodistas, encargados del noticiario más importante de Estados Unidos, Día y Noche, espían con cámaras ocultas a tres presuntos asesinos de un joven homosexual.

Los acusados, miembros de élite de una base militar norteamericana, son vigilados, zancadillados, acosados, para que, al fin, declaren sobre el «monstruoso asesinato de Randy Valentine».

«E joputa , dice Ziggefoos, uno de los acusados, ni senteró de quién le dabel golpe».

Wolfe por Sorel.

Tom Wolfe se coloca detrás de las cámaras y muestra cómo los productores, esos cerebros ocultos de los programas televisivos, recortan, maniobran, maquillan la información para que el hecho se presente más impactante al televidente.

En el bote de basura quedan las defensas de los acusados, sus argumentos de haber sido emboscados, sus voces perdidas y sus días de servicios prestados al ejército norteamericano. Lo que busca Día y Noche es presentarlos como seres desalmados, homófonos violentos, skinheads hitlerianos, kukuxklanes modernos, actores naturales de Pulp Fiction o de Asesinos por naturaleza.

Y todavía al término de la emisión, vista por más de 200 millones de norteamericanos, la conductora se atreve a decir que quizá se violaron algunas leyes relativas a la interceptación de conversaciones privadas —por haber colocado micrófonos y cámaras ocultas— «quizá sea cierto… Aunque, desde el principio, nuestro gabinete legal nos ha asegurado lo contrario. Sin embargo, sean cuales fueren los tecnicismos legales de la cuestión, sabemos perfectamente, y creemos que la mayoría de los ciudadanos de nuestro país sabe perfectamente, que hemos respetado una ley mucho más elevada y mucho más importante… y también la más vital de las tradiciones estadunidenses, la tradición que valora, por encima de todo, la Imparcialidad… y la Justicia».

Lo que Tom Wolfe pone en tela de juicio no es la cuestión de objetividad periodística —que quedó rebasada con el dicho aquel de que si fuéramos objetos, seríamos objetivos, pero como somos sujetos somos subjetivos—, sino de imparcialidad, que para muchos había sustituido a la objetividad.

Adornar a la actividad periodística con términos como objetividad e imparcialidad, es encasillarla a un ejercicio para robots. Lo que debe reconocerse es que el periodismo es preponderantemente parcial. Decía el maestro de la crónica, Carlos Septién García, que no podemos ser imparciales ante la injusticia, los atropellos, la pobreza, porque «el buen periodista debe siempre tomar partido en  contra de estos actos».

Lo que no debe hacerse es ocultar la información, mentir a la gente, como lo hacen los productores del ficticio noticiario Día y Noche con el propósito de atrapar la atención de los televidentes y alcanzar los más altos puntos de audiencia.

Lo que describe Tom Wolfe en Emboscada en Fort Bragg es un hecho común en las redacciones de los periódicos, estaciones de radio y de televisión: no se trata de dar a conocer la verdad, sino una verdad que vaya de acuerdo a la línea del medio, a la forma de pensar del reportero y a lo que desea escuchar el auditorio.

(Escribí este texto para Este Sur, hace algunos ayeres, y lo recupero a propósito de la muerte de Tom Wolfe, creador del llamado Nuevo Periodismo. La entrada es un homenaje a su famoso artículo El embellecido cochecito aerodinámico fluorescente).

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