Hombres y mujeres de piedra

Casa de citas/ 495

Hombres y mujeres de piedra

Héctor Cortés Mandujano

 

Héroes y dioses de la antigüedad (Electa, 2002) es un diccionario de arte, coordinado editorialmente por Simona Oreglia, lo que implica que no sólo tiene información escrita, sino también, y mucha, información visual de pintores clásicos. Una delicia.

En alguna otra Casa… escribí sobre uno de los tres regalos que los reyes magos trajeron para Jesús: la mirra. Mirra fue la madre del guapísimo Adonis. Nació (p. 14) “de la relación incestuosa entre Cíniras, rey de Chipre, y su hija Mirra, con la que aquel yace durante doce noches sin conocer su verdadera identidad. Cuando descubre que la amante es su propia hija, el rey intenta matarla. Mirra logra escapar y, después de haber vagado de un lado para otro, implora, exhausta, a los dioses que la transformen en un ser que no pertenezca al reino de los vivos ni al de los muertos. Entonces la joven fue transformada en el árbol de la mirra”.

Ceres (Démeter en la mitología griega) busca a su hija y pide agua a una vieja. La toma con avidez y un niño, Ascábalo, se ríe de ella (p. 72): “La diosa lo convierte en lagartija”.

Clitia estaba enamorada de Apolo (el sol) y éste, luego de ser su amante, la dejó por otra. Ella (p. 73) “se pasaba los días siguiendo con la mirada el recorrido del Sol, hasta que, consumida de dolor, se transformó en girasol, la flor que siempre se vuelve hacia el astro”.

Una corneja blanca, es decir, un cuervo, delata el adulterio de Coronis (p. 74): “La corneja es castigada por Apolo, que transforma su color de blanco en negro”.

La Biblia está llena de historias griegas. Como los hombres se han portado mal, Júpiter (Zeus para los griegos, este diccionario está hecho por italianos) decidió (p. 79) “enviar sobre la tierra un violento diluvio. Únicamente Deucalión y su mujer Pirra, aún no corrompidos y piadosos, fueron salvados”. Los hombres y las mujeres nacieron, después, de las piedras que uno y otra arrojaron a sus espaldas: Venimos de la piedra, del polvo.

Leandro, para gozar del amor de Hero, dice la mitología, atravesaba nadando el Helesponto, que actualmente es el estrecho de los Dardanelos. Se creía que esa hazaña era imposible hasta que, en 1807, (p. 128) “lord Byron […], el famoso poeta romántico, atravesó a nado el estrecho”.

Una clase sobre ninfas: Las nereidas (p. 234) “son ninfas marinas y se diferencian de las náyades, ninfas de las fuentes, y de las oceánides, ninfas del Océano”.

 

Ilustración: Alejandro Nudding

Tuve amistad con Luis Demetrio (compositor, entre otras, de “La puerta”); él me contó una historia muy simpática, que aquí se cuenta sin la chispa de mi querido amigo muerto (p. 312): “Laercio cuenta que Sócrates aconsejaba a los muchachos que se miraran regularmente al espejo: si eran bellos debían llegar a ser dignos de su belleza; y si, por el contrario, se veían feos, debían compensar semejante falta con la virtud”.

Cimón, encarcelado y hambriento, esperaba su ejecución; su hija, Pero, lograba entrar a su celda por la magnanimidad del guardia. Como Cimón (p. 330) “estaba a punto de morir de hambre, la muchacha alimentaba al padre ofreciéndole leche de su pecho”. Los cuadros son por lo menos extraños: un viejo, con las manos atadas, toma el opimo pecho de una muchacha hermosa.

Los griegos eran bisexuales. No tenían pruritos en tener amantes de uno o de otro sexo. Este tomo cuenta varios casos. Júpiter, es decir Zeus, se casó con su hermana Juno (Era, para los griegos) y sentía pasión por Ganímedes, joven de belleza singular (p. 105): “Júpiter, enamorado del joven, lo rapta después de haberse transformado en águila, lo conduce al Olimpo y le convierte en su copero”.

Hércules, el fortachón, también tenía su corazoncito (p. 130): “Durante la expedición de los Argonautas, Hércules se enamora de Hilas, su joven y bellísimo compañero de aventuras”.

Apolo se enamora de Jacinto. Jugando con él de lanzamiento de disco, el dios lo golpea con un rebote y su amado muere (p. 137): “Apolo transforma la sangre que sale de la herida del amigo en una flor: el jacinto”.

 

***

 

Leo San Pedro Chenalhó. Algo de su historia, cuentos y costumbres (Instituto Chiapaneco de Cultura, 1990), de Jacinto Arias.

Dividido en cuatro apartados, el que me pareció más novedoso es el que hace la biografía del padre del autor: “Manuel Arias, arreglador del pueblo”. Qué aventuras tuvo este hombre, qué importante fue para los pedranos, cuánto los ayudó.

Chenalhó es un nombre tsotsil que significa (p. 6) “Agua de pozo rocoso”.

Los “Cuentos del pasado pedrano” son, como el mismo Jacinto reconoce, tomados a veces directamente, a veces con algún agregado del Popol Vuh. No tienen mucho interés, al menos para mí. Lo que me llamó la atención es que, en esas historias, el Jesús bíblico aparece como personaje. Lo llaman X’ox (p. 40): “X’ox hacía travesuras con las criaturas, los convertía en ardillas, ratones; aunque estuvieran bien escondidos o metidos en las ollas, los niños aparecían de repente caminando en los techos como animales. Por eso las mujeres decían: ‘El hijo de la María es muy travieso’ ”.

Hablan de un negro, común en las leyendas indígenas y asociado con el diablo. Me llamó la atención la vuelta de tuerca sobre las cabezas de hombres (p. 69): “A la mujer la llevaba a su cueva para hacerla su mujer, al hombre le vendía su cabeza a los constructores de puentes y grandes casas para alimento de las construcciones”.

Recomiendo leer la historia de Manuel Arias Sojob, arreglador del pueblo. Es magnífica. Hay, incluso, historias paralelas. Antonio Bótaz era un hombre malo y se pidió a los dioses que dejara de hacer daño. Y fue concedido (p. 79): “ A Antonio Bótaz se le pudrió el pene y se murió”.

Cuenta en primera persona Manuel (p. 81): “También aprendí a curar mordeduras de serpiente. Para esto sí sufrí bastante: en mis sueños me enseñaban los rezos y durante el día se me atravesaban toda clase de culebras en mi camino y en mi trabajo. Pero mi mamá me decía que no tuviera miedo, así me hice de corazón fuerte y aprendí a curar; curé a uno, curé a dos… y las culebras empezaron a desaparecer”.

Don Manuel, cuando se vuelve primera autoridad, no honraba a los dioses; entonces (p. 110): “Dios me espantó, me mandó un mal, se me estaba apestando la nariz; le pedí perdón a Dios de mi caprichito y me curé”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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