El cierre de La Casa de Ladrillo

Con tristeza y una indudable nostalgia observé la pasada semana, mientras circulaba en la calle 12a Poniente Norte, por el rumbo de El Magueyito, cómo se desmantelaba el interior de la histórica cantina conocida como La Casa o la Casita de Ladrillo.

Días previos a la reclusión inicial provocada por la pandemia conocí la noticia del cierre del establecimiento por boca de Luís, su sempiterno mesero, quien me anticipó una noticia que no quise creer, seguramente porque no deseaba que fuera cierta. Desde que llegué a Chiapas tal cantina fue un referente del vivir tuxtleco y de su clásica forma de comer: botanear.

Esta cantina, la segunda con licencia de la ciudad si la memoria no me falla, ofrecía una botana singular, propia, en un espacio alejado de lujos y parafernalias de otros negocios. Sus guisos, sustentados en el cerdo, no los he probado en otras cantinas. Botana, no platos de comida, servida en pequeños recipientes que esperé siempre como si fuera la primera vez que la degustara. Una expectativa, con innegable tono ritual, resuelta con la satisfacción de quienes consideramos el acto de comer algo más que una acción para saciar una necesidad vital.

En ese sentido, La Casita de Ladrillo fue un lugar donde la comensalidad se hizo realidad en repetidas ocasiones. El acto de comer no se limita al contenido de los platos y la bebida, también deben tomarse en cuenta las personas que acompañan ese accionar. Por ese motivo la antropología destaca el carácter comunicativo del acto de comer; la socialización que provoca y reafirma. En sus mesas, nada lujosas, compartí los alimentos, platiqué y reí con muchos amigos que todavía están en este mundo y con otros que ya han partido de él. Y también en sus sillas se sentaron muchos visitantes foráneos que, dispuestos a conocer la botana tuxtleca, disfrutaron de nuevos sabores e, incluso, de viejas canciones interpretadas por trovadores que se ganan la vida recorriendo la ciudad y sus cantinas.

Extrañaré platicar con el mencionado Luís, y entrar a saludar a la dueña de La Casa de Ladrillo, doña Miroslava, antes de buscar uno de los rincones de la casa o una mesa del rústico patio, si la meteorología lo permitía. Conocí de sus tristezas y alegrías, como ellos supieron de muchos aspectos de mi vida tuxtleca. Hoy parece que ello no se volverá a repetir. El tiempo pasa, y también pasó para una Casa de Ladrillo engullida por los cambios que ofrecen los nuevos negocios, preocupados por estéticas y parafernalias supuestamente más modernas y juveniles.

Este histórico negocio quedó como un recuerdo de lo que fueron en un tiempo las cantinas tuxtlecas, como otras muchas que poco a poco cierran o cerrarán sus puertas. Clientes históricos y del vecindario fuimos los últimos en traspasar sus puertas movedizas; esas de los retratos añejos y las películas en blanco y negro.

El cierre de La Casita de Ladrillo clausura algo más que un establecimiento donde se despachaba comida y bebida. Con ella se van formas de entender la relación que establecemos con la comida y entre comensales. Se acaba una forma de guisar y unos sabores que no sé si volveré a probar y, sobre todo, desaparece uno de los lugares que daban sentido y me hacían comprender los años vividos en esta ciudad.

 

 

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