Piporro y Góngora

Casa de citas/ 502

Piporro y Góngora

Héctor Cortés Mandujano

 

En Cuaderno Salmón, número 2, otoño de 2006, dice Alejandro Rossi a Humberto Beck en la entrevista “Un acto de fe” (p. 90): “La literatura no es una actividad frustrada. Una cosa es que no se alcancen no sé qué sueños que se impuso un determinado autor; y otra la práctica literaria, que cuando está bien llevada produce arte, y esto es lo único que importa”.

No he leído de Benjamin Kunkel, norteamericano, más que el ensayo “Diana Abott: una lección” que resplandece en las páginas de este número. La mujer del título quiere/tiene que escribir una reseña sobre la obra de J. M. Coetzee, de quien ha leído todo. Dice algo que a veces también me choca de este gran autor sudafricano, ganador del Nobel de Literatura 2003. En sus primeros libros (p. 145) “la frialdad, la cualidad del acero y lo impecable –a lo que todos los críticos se refieren con distintos nombres– parecían producto natural de la honestidad. Ahora la severidad se encuentra en ocasiones en lugar de la honestidad”.

Es muy puntual el texto de Kunkel-Abott (p. 146): “Si uno quisiera fijar una fecha, la prosa de Coetzee comenzó a flaquear en 1994, con El maestro de Petersburgo, una novela sobre Dostoievski”.

Cita Kunkel una idea de Adorno (p. 147): “Incluso los libros de Kafka se han vuelto muebles”.

(Admiro a Coetzee, pero me pareció insoportable su envaramiento, su seriedad de máscara, su no salirse nunca del papel que trajo escrito para contestar las preguntas de su entrevistadora en la Clase magistral en la UNAM, en 2019. Tengo claro, por supuesto, que a Coetzee le daría igual si supiera lo que piensa de su escritura Kunkel y que a mí me fastidie su comportamiento público.)

Nicolás Cabral, al reseñar la novela La duración de los empeños simples, de Daniel Sada, dice (p. 190): “En la pugna entre el Piporro y Góngora, ha terminado por imponerse el primero”.

 

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En la última página de esta revista encuentro que escribí este texto (con tinta roja y notoria premura), quién sabe cuándo, quién sabe por qué:

 

Amar es odiar al otro, tratar de cambiarlo o destruirlo.

Amar es una furiosa antropofagia, una violenta lucha: comerse al otro, a la otra; ensartar o ser empalada; compartir sangre, semen, flujos vaginales; arrancarse el corazón.

Amar es herir, cortar, segregar, exigir: Eres sólo mía, Si me dejas te mato, No quiero que vayas, Muérdeme, Dame más.

Amar es intentar destruir el pasado del otro, de la otra: No veas a tus padres, Esa amiga no me gusta, No creo en esa religión, Córtate el pelo como te digo, Cómprate esta ropa.

Amar es una cinta de Moebius, el círculo perfecto de esclavitud, donde el dominante y el dominado se vuelven un animal de dos espaldas, que ni siquiera se ama a sí mismo ni a su otra mitad.

Ilustración: HCM

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Nada hay en el entendimiento que no estuviese antes en los sentidos

Aristóteles

 

En Creando el mundo. El fascinante viaje desde los sentidos hasta el cerebro (Salvat, 2019), de José Viosca, el autor responde la pregunta directa (p. 11): “¿Cómo hace el cerebro para que podamos ver, tocar, oler, saborear y oír?”.

Eso se consigue porque (p. 22) “cada modalidad sensorial tiene su propia autopista que, a partir del órgano sensorial, asciende a lugares propios de la corteza cerebral, donde hay regiones dedicadas a la visión, el oído, el tacto y todos los demás sentidos”, y lo curioso es que quien descifra, el cerebro (p. 25), “no tiene acceso directo al mundo externo” y está “encerrado dentro del cráneo en la más absoluta oscuridad”.

Ahora bien (p. 26), “las células receptoras capturan sólo una fracción del mundo externo” y eso “simplemente significa que todos somos ciegos (sordos, o en general, insensibles) a la inmensa mayor parte de estímulos externos”, es decir (p. 32), “reconocemos partes pertenecientes a un todo”.

En su función táctil (p. 42), “los 20 000 mecanorreceptores que tapizan la piel informan cada uno de lo que sucede en una pequeña parcela de la piel” y pueden diferenciarse porque (p. 43) “existe una correspondencia topográfica entre cada región del cuerpo y las respectivas regiones del cerebro a las que llegan los estímulos”.

La visión, por otra parte (p. 53) “está configurada desde dentro; miramos como miramos según nuestra historia personal. […] De hecho, más del 50% de la corteza cerebral humana está dedicada a la visión”, aunque, como ya se dijo antes (p. 54) “literalmente, no hay visión directa”; por ejemplo (p. 61), “si algo falta en el campo visual, el sistema visual lo inventa –el término técnico es extrapolar– a partir de las tendencias que hay alrededor”.

Hay sólo cinco sabores primarios (p. 102): El salado, el agrio, el dulce, el amargo y el umami, que en japonés significa “delicioso”. En el caso del olfato (p. 103), “no hay un acuerdo sobre la existencia de olores primarios. Si existen, son muchísimos” y, además (pp. 106-107), “los humanos contamos con 350 variedades diferentes de proteínas que detectan olores”.

Como en todos los sentidos (p. 110), “la percepción del gusto y del olfato, sucede en el cerebro”

No sólo hay cinco sentidos, los más conocidos son externos o de extercepción, pero existen (p. 125) “otros dos grupos de sentidos especializados en detectar estímulos en el interior del cuerpo: la interocepción (detectar el estado fisiológico del cuerpo) y la propiocepción (detectar la posición y movimiento del cuerpo)”.

Los dos sentidos más importantes en la interocepción (p. 125) “están asociados con las sensaciones de hambre y sed”; pero (p. 129) “en el cerebro hay muchas conexiones –su especialidad es combinar señales– por lo que los distintos sentidos se combinan, al igual que se combina la percepción con otros procesos del cerebro”, porque en el cerebro (p. 132) “casi todo está conectado”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

 

 

 

 

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