El imperio de la noche

Casa de citas/ 522

El imperio de la noche

Héctor Cortés Mandujano

Ilustración: Juventino Sánchez

Gracias por agotar, en dos días, los boletos para el estreno de mi obra Trascripción, palimpsesto. Estaremos cinco semanas, puedes reservar lector, lectora, entradas para las siguientes funciones.

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Don Álvaro o la fuerza del sino (Espasa-Calpe, 1951), del Duque de Rivas, es una obra de teatro fundamental para la escena española y para todas las escenas. Se estrenó en Madrid en 1835 y Ángel de Saavedra, quien la firmó con su título nobiliario, se volvió un autor al que un lector de hoy puede acudir sin salir decepcionado.

Don Álvaro y doña Leonor, los enamorados de la obra, tienen una suerte fatal que incluye oposición del padre y la muerte de casi todo el elenco. La obra se lee, en sus cinco jornadas, con facilidad y con gusto.

En la cuarta jornada, el padre Melitón está dando de comer a los necesitados y pregunta a una mujer por su tropa infantil (p. 122):

“MELITÓN: ¿Y por qué tiene seis chiquillos? …Sea su alma.

“MUJER: Porque me los ha dado Dios.

“MELITÓN: Sí…, Dios…, Dios… No los tendría si se pasara las noches como yo, rezando el rosario o dándose disciplina.”

 

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EL XIX en el XXI (Sexto piso, 2010), de Christopher Domínguez Michael, se constituye por una serie de ensayos sobre libros y autores del siglo XIX, revisados con el conocimiento y la inteligencia de Domínguez Michael, un hombre de estos días (nació en la Ciudad de México, en 1962).

Escribe el autor sobre Alejandro Dumas (p. 40): “Dumas fue más historiador popular que novelista, pero fue él quien escribió la novela perfecta, El conde de Montecristo, en 1845. García Márquez lo sostiene, con toda razón”.

De Quincey (1785-1859) descubrió, dice Christopher (p. 44), “que la prensa moderna sería un océano en cuyos hundidos galeones habría de leerse la arqueología entera de nuestra civilización, tumba de todas las baratijas y tantos tesoros”.

A mí, cursi declarado, no me gustó el desdén del ensayista sobre mis congéneres. Habla de Las cuitas del joven Werther (p. 182): “La cursilería de Goethe me hizo sonrojarme. […] Los cursis, ya sean deliberados o inocentes, no tienen mucho lugar en el discurso contemporáneo. La cursilería es un defecto tolerado que pertenece al mundo secreto de las criadas en domingo”.

Dice Domínguez Michael (p. 208): “Y Figuereido, hispanista portugués, recordó en Pirene (1935), a la hija del rey de Narbona que, violada por Hércules, alumbró un nido de serpientes. El héroe arrepentido levantó un mausoleo a la doncella devorada por sus hijos. Esos son los Pirineos”.

Cita a Alphonse Daudet (1840-1897), p. 219: “Los enfermeros dice qué bella herida, la herida es magnífica. Uno creería que hablan de una flor” y a Oscar Wilde (p. 237): “Cualquiera puede solidarizarse con el sufrimiento de un amigo, pero hace falta un carácter magnífico para solidarizarse con su éxito”.

 

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En la Ronda de clásicos mexicanos, una colección dirigida por Antonio Saborit (Planeta-Conaculta, 2002) se publicó Los paseos de la Verdad, de José Joaquín Fernández de Lizardi, una ficción que toca la realidad a partir de que un hombre es acompañado por la verdad para ser testigo de cómo son los seres humanos, fuera de las caretas que usan para mostrar distintas apariencias.

Los cinco relatos, las cinco visitas de la Verdad, fueron publicados en el periódico la Alacena de las Frioleras en varias fechas de 1815; por eso se disfruta que, en “Va la Verdad a casa de un egoísta”, se haga referencia en el texto a la publicación periódica en que estaba apareciendo. Pregunta un presunto comprador al vendedor (p. 23):

“—¿Qué dice la Alacena de Frioleras?

“—Trae una alegoría de un sueño en que su autor hizo unos paseos con la Verdad.

[…]

“—¿El autor de ese papelucho ¿no es el mismo Pensador Mexicano?

“—Sí, señor.

“—¡Valiente tuno, un pelado, ocioso y hablantín. […] No hay autorcillo más tonto, ni papeles más insulsos y desinteresados que los suyos.”

 

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Schiller (1759-1805) fue, es un dramaturgo alemán, contemporáneo de Goethe, de quien hay que leer sus obras ya clásicas: Guillermo Tell, La dama de Orleans, etcétera. También fue poeta, aunque salvo por los versos, escritos en coautoría con su amigo Körner, y musicalizados, que se cantan en el final de la Novena Sinfonía, de Beethoven (a los versos de Körner y Schiller se les conoce como el “Himno a la alegría”), tal vez ya hubiera sido olvidado como poeta. Como dramaturgo, ahí sigue, sin despeinarse.

Un libro recuerda su trabajo poético: Schiller (desde México), UNAM, 1955, de la Dra. Marianne O. de Bopp. En él se recogen varias traducciones, publicadas en revistas mexicanas de la época en que Schiller brillaba, pues los versos fueron traducidos entre 1850 y 1887.

Su dramaturgia no puede omitirse; por eso, la doctora Boop (quien hace prólogo y biografía de Schiller) incluye un gran texto sobre Guillermo Tell, escrito por nuestro poeta Manuel Gutiérrez Nájera; en él hay una historia maravillosa que, lamentablemente, es extensa y no puedo resumir sin echarla a perder: una mujer pierde su anillo de matrimonio, lo halla un sirviente y ambos son muertos por el marido celoso.

Para hacer más accesibles los versos de Schiller, algunos los volvieron cuentos. Eso ocurre con, por ejemplo, el cuento titulado “El rehén” que es en realidad el poema “La fianza” y con varios más que, puestos en un mismo libro, no sólo hablan de la destreza de Schiller, sino de sus traductores. Hay también dos versiones de un poema, en el caso de “El guante”, que traduce del francés José María Roa Bárcena y del alemán, José Sebastián Segura.

Lo que cuenta este poema es, resumo, como una bella muchacha avienta un guante en medio de un tigre y un león, y luego pide a su enamorado que se lo traiga. Él lo hace, se lo entrega y como se da cuenta de que está jugando con él, le dice que no quiere nada con ella. En la versión de Roa Bárcena, en prosa, el joven vuelve con el guante, ella lo ve con promesa seductora (p. 84), “pero el caballero, arrojándole el guante al rostro, le dice: ‘No quiero absolutamente vuestro reconocimiento’. Y la deja en el acto”; a Segura, el segundo traductor, en verso, le parece una patanería que un hombre le tire un guante a la cara a una doncella (dice al pie de página: “una dama es siempre digna de consideración”) y concluye así (p. 90): “Él se inclina y le dice/ Con profunda reverencia:/ ‘Vuestras gracias no las quiero’;/ Y para siempre la deja”.

Me gustó el cuento “La campana”, que en realidad era un poema. No sé si Schiller o su traductor José González de la Torre dice que al concretarse el matrimonio de dos que se aman (p. 56) “¡cuántas ilusiones se acaban. La pasión huye […]. La flor se marchita y el fruto la reemplaza”. De su largo poema “El triunfo del amor”, cuyo traductor se desconoce, son estas dos líneas que me encantaron (p. 157): “Amor, amor, tú iluminas/ El imperio de la noche”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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