Joel y Ugo

Estoy frente a la fotografía de Joel, extraída en noviembre del 2018 por Raciel Jacobo, mi amigo oaxaqueño, del expediente de la Guerra Sucia resguardado en el Archivo General de la Nación. La fotografía se encuentra en un informe firmado por Luis de la Barreda Moreno, jefe de la Dirección Federal de Seguridad, el 16 de febrero de 1975: un día después del enfrentamiento a balazos con un pelotón del ejército en la ciudad de Oaxaca, en el que Joel cayó herido al agotar la última bala de su Walther 9 mm. Joel no está solo en la fotografía. De izquierda a derecha, es el penúltimo de cuatro militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre recién aprehendidos: Carmen Teresa Carrasco Martínez (a) Matilde, Eulalio Aragón Cosme (a) El Mago, Joel López de la Torre (a) Espiridión, Alberto Vázquez Castellanos (a) El Gato. En el informe del director de la policía política, se dice que están presos en la Comandancia de la 28/a Zona Militar, a fin de ampliar la investigación y proceder a la aprehensión de los restantes miembros de la Brigada Revolucionaria Ignacio Salas Obregón.

Cuarenta y tres años y nueve meses transcurrieron para que yo pudiera mirar a mi hermano Joel, en esta fotografía que me arranca lágrimas tristísimas. Y conocer el reporte oficial de su derrota, archivado en alguna celda remodelada del antiguo Palacio Negro de Lecumberri: aquella cárcel porfirista que perduró casi siete décadas (hasta transformarse, en 1976, en el Archivo General de la Nación), atragantado con el infortunio de los desposeídos incapaces de defenderse y la rebeldía de los inconformes que con el griterío de la consigna y el fusil se alzaron contra el predominio del autoritarismo semi feudal que reprimió con balas y cárcel la protesta pacífica de las masas populares.

Cuarenta y tres años y nueve meses de imaginar sus facciones con el lunar debajo de la nariz, coronación de la sonrisa indeleble; y aquel caminar de pasos firmes, puntales de su acerado tórax. Y otros tres años de contemplar la fotografía del insurrecto encaminado al doloroso parto de la muerte y a la desaparición de los retazos de su cuerpo; y de leer y releer el informe policíaco de aquella caída en el retén de Oaxaca y hurgar en las andanzas guerrilleras que perduran en mis recuerdos, para decidirme a escribir este pasaje sobre la rebelión de mis hermanos Joel y Ugo.

Arranca su historia desde las raíces de los algodonales en las fincas fronterizas de Suchiate. Allí, a los seis años de edad, Joel ya trabajaba de sol a sol, tan pequeñito y tenaz entre las parvadas de niños jornaleros. Y allí nació Ugo, en el más tempestuoso de los doce partos de Mamá. Nacieron y crecieron en el estrato más alejado de la prosperidad, imbuidos del cúmulo de contrariedades que acarrea ser jornalero. Quizás por ello, todavía adolescentes, abrevaron con destacada fluidez en los portentosos manantiales del marxismo-leninismo. Pronto entendieron los mecanismos de la explotación de la fuerza de trabajo, el sustento teórico de la plusvalía, los rudimentos del materialismo histórico, el rumbo del acontecer. Yo estuve al frente del proceso forjador de las conciencias, como en los círculos de estudio de la Normal Rural Mactumactzá. Mi hermano Alfredo compartió con nosotros la vocación por el conocimiento y la voluntad de rebelarse, pero no vislumbró como destino inexorable la victoria del proletariado, ni siquiera en el punto más lejano del devenir. Él optó por formar una familia y hacer de su casa un refugio para que escapáramos de las persecuciones. No estaría en la estructura de militantes periféricos de la organización revolucionaria, pero sí en la firme voluntad de jugarse la vida por sus hermanos insurrectos. Joel y Ugo combinaban los estudios escolares, en la preparatoria y la secundaria, con aquellos de nuestro círculo de capacitación, incluidos el entrenamiento en las artes marciales y el manejo de las armas. El proceso de enseñanza-aprendizaje se desarrollaba en los campos de la teoría y la práctica. En nuestro plan de hermanos, ellos desplegarían toda la persistencia de su accionar en la periferia de la organización, hasta que arribáramos a la etapa insurreccional del descontento masivo. Su formación político-militar relumbraría cuando el proletariado diera el salto de las huelgas por mejoras económicas a la huelga política generalizada por la toma del poder. La marejada incontenible de los desposeídos impondrá la necesidad de dar la cara en la plaza pública. Allí practicarían las técnicas para conducir las asambleas de las masas. Discurso, consignas, marchas y concentraciones pacíficas, soportadas por una organización militar subyacente para devolver golpe por golpe a las hordas represoras. Sería obligado meterse de lleno en todo ese quehacer porvenir, y en las tareas que engendra la victoria. Entretanto, dado mi fogueo en las lides de la protesta estudiantil y en el reclutamiento de simpatizantes y guerrilleros en ciernes, sólo yo sería militante profesional. Así preservaríamos la integridad y el buen ánimo del clan familiar, aunque nos mantuviéramos desligados del núcleo.

Habitábamos una vivienda pequeñita, en una calle bien pavimentada de un barrio pobre de la Ciudad de México. Nuestro mobiliario eran cuatro colchonetas y una mesita de pino, en la que instalamos una estufa sin horno de dos quemadores. Era divertido deglutir montañas de proteínas, carbohidratos y verduras en las esquinas de la mesa que servían para rebanar cebollas, ajos, chiles, tomates, junto al lavadero de trastos y ropa. Desde la ventana de la cocina-comedor-lavadero lanzábamos piropos a las jovencitas hacendosas que laboraban en el patio del vecindario. La más guapa fue la primera esposa de Alfredo y la más risueña, la única novia de Joel. Teníamos un sanitario sin puertas, con la regadera descolgándose arriba del escusado, y el dormitorio-estudio-sala de juntas-gimnasio provisto de libros, ropa y rollos de colchonetas y cobijas estibados junto a las paredes, frente al pasillo de acceso en el que desembocaban las escaleras compartidas con el apartamento de los ancianos dueños del edificio. No quedaba espacio libre ni para las hormigas. Ni un minuto para distracciones perniciosas, tan ligadas al encantamiento superfluo de la pequeña burguesía. Revolucionar los desajustes abismales del capitalismo exige al protagonista de la historia toda su capacidad de trascendencia. Las tareas inmediatas de la vanguardia en ciernes eran tan claras como el resplandor de la aurora: construir el partido político y el ejército del proletariado, para enfrentar con las armas en la mano al aparato represivo de la burguesía. La matanza del diez de junio de 1971 disipó las últimas dudas de aquellos que anhelaban disparar en la vía pública el coro de sus demandas, con fusiles de altavoces. Joel, Ugo y yo estuvimos en la primera línea de las asambleas preparatorias y de la manifestación pacífica dislocada a garrotazos, sangre y fuego por Los Halcones: esa pandilla paramilitar entrenada por soldados de élite para exterminar muchachos disidentes. En las asambleas, con calma de veteranos, digerimos el candor bien hilvanado de los demócratas pacifistas y su destreza para encender quimeras en la sesera de la masa estudiantil. Ansiosos de sobresalir en la arena pública, negaron la verdad incontrovertible expuesta en los volantes que repartíamos de mano en mano antes de los discursos: el orquestador de la masacre del dos de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, había trepado a la presidencia de la República desde la oficina encargada de salvaguardar el orden autoritario. En la trayectoria del burócrata matón, aplacar alborotos estudiantiles con el tableteo de las ametralladoras resultó harto redituable y estimulante. Ahora, con todo el aparato político y represivo bajo su mando, no sofocaría el goce de sus impulsos, por demás consistentes con aquella visión tan arraigada desde el virreinato: El poder no se comparte. Y nadie puede socavar el incólume principio de autoridad… a menos que desdeñe la fortuna de existir. Poco habían cambiado las cosas en el correr de doscientos años. En 1767, dirigiéndose a los explotados y reprimidos súbditos mexicanos el virrey proclamó: “Nacieron para callar y obedecer, y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”.

Conocíamos la mentalidad caciquil, porque la padecimos como sarpullido en la entrepierna,  y habíamos estudiado los eventos de mayor resonancia en la historia de la represión contra los opositores al gobierno que se manifestaban, sin transgredir el orden impuesto por los mandamases del país, por el reparto de tierras contemplado en la reforma agraria; o por emparejar el juego de la democracia; o por mejoras al programa educativo. Reunirse en la plaza pública para exigir derechos consagrados en la ley era oponer el pecho desnudo a las balas. En mayo de 1962, en Tlaquiltenango, Morelos, un destacamento de sesenta milicos sacó de su casa al líder agrario Rubén Jaramillo, a su esposa embarazada y a sus tres hijos, para acribillarlos y rematarlos con el tiro de gracia en la cabeza junto a las ruinas de Xochicalco. Rubén Jaramillo fue continuador, por las vías legales, del movimiento zapatista. Pugnaba por hacer efectivas las conquistas del zapatismo plasmadas en la Constitución de 1917… En Chihuahua, antes de optar por el fragor de la violencia revolucionaria, Arturo Gámiz y sus seguidores demandaron un pedazo de tierra, dentro de los cauces legales; a las marchas de campesinos por el reparto de los latifundios, los terratenientes en el poder respondieron con balazos y encarcelamientos. Canceladas las puertas de la legalidad, los inconformes decidieron seguir adelante con el lenguaje de los fusiles y tomar por asalto la guarnición militar de Madera, el 23 de septiembre de 1965. Allí fue aniquilado el comando del Grupo Guerrillero del Pueblo que lideraba Arturo Gámiz. “Tierra querían, tierra tienen”, bramó el gobernador Práxedes Giner Durán, a la hora de palear terrones en el sepulcro  compartido por aquel comando de soñadores… A la par de estos sucesos tan tristes, en Guerrero cuajó el ambiente represivo que orillaría a Lucio Cabañas y a Genaro Vázquez a replegarse en la sierra, dispuestos a proceder con las premisas matar y morir de la rebelión armada. El 20 de agosto de 1967 decenas de copreros que rechazaban la imposición de una dirigencia espuria en su sindicato y el alza de tres a trece centavos en los impuestos al kilogramo de copra, fueron masacrados en Acapulco, por una banda de matones al servicio del gobernador Raymundo Abarca Alarcón. En el camino para dirimir las contradicciones sólo había lugar para el sustento de las balas.

En la perspectiva trasnochada del asesino entronizado, el movimiento estudiantil de 1968 atentó contra la raíz imperturbable del resabio feudal: el principio de autoridad. Marchas, jaloneos, gritos, ofensiva silenciosa teñida de blanco sacudían las conciencias, incitándolas a engrandecer la irreverencia. Hasta los indolentes comprendían que el pliego de peticiones atizaba el fogón de la protesta: libertar a los presos políticos, derogar el delito de disolución social, disolver el cuerpo de granaderos, destituir a los jefazos policíacos, indemnizar a los familiares de los muertos y heridos por la represión, diálogo público de los estudiantes con el gobierno. El hervidero de la palabra juvenil arremetió el andamiaje del credo proverbial. Los normalistas rurales, conocedores de las técnicas de la protesta y el co-gobierno educativo, hicimos eco de aquel discurso rebelde. Deliberamos, marchamos y gritamos en las arterias de las regiones, e incidimos en la operación de las brigadas que respondieron golpe a golpe la ofensiva de los granaderos en las calles de la Ciudad de México. Joel me acompañó en la contraofensiva de respaldo a las marchas universitarias. Allí calibré la reciedumbre de su temple de guerrero, la desenvoltura de su talento estratégico, la traviesa eficacia de sus granadas, bombas, hondas y bazucas cuaternarias. Los escudos de los represores padecieron las consecuencias del bazucazo a la puerta emblemática de San Ildefonso. Fue el gran ensayo de la forma de lucha que sobrevendría al dos de octubre de 1968 y a la resistencia de los normalistas rurales a la reforma que en 1969 desmembraría su sistema educativo. El sacrificio precursor de los muertos, los heridos y los prisioneros despejó los nubarrones de las rutas a transitar: dirimiríamos las contradicciones de clase con el revuelo contundente de los disparos o nos resignaríamos a atragantarnos los abrojos de la ignominia. La palabra dignificada y la resaca de la derrota sepultaron la pertinencia de los matices. Capitalismo o socialismo. Explotación de la fuerza de trabajo, despojo rapaz de la plusvalía, o transición socialista hacia el fenecer de la mercancía. La universidad rechazó sostenerse como mera fábrica de obreros calificados, para erigirse en la vanguardia de las movilizaciones de protesta. El cosmogónico grito de los estudiantes de Francia y México, la poesía de Hó Chi Minh, el rugido del Partido Pantera Negra, Cuba socialista y la utopía continental del Che Guevara cribaron el sedimento de la sensatez. La convulsión del mundo bifurcado difuminó los trazos geométricos de las fronteras y la dialéctica enternecedora del conformismo. Abierto el pensamiento al flujo inexorable del devenir, Joel decide apegarse a los mecanismos turbulentos de la trascendencia y atiborra de sustancia las conexiones del materialismo histórico. Nunca más engordaría las carracas mofletudas de los terratenientes, ni aspiraría a recalcar el sonido del abecedario en las comunidades de labriegos timoratos. Pelear y morir por la revolución socialista era su destino.

Deshilvanada la resistencia de los normalistas rurales, en noviembre de 1969 tuve que huir de Chiapas: expulsado y sentenciado a muerte por el comandante de la zona militar Luis R. Casillas. Encontré refugio en la Ciudad de México y me incorporé a las filas del Movimiento de Acción Revolucionaria, grupo guerrillero entrenado en Corea del Norte con la guía moral de Kim il sung. Allí reforcé los rudimentos de mis convicciones, el grosor y la flexibilidad de los músculos y la capacidad de organización para el combate. Luego marcharían por la misma ruta mis hermanos Ugo, Joel, Alfredo, y una retahíla de dirigentes de normalistas rurales y politécnicos, hermanados en la comunión de las batallas por causas elevadas. El gobierno atacaba con fogonazos de fusiles cualquier manifestación de rebeldía. Someter la dignidad de los inquietos era la consigna. Nosotros nos preparábamos para catapultar la rabia de los desposeídos, con el ejemplo de nuestra condición de hombres nuevos (donde la palabra hombre abarca parejo a la raza humana, sin distingos genitales ni de colores de la piel o de inclinaciones y culturas), prestos a pelear por la propiedad igualitaria de los medios de producción y los bienes de consumo. Apegados a la disciplina espartana que impone la clandestinidad, aprehendíamos el conocimiento teórico del marxismo y de las condiciones materiales y subjetivas predominantes en la formación social de México y su contorno, y las estrategias y tácticas de las tres etapas de la guerra prolongada: guerra de guerrillas, guerra de movimientos y guerra de posiciones, una tras otra o combinadas en los momentos álgidos de la lucha, para construir la vanguardia revolucionaria del partido y el ejército del proletariado. Desmesurada era la carga de las tareas, tanto como la decisión de revolucionar todas las cuestiones del orden ancestral.1970 fue un año tupido de aprendizaje  y de engrosar paso a paso las filas de la organización. Nuestras jornadas intensas eran de dieciocho horas diarias. Concentrados en el desarrollo de la causa revolucionaria, todo lo que hacíamos despejaba los recovecos escabrosos del sendero: el vaciado de las tripas, el baño matutino, la ingesta de proteínas y carbohidratos, la lectura, el karate, el judo, la moral autocrítica importada de Corea del Norte, la discusión acuciosa de los grandes episodios de la historia. La talacha escolar de mis hermanos y mi trabajo de burócrata eran fachadas del quehacer militante. Los ancianos que teníamos como vecinos inmediatos, doña Petra y don Espiridión, dueños del vecindario, admiraban la disciplina de nuestro comportamiento: nada de borracheras, nada de escándalos, nada de enredos con mujeres arrechas, nada de retrasos en el pago mensual de la renta. Y sí, mucha lectura y armonía entre nosotros, y auténtico respeto para todos los vecinos: “Son muy hacendosos y limpios. Ellos mismos se hacen de comer, lavan y planchan su ropa. Y consienten a sus novias como a princesas”, referían en las tertulias con sus amistades añejas.

De izquierda a derecha: Teresa Carrasco, Aragón Cosme, Joel López De la Torre y Alberto Vázquez Castellanos, miembros de la Liga Comunista 23 de septiembre.

Preparándonos para la guerra llegamos al entramado alevoso, sin fundamentos racionales, de 1971. Los estudiantes demandaban la democratización de la enseñanza, un presupuesto universitario equivalente al 12% del PIB, controlado por los alumnos y los profesores. Y el advenimiento de verdaderas libertades democráticas para la masa de obreros, campesinos, intelectuales y estudiantes. Al arrancar la marcha del 10 de junio, las reiteradas consignas y leyendas resplandecían en las pancartas: “Libertad a los presos políticos”; “El Che vive”; “Abajo la ley orgánica de la Universidad de Nuevo León”; “2 de octubre no se olvida”; “Educación popular”; “La revolución es la única salida”; “No que no, sí que sí, ya volvimos a salir”; “Venceremos”. Policías uniformados, granaderos, tanquetas antimotines y bomberos encajonaron el bullicio de la columna pacifista. Y las hordas de halcones armados con varas de bambú, pistolas y fusiles automáticos irrumpieron a golpes y balazos la vanguardia y la retaguardia de la inofensiva manifestación. Joel y Ugo, embadurnados en las hendiduras de las vecindades colindantes con el proscenio de la matanza, resintieron la saña mercenaria de las pandillas enloquecidas del lumpen-proletariado. Zambutido en un esquinero del cine Cosmos presencié el desenfreno de la masacre y los destrozos de vehículos y ventanales. Ni en las previsiones pesimistas de los despliegues contra la marcha del jueves de Corpus imaginamos el espectáculo de una orgía de garrotazos, balaceras, desgarraduras y sangre. Sí previmos la cuestión del encajonamiento; sí, los gases lacrimógenos; sí, los macanazos; sí, los heridos y encarcelados; sí, algunos muertos de uno y otro bando; sí, la estampida de los inexpertos; sí, los contraataques bien ejecutados de pocos brigadistas de 1968 y 1969, en los que no intervendríamos para no acrecentar los estragos de la derrota inminente. Pero nunca, ni por asomo, vislumbramos tan desquiciado despliegue exterminador. Ugo, Joel, tres compañeros politécnicos y yo partimos de la Escuela de Medicina, para posicionarnos en distintos puntos marginales del alboroto, sin caer en tentaciones de pregoneros ni en alguna modalidad del protagonismo camorrista. Estuvimos allí como testigos del durísimo sopetón al desparpajo engatusador del reformismo inerme. Habíamos señalado tres lugares para reunirnos a revisar el desenlace de las trifulcas seguramente disparejas: la estación Hidalgo del Metro, a unos pasos de la Alameda; la cartelera de Bellas Artes; los barandales de la Catedral. Diez minutos era el tiempo máximo de espera en cada espacio intermedio; una hora, frente al zócalo, en el enrejado pie del campanario. Dos estudiantes de medicina y una enfermera, abastecidos de medicamentos, vendas y férulas, nos esperarían atrás de Palacio Nacional, en la bodega del abuelo abarrotero de una compañera militante del Movimiento de Acción Revolucionaria. Sólo Joel conocía la bodega y el rincón habilitado para imprimir volantes y curar heridas. Y fue el último en acudir al sitio final de reunión, dos campanazos antes del tiempo límite: las nueve de la noche. Confirmó que todos estábamos íntegros, la respiración agitada, sudorosos, pero ilesos.

     -Veo que nomás necesitan beberse un garrafón de agua -dijo-, restregando el estilete de su mirada en nuestras fisonomías, y agregó: ¡Qué pinche madriza! Un montón de muertos y heridos rematados, hasta en los hospitales. Pero nosotros somos escurridizos; ni raspones o chipotes nos hicieron. Ahora debo liberar de su encomienda a los compañeros de bata blanca pertrechados con un arsenal de torniquetes y jeringas…

    -Y ahuequemos las alas, antes de que los sacristanes y los curas espías que pululan por aquí reporten a los fanáticos del exterminio que un grupo sospechoso de agitar conciencias ronda la casa de Dios, dijo Ugo.

    Sin tensar los resortes amargos de la paranoia, los compañeros politécnicos plantearon la pertinencia de disgregarse, encaminarnos al cobijo de las guaridas y reunirnos otra vez en un plazo de tres días, armados ya de información y calma, para discutir el desarrollo de los acontecimientos, caracterizar los elementos de la circunstancia y proceder al ajuste de las tácticas de lucha. Todos coincidimos en la sensatez del repliegue inmediato y el plazo para volcar las reflexiones, guardándonos la certeza que nos taladraba el cerebro: con el azadón de la desesperanza, el jueves de Corpus del 10 de junio de 1971 trastocó la ligadura de las emociones multitudinarias, arrancando de cuajo el impulso reformista de la democracia. La comezón de pavonearse gritando consignas y demandas en las calles era el camino ancho y parejo al sepulcro.

Ugo cruzó la plancha del Zócalo, con el vértigo de las zancadas que distinguían su caminar. Yo rodeé por los portales. El viento oscuro de la noche desató los nudos de mis músculos y masajeó los goznes de mis huesos. Antes, los compañeros politécnicos y Joel, mezclados  con montones de feligreses, habían desaparecido por las aceras laterales de la Catedral. En nuestra vivienda, Alfredo nos esperaba con una olla de sopa de vegetales, un botiquín con pomadas, analgésicos, antibióticos; y un estuche de guitarrón con tres fusiles M1 repletos de balas expansivas.

Ugo y yo nos encontramos durante el chequeo del contorno del vecindario, poco antes de las diez de la noche. La contraseña de vía libre aleteaba en el antepecho de la ventana. Joel llegó cuando nos restregábamos con agua y jabón los tufos de pólvora, vómitos y sangre; ya con la piel esmerilada aplacamos los revoltijos de la panza con aquella sopa memorable, humeante, resucitadora.

     -Los tendones de la verdolaga, los filetes de la papa y de la yuca y la savia de los ejotes  y la calabaza nos empujarán a retomar el ritmo de las tareas clandestinas y de fachada, dijo Alfredo.

     -¡Qué sopa tan sustanciosa! ¡Desprovista del sacrificio conmovedor de los animales! ¡Y los tacos de guacamole y la limonada con harto zumo, refuerzan la gracia de respirar! Las plantas no sufren tanto dolor cuando les cortas las ramas o los frutos. Sin remordimientos, mañana temprano lavaré los trastos sucios, dijo Ugo.

Cerca del amanecer, después de contrastar las versiones ignominiosas narradas en la radio con el relato de la carnicería que presenciamos, Joel dijo:

     -Es hora de arrullarse en los brazos de Morfeo. Soñemos que tienen remedio la candidez y la crueldad desmesuradas del homo sapiens o que los filamentos ya bien entretejidos de la conciencia impiden la ensambladura de la revuelta pacífica con el furor del exterminio.

Con el respaldo de las policías uniformada y encubierta, el 10 de junio de 1971 los Halcones masacraron más de diez docenas de estudiantes, de entre catorce y veintidós años. En la maraña de la matanza, hasta entre las pandillas de mercenarios se tupieron de plomazos. El jueves de Corpus la muerte afianzó su empatía con los confusos antagonismos del pervivir humano. Y en los estratos de los desposeídos, la sangre coagulada abonó la perspicacia del silencio, la certeza de que el entramado clasista es irreconciliable y el entusiasmo por la disciplina de las armas. Los almácigos de la rebeldía renacieron para florecer, frondosos. En la montaña y la ciudad brotaron las enredaderas de los grupos dispuestos a embestir con los postulados de los fusiles al aparato represor del enemigo burgués. Los teóricos de las organizaciones político-militares advirtieron que la testa de la insurrección destellaba en el oleaje que sobrevino a la masacre de los reformistas. Oían regurgitar la conciencia proletaria que antecede al repiqueteo de la huelga general contra el capitalismo. El salto de la historia hacia la sociedad igualitaria era inevitable; y la dispersión orgánica y del pensamiento, una debilidad pequeño-burguesa insostenible. Urgía desbrozar los matojos de las ideas, discutir a fondo los conceptos materialistas del comunismo científico, definir la línea política de la vanguardia revolucionaria y fusionar en una estructura a todas las organizaciones y grupos armados que operaban en el país.

Pero no todas las dirigencias, ni todas las bases militantes miraban a la vuelta de la esquina el relámpago del grito pre-insurreccional de la lucha de clases. Muchos advertíamos lejos el tronido de tan anhelado momento histórico, mientras la balanza de la correlación de fuerzas favoreciera de manera tan brutal al enemigo. El optimismo desbocado es fruto de los afanes protagónicos y de la comezón aventurera por arribar al poder. Estábamos de acuerdo con acercar a los grupos para debatir con espíritu autocrítico los objetivos y las estrategias de la guerra popular prolongada y emprender a la vez acciones tácticas conjuntas, apegados al rigor disciplinario de la etapa clandestina de la revolución socialista. Sin despegar los pies del suelo aplicaríamos las herramientas del marxismo-leninismo al conocimiento de la realidad concreta del contorno. La organización revolucionaria engrosará sus filas con persistencia, paso a paso, para lanzarse a tomar el cielo por asalto cuando estén dadas las condiciones materiales y la conciencia de clase de la masa proletaria.

El susurro del pensamiento discurría en el ir y venir por las calles anchas bien pavimentadas de aquel barrio de gente laboriosa, en el que había encajado con milimétrica precisión la Célula de los Justos: mis hermanos y yo. En mancuernas con los compañeros politécnicos, o tan solos como las banquetas en los horarios de trabajo, auscultábamos los dobleces de la discusión tumultuosa. Y asumiéndonos ya pupilos de Marx, Lenin y Mao trazábamos los marcos conceptuales del devenir. Tres o cuatro documentos eran cuestionados en el seno de las organizaciones, cuando mueren Genaro Vázquez Rojas y Raúl Ramos Zavala. Fue en los comienzos de febrero de 1972. Dos y seis de febrero de 1972. Un accidente de carretera y una balacera en el Parque México descabezaron al movimiento revolucionario en sus bastiones rural y urbano. A partir de estos golpes tan funestos y definitorios, Lucio Cabañas es líder indiscutido en la sierra de Guerrero; y en la ciudad, Ignacio Salas Obregón se perfila sucesor de Raúl Ramos. Una onda gris, densa y pegajosa, se propaga por los resquicios amargos del sinsabor. La subsecuente combinación de tristeza y coraje cimbra el andar del guerrillero. Tenaces como hormigas atacaríamos la enfermedad infantil de la desesperación y el enredo venenoso de las posiciones oportunistas disfrazadas de radicalismo a ultranza.

La Célula de los Justos y los politécnicos compartíamos una conclusión preliminar: ningún cabrón desesperado menciona la cuestión de la vecindad con Estados Unidos ni la cadena brutal de derrotas guerrilleras en el centro y el sur del continente americano. Tan claro como la luz del mediodía es que no habrá otra Cuba socialista en América, mientras no se subleve el proletariado gringo. El burócrata matón con ínfulas de Maquiavelo postmoderno no está solo. Sus ansias de exterminio están bien respaldadas por los gorilas genocidas al servicio del imperio estadunidense, desde Guatemala, Colombia y Venezuela, hasta Brasil, Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay. Y acá abundan los que aplauden el tercermundismo de su pedestre demagogia: “¡Echeverría o el fascismo!”, vociferó un novelista famoso en medio de la tempestad provocada por la masacre del jueves de Corpus. Sin llegar a tan grotesco servilismo, muchas voces connotadas hacen eco a la palabra del asesino en el poder.

      Ugo leía “El gusto literario”, del erudito alemán Levin L. Schücking; y a propósito de los tristes alcances del vasallaje intelectual, dijo:

    -Oigan a Schücking: “El poeta está con el rey, no porque ambos vivan en las alturas de la humanidad sino porque el soberano es el único que tiene los medios para sostener al poeta. Y éste proporciona la diversión a cambio del sustento”. Y recuerden que Karl Marx perdonó las debilidades ideológicas de su amigo Heinrich Heine, “porque los poetas son ratoncitos tiernos necesitados de protección”, y nos alentó a quedarnos con la belleza de su poesía. Quedémonos, pues, con las buenas novelas, los buenos cuentos y la poesía. De cualquier modo, escasa es la influencia de los lisonjeros ilustres. Y no todos los escritores ni todos los poetas se forman en las filas cortesanas. Abundan en el mundo de las letras los críticos inconformes con las tropelías del poder autoritario.

Un año después de la matanza del jueves de Corpus, la Célula de los Justos se disgregó. A casi medio siglo de distancia puedo recrear los escenarios y los argumentos del reajuste:

     -Igual que a los poetas, también sería consecuente perdonar a los escépticos aburridos, incapaces de entender la gracia de la poesía y de atisbar la ruta esplendorosa de la victoria revolucionaria, dijo Alfredo. Y anunció: compañeros, he tomado la decisión de pedirles que acepten darme de baja en la Célula de los Justos. Haré una familia con Jovita. Dejen que se diluya mi presencia en las tareas modestas que me han encomendado. Estaré firme en la retaguardia, como un refugio para mis hermanos en situaciones de emergencia. No faltará en mi cantón un M2, con su reserva de tres o cuatro cargadores de balas expansivas, un botiquín bien abastecido y una olla grande de sopa de verdolagas. Seré carpintero en una fábrica de muebles y estudiaré medicina veterinaria en la UNAM… para independizarme como criador de codornices y sanador de vacas y perros en el mediano plazo.

Platicábamos en la cocina-lavandería. Joel sazonaba la limonada de la cena dándole aquel toque único de zumo, consentidor del paladar. Atrancó la jarra en la esquina del lavadero más alejada de la estufa y se hizo de la palabra:

     -De acuerdo, hermano. Es la hora de las definiciones. No comparto contigo la visión de las cosas de la historia, pero sí la incapacidad de conmoverme con el misterio de la poesía. Sé que Marx pasaba buenos ratos conversando con el poeta Heine y he leído poemas de  Mao y Ho Chi Minh, pero no alcanzo a ver el concepto escondido detrás de las metáforas y mi corazón sigue quieto como una piedra. Mi cerebro siempre se recarga en el significado de lo material: los mecanismos de la mercancía y la reproducción de la fuerza de trabajo, el juego de la guerra y la logística de los pertrechos. Por eso no me cuesta trabajo entender tu proyecto personal, ligado a la familia y al tino de anunciarlo antes de que las pasiones se calienten como brasas en el fogón. Me alegra tu acierto en los asuntos del amor por una mujer. Esa conjunción de los sentimientos y los cuerpos que lograste con Jovita. También tu idea de acuerparnos la retaguardia y de tupirle al estudio de la medicina veterinaria. No creo que haya distancias insalvables entre sacar balas de las costillas y curar el parvovirus y la brucelosis. Eres tesonero y equilibrado. Veo, pues, con simpatía tu decisión.

Ugo dio vuelta a la página, marcó el punto de su lectura con una hoja de yerbabuena. Puso “El gusto literario” debajo de su axila afortunada, embadurnó en el ánimo de la Célula de los Justos aquella sonrisa tan distante de los sinsabores del pervivir y exhaló pensamientos de anciano bonachón:

     -Según mi humilde entendimiento, el gran maestro Karl Marx fue más allá del solazarse con la rima virtuosa de Heine. En la complejidad de su obra filosófica entrevera poesía y prosa de inmensa catadura. Es lo que atrae a tantísimo hurgador de su palabra. Alguna idea tengo de esta cuestión, pero nada sé del amor entre la hembra y el varón. No puedo valorar el costo de hacer una familia, pero sí conozco el fulgor del enamoramiento. Todos los días me encandilan dos o tres mujeres, al extremo de ponerme a babear como perro husmeador de merenderos para glotones. Destellos fugaces, en el entrelazarse furtivo de las miradas, que sosiegan mis impulsos y exprimen en mis neuronas las páginas de los libros. Mujeres risueñas embuten la llama de sus pupilas en mi cerebro de colegial y animan mi condición de aprendiz. Desde la ignorancia de la carnalidad amorosa percibo los rimeros de agallas que sostienen ese giro tan radical a tu militancia. No es cualquier travesura de muchacho retroceder por tu propia voluntad al cabús del tren de la historia, en consistencia con tus ideas, tus deseos y tus sentimientos. En la Célula de los Justos no será tarea fácil subsumir la meticulosidad de tu labor operativa. Pero lo haremos. Ningún receloso delirante podrá entorpecer tus propósitos. Jenny criaba chamacos mientras Marx transfundía la vastedad de su pensamiento en las molleras humanas. Jovita hará lo mismo que Jenny, con menos criaturas y penurias. Y tú, compañero del alma, serás un habilidoso salvador de lo existente.

Una casita verde incrustada en el esquinero pedregoso de un huerto de perejil, crisantemos, azucenas y gardenias es el hogar de Alfredo y Jovita, acondicionado para recibir al crío que nacería el próximo mes. Preservar el ambiente paradisíaco del patio amurallado, en armonía comunitaria con la densa población de abejas, canarios y colibríes, es la renta que ellos pagan por habitarlo. Allí, recargados en el fresco carcañal del cobertizo, nos reunimos por última vez todos los integrantes de la Célula de los Justos. Fue en el atardecer de un domingo lluvioso. Faltaban pocos días para que yo subiera al espinazo de la sierra guerrerense, a contribuir en la formación de círculos de estudio y el entrenamiento político-militar del Partido de los Pobres y la Brigada Campesina de Ajusticiamiento. El desempeño de semejante tarea me mantendría diez meses en los barrios de la Sierra, brincando cerros y cañadas con el índice siempre firme en el gatillo de mi fusil automático. En aquella memorable reunión acordamos que Joel se haría cargo de la imprenta y la enfermería instalados en el escondrijo de la bodega abarrotera del Centro Histórico, con el respaldo de los compañeros politécnicos estudiantes de medicina y mi esposa enfermera: la compañera Esperanza. Ugo y un grupo de militantes preparatorianos continuarían su persistente labor de difusores del análisis de los problemas coyunturales de los destacamentos estudiantil y obrero del proletariado, repartiendo en las  escuelas universitarias y en las fábricas volantes y documentos impresos en el mimeógrafo de Joel. Todo ello, además de cumplir con las tareas escolares y la discusión en los círculos marxistas de estudio.

La compañera Esperanza se había casado conmigo, con los rituales establecidos en la ley y las costumbres, para sustraerse de la dictadura de su mamá e imprimir intensidad al ritmo  de su labor de enfermera militante. Joel no pudo atraer a su novia risueña de diecisiete años, por ser la amante-prisionera del anciano encorvado y receloso que les proveía a ella y a su familia los bienes de consumo esenciales y artilugios superfluos. El anciano coscolino era frágil, adinerado y mandón. Tenía esposa, hijos, nietos… y la querida adolescente que le prodigaba sonrisas alucinantes y caricias enternecedoras, en el transcurrir de tres o cuatro alboradas semanales. Joel conocía los detalles de aquel intercambio mercantil ajeno a la generación de plusvalía: masajes a las clavículas y a la curvatura empedrada de la espina dorsal, canturreos en los pelos enraizados en las orejas, mordiscos en los colgajos de la papada…hasta desencadenar la marejada sofocante del estertor, reminiscencia del bramido viril de aquellas eras antiquísimas. Del fuego amatorio devenía la inánime quietud del sueño y el trajín del aseo jabonoso de la piel y el pelo de la muchacha, combinado con gárgaras de bicarbonato. Limpia de cuerpo y aliento cocinaba el elixir vuelve a la vida del anciano: una olla de chocolate con leche y canela, que al hervir expelía el aroma de la ensoñación. El alboroto decrépito de las tripas estremecían las ansias del vejestorio, exigiéndole zambullir en la barriga pellejuda tres molletes con nata y un jarro humeante de chocolate. Satisfecha la conciencia de su gaznate, machacaba la consabida hilera de admoniciones: no salgas en bata al patio, no duermas desnuda, no te asomes por la ventana, cierra la puerta cuando entres al baño… Repiquetear el sonsonete de sus chillidos y lamer la femineidad de la nuca tan deseada era la manera de acendrar su autoridad. Al despedirse, la chiquilla lengüeteaba los cascajos amarillentos de aquellas encías repugnantes. El chirrido de las cerraduras de la puerta precedía el trastabillar del taconeo y del bastón. El runrún del automóvil era la señal venturosa: ¡Proscenio despejado! Joel saltaba la barda del tendedero, para que aconteciera el reencuentro entre la intensidad pedagógica del apareamiento y el rigor científico marxista.

La trayectoria de Joel con el pseudónimo Espiridión y el fusil en el hombro, allá en la Sierra de Oaxaca, comenzó en septiembre de 1972, mientras yo andaba trepado en las montañas de Guerrero. Fue consecuencia del rompimiento entre Lucio Cabañas y los impulsores de la unificación de las organizaciones guerrilleras del campo y la ciudad. O de la contradicción irresoluble entre la taimada sencillez y el enredo repelente que reviste el armazón de las palabras. En aquel momento Lucio Cabañas era ya un símbolo de la rebelión revolucionaria, después de liderar a los normalistas rurales del país; y su contraparte, fogueados en las lecturas clandestinas de literatura marxista, unos párvulos en el oficio de seducir multitudes.

En el seno de las organizaciones guerrilleras, el escabroso proceso de discusión y deslinde de las posiciones políticas condujo a la creación de la Liga Comunista 23 de Septiembre y al ahondamiento de las fracturas del movimiento en su conjunto. La Célula de los Justos, fragmentada, se desprendió del Movimiento de Acción Revolucionaria. Y Joel, sin conocer mis argumentos, se alineó en la gestación de la Brigada Campesina Emiliano Zapata: la contraparte de la Brigada Campesina de Ajusticiamiento. En octubre de 1973, la compañera Esperanza y yo caímos presos. La redada de la contraguerrilla arrastró a Ugo, a Papá y a mi suegra. Todos seguimos al pie de la letra las técnicas de los manuales del guerrillero para enfrentar los interrogatorios bajo torturas, porque los conocíamos como a los nudillos de las manos o por mera intuición:

     -Soy enfermera, especialista en heridas. Y eso fue lo único que hice: curar heridas, dijo Esperanza.

    -Mi hermano lee y discute mucho. Cuentan en la familia que siempre ha sido estudioso y discutidor. Yo también leo bastante y hago las tareas de la secundaria, pero nunca discuto.  No sé discutir. Lo que sí puedo es despejar las incógnitas de las matemáticas y sacar puros dieces de calificación en todas las materias, dijo Ugo, con la barbilla untada en el esternón.

    -Mi hija no tiene tiempo para la política. Trabaja doble turno como enfermera. Y no creo que sea un delito casarse con un líder de Mactumactzá, dijo la maestra rural jubilada, madre de la compañera Esperanza.

    -Si mi hijo Saúl hizo algo en contra del gobierno debe ser castigado, como lo marque la ley. El gobierno merece respeto y obediencia, dijo Papá.

Yo desembuché dos reuniones ficticias, en horarios y lugares concurridos del centro de la ciudad. Por cada cita fallida coseché un repertorio salvaje de golpizas y el tiempo pactado con los compañeros para que extremaran las medidas de seguridad. Mi falta consecutiva a tres encuentros verdaderos les daría la certeza de mi aprehensión. Nadie cayó preso por lo que dijimos en los interrogatorios; tampoco supieron los torturadores de mis andanzas en la Sierra de Guerrero ni del existir militante de Joel, en la Sierra de Oaxaca. Ugo, Papá y su consuegra fueron liberados sin que les fincaran cargos. Durante los veinte días de reclusión, en aquellas celdas aisladas de la cárcel clandestina, se les clavaron en los escombros del cerebro los alaridos de los torturados. Nunca olvidarían los pormenores del desgarramiento de la resistencia de una treintena de muchachos. Ni los puyazos en la coraza del estómago de sus carceleros facinerosos, antes de soltarlos frente al Castillo de Chapultepec:

    -Aquí no ha pasado nada: ustedes son sordos, ciegos y tienen pico de cera. Caminen sin voltear para atrás… ¡Pico de cera! ¡Grábenselo!, para que puedan visitar a sus parientes en la Cárcel de mujeres y en Lecumberri.

Callados, lentos, desentumiéndose, caminaron rumbo al remolino tumultuoso de la estación subterránea del Metro. El resplandor de la aurora y el revoloteo de la hojarasca disipaba el aturdimiento de sus nervios. A buena distancia del punto discreto de la liberación, la madre de la compañera Esperanza rasgó los nudos del silencio:

     -Pues acá seguimos, turulatos, pero vivitos y coleando… y que bien suena el resuello de las palabras: ¡Cárcel de mujeres! ¡Lecumberri! Descartan la condena al sepulcro y te llevan a pensar en la sentencia del juez. Apenas puedo creerlo. ¡Cuánta suerte hemos tenido! Ahora no derramemos el atole ni le rasquemos la panza al tigre. Aquí se rompe la taza y cada quien agarra el camino a su casa… La piel áspera de sus manos palpó la borra arrinconada en las bolsas de la enagua y el surco expandido de las arrugas despejó la sombra de sus pómulos. Frotándose el sudor pegajoso de los párpados, dijo: siento punzadas en la nuca y en las costillas. Ya estoy vieja para dormir en planchas frías de concreto y para apretujarme con tanta gente en el Metro. Quiero tomar un taxi, pero no traigo ni un quinto partido por la mitad. ¿Pueden prestarme dinero, muchachos?

     Papá envolvió a Ugo con el tanteo de una mirada gris; cabizbajo, exhibió tres monedas de veinte centavos sobre su mano extendida. Y murmuró: Es todo lo que tengo. Es lo que me dejaron, revuelto con las llaves. Apenas suficiente para un boleto del trolebús.

     Ugo dijo: Maestra, yo nomás tengo boletos del Metro. Véngase conmigo. La cuidaré hasta dejarla en su departamento. No sienta pena. Papá puede irse en trolebús. A él le deja cerca de casa el trolebús.

Ugo confirmó que la contraguerrilla no espiaba sus pasos, durante la revoltura del Metro y el acerado mutismo de la caminata que desembocó en la guarida profanada de la maestra. Los botes de la basura rebosantes de pepitas y cáscaras de mango, botellas vacías de ron y tequila, colillas de cigarros, envoltorios de pollo frito, pizzas y hamburguesas agobiaban el ambiente de la vivienda. Era el rastro de la emboscada policíaca que los había sorprendido, a él y a Papá, al trasponer la puerta con los morrales de mangos ataulfo para la maestra, en el ocaso de aquel día de octubre de lunas tan oscuras.

     -Vete ya, hijo. No le causes más angustias a tu mamá. Yo limpiaré toda la inmundicia: la de los malditos gorilas y la que traigo en el pellejo pegada como engrudo, dijo la maestra.

Limpia como espejo lucía la vivienda de la Célula de los Justos. El resplandor del atardecer escudriñaba los rincones de la cocina-comedor-lavadero, cual reflectores de cárcel secreta. Todos los enseres ostentaban pulcritud y orden meticuloso, igual que los libros, las revistas, los fajos de manifiestos y de volantes y la reserva de dinero para subsistir con holgura cinco meses. Congruente con esta civilidad tan opuesta al muladar del rastro contraguerrillero en el departamento de la Maestra, Ugo desechó los residuos intestinales y se bañó con harto jabón y agua caliente. Los muslos, las pantorrillas, los empeines, doloridos por la caminata libérrima de once horas, degustaron como niños el cosquilleo de los masajes. El roce de la toalla y el cobijo del atuendo asentó la distensión de los nervios. Ahora le urgía colmar la barriga con un sabroso nutrimento y recuperar la placidez del sueño parejo, sin sobresaltos. Comer y dormir, siendo sólo el muchacho que mira y oye los compases de las matemáticas y el circular incesante de la mercancía, no el prisionero ligado a propósitos igualitarios de aquella oscuridad secreta, desdoblándose en manojos de tendones ateridos. En el bullicio del sueño prisionero, la metralla del inquirir dispara ráfagas de menosprecio al inerme ser ruinoso despojado de la dignidad. El implacable azadón de las torturas desahíja las raíces de la conciencia.

Firme y elegante, como un cacique bonachón del negocio inmobiliario, el viejo casero se había plantado en el centro del pasillo. El nudo guinda de la corbata, el cuello blanco de la camisa, la gamuza de la chaqueta y el charol de los zapatos embonaban con la sonrisa tupida de bondad que fluía de las comisuras de su mandíbula: “Ven, muchacho, vamos a cenar. Petra nos espera con un canasto de quesadillas de flor de calabaza y tlacoyos de habas, una jarra de chocolate y un molcajete de guacamole con chapulines. Sabemos que te sentará bastante bien, después del susto. Panza llena, corazón contento. No lo olvides.”

En cuanto Ugo puso un pie en el quicio de la puerta, doña Petra lo jaló de los hombros, le alisó la cabellera, lo abrazó y extrajo de su garganta un murmullo cuajado de inquietud: “Tu hermano Faustino está en los noticieros. Él y un montón de muchachos y de muchachas. Dicen que son conspiradores comunistas”.

Desde puntos equidistantes de la mesa redonda, la curiosidad casi infantil de los ancianos pudo desparramarse en los oídos de Ugo, como en su paladar el estimulante sabor a milpa y cacao. Doña Petra y don Espiridión ansiaban entender por qué la doctrina marxista y el maoísmo insuflaban tanta rebeldía en el pensamiento de la juventud estudiosa de América, Asia y Europa. ¿Por qué los Panteras Negras y algunos blanquitos de los Estados Unidos, herederos de fortunas inconmensurables, comulgaban con la utopía de la igualdad humana contenida en los escritos de Karl Marx y Mao Zedong? ¿Por qué el compendio del Libro rojo, el Manifiesto comunista y el Capital era la Biblia de los insurrectos del mundo? ¿Por qué las divinidades del odio y la violencia revolucionaria carcomían el fundamento cristiano de la resignación, como el oleaje embravecido del mar al terraplén de la playa? ¿Por qué sucede la mezcla del conocimiento con la ira de la rebelión? ¿Por qué pululan abrazados la oscuridad de la ignorancia, el credo religioso y el temor a levantar el aguijón de la protesta? Durante nuestra ausencia, tan dispar del orden rutinario, se habían topado con las tácticas y las estrategias de la guerra prolongada y la convocatoria a la huelga general del proletariado contra la explotación capitalista de la fuerza de trabajo. La lectura de folletines, manifiestos y volantes engendró el matojo de la duda. Y al verme en los noticieros de la televisión, aquel escozor germinal devino en un fraguar de sentimientos fraternales y el haz decantado de preguntas que Ugo respondió, palabra tras palabra, quesadilla tras quesadilla, como si él representara la parte octogenaria de la conversación.

     -Te cuidaremos, muchacho. Es nuestro deber. Lo haremos con discreción, sin estorbarte. Te has ganado nuestra mejor voluntad, dijo doña Petra.

     -Serás nuestra causa, venga lo que venga. No lo olvides, remachó don Espiridión.

Aquella noche, tumbado sobre la estiba de colchonetas, Ugo sueña que se ha extinguido el odio entre los grupos humanos. La sociedad funciona con una burocracia mínima, maciza, sin cárceles, ni soldados, ni policías. Todos los niños conviven en la escuela, en los parques y en la biblioteca. Sin renunciar al capitalismo, el reparto de la riqueza no es tan disparejo. Burgueses afables comulgan con la mesura del proletariado. Los ricos no lo son tanto ni los pobres carecen de techo, sustento, recreación. La plaza pública es ágora de la reflexión y el conocimiento. Allí fluyen las ideas como una selva exuberante, en la que cohabitan árboles,  lagunas, ríos y la más diversa población de animales y humanos, todos con una perspectiva apuntalada en la infinita reciprocidad. Los asuntos que afectan al conjunto comunitario se someten al escrutinio de la palabra. Impera el pensamiento fundamentado. La insensatez de la codicia y la discriminación es llaga purulenta que debe regenerarse desde los tuétanos y cicatrizar las conexiones de la capilaridad. En el discurrir de sucesivas ensoñaciones, Ugo aprecia las entretelas del proceso inductor de la ecuanimidad. Es consecuencia del estallido sistemático de la rabia popular, en todos los continentes. Cuando la sangre proletaria y la sangre burguesa se apelmazan en el fango de la sinrazón, lo pertinente para sobrevivir es amainar el impulso generalizado de los excesos. El chicotazo de la matazón indiscriminada propicia la mecánica del entendimiento. Nítido es el objetivo estratégico de la vanguardia revolucionaria: apuntar la mira del fusil hacia la sed insaciable de los acaparadores de la plusvalía y redimensionar los alcances materiales de la rebelión, para aplacar los desajustes de la conciencia colectiva.

Con líneas punzantes ha trazado la ruta que seguirán los pasos de su militancia profesional: avanzará tras las huellas de Joel, al concluir los exámenes de la secundaria. Pero no para fomentar la matanza entre los pobres, uniformados o harapientos. Los pobres de todos los oficios, unidos por la necesidad de abatir su condición de explotados, harán que la sangre borbotee desde aquel círculo diminuto que concentra la posesión del capital. Y que vuelen por los cuatro vientos las astillas de los palacetes y las montañas de bienes superfluos que lubrican los resortes de la vanidad. Imponente como los océanos es la consigna histórica: “Nadie debe gozar de lo superfluo mientras alguien carezca de lo necesario”. La vía para acotar los antagonismos del modo de producción capitalista será menos prolongada que la guerra por el socialismo. Una fase intermedia entre la explotación a mansalva de la fuerza de trabajo y el aniquilamiento de la inequidad y la mercancía. Un atajo reductor del derrame masivo de sangre proletaria, en el fluir inexorable de la historia.

Joel bajó de la sierra, en el ocaso de 1973. Traía en sus alforjas tres propósitos específicos: liberar de la reclusión a su novia risueña, invitarla a cenar tamales de hierba santa y frijoles con el clan familiar y retornar a la Sierra de Oaxaca, con Ugo acompañándolo. De la primera parte se encargó Doña Petra, armada con su manojo de llaves duplicadas de las viviendas del edificio. Angelita (la novia risueña) y Joel convivieron como animales en celo durante una semana, en baños públicos del centro de la ciudad. Así culminó aquel único amorío de mi hermano Joel, sin tiempo para compartir los tamales de hierba santa y frijoles de Mamá ni las quesadillas de flor de calabaza de Doña Petra.

La Brigada Campesina Emiliano Zapata de la Liga Comunista 23 de Septiembre, no logró el objetivo toral de su creación: eclipsar a la Brigada Campesina de Ajusticiamiento del Partido de los Pobres. El liderazgo de Lucio Cabañas se sobrepuso a todas las intrigas, hasta que el ejército pudo asesinarlo, el día dos de diciembre de 1974. Cayó peleando, sin rendirse, para transformarse en leyenda imperecedera. La muerte física de Lucio Cabañas marcó la derrota sangrienta de la guerrilla rural y el derrumbe del movimiento revolucionario. Joel y Ugo retornaron a la Ciudad, para fundar la Brigada Revolucionaria Ignacio Salas Obregón.

Ugo López de la Torre, víctima de la Guerra Sucia.

Estás flaco en la fotografía de los archivos de la contraguerrilla; untada tu piel a los huesos. Flaco, percudido, como un varejón desgastado por el traqueteo de sus peripecias. De tu cabeza anclada en el pescuezo nervudo, descarnado, se descuelga hasta los hombros una melena ondulada, inédita como tu cuerpo disminuido. Tus pantalones, con las valencianas arremangadas al derrumbarse en tus empeines, y tus tenis y tu camisa de mangas cortas también se aprecian percudidos o teñidos de sangre reseca. A la fotografía sin testigos para el fichero le seguirán otras rondas de torturas y la muerte.Tú y tus compañeros se sostienen con esa verticalidad tan enraizada en los sujetos de la historia.

Joel, Espiridión: ¿Por qué te dejaste aprehender? En 1975 ya todos los militantes de las organizaciones guerrilleras sabían de sobra que caer vivo significaba sufrir torturas, morir y desaparecer, resquebrajado, en el fondo del mar o en refundida fosa de la montaña. Esa había sido la suerte de tantísimos militantes, anónimos y renombrados. Y del dirigente de la Liga Comunista 23 de Septiembre: Ignacio Salas Obregón. Antes le habían dado revuelo a los asesinatos de Arturo Gámiz, Genaro Vázquez Rojas, Raúl Ramos Zavala: y festinaron, como posesos, la caída en combate de Lucio Cabañas. A Ignacio Salas Obregón lo retuvieron oculto en una celda solitaria del Campo Militar No. 1, convertido en venero tempestuoso de información. Allí estuvo, con sones y guapangos a todo volumen y luces muy potentes alumbrándole todo el tiempo, para trasnocharlo a fuerza de darle a entender que la noche no existe, hasta que, exprimido de los pormenores de sus correrías, ya no supo nada y lo mataron, para desaparecer sus despojos en algún rincón oscuro del mar o de la montaña. Tú no ignorabas semejantes procedimientos, como todos los insurrectos en aquellos tiempos de tantas derrotas. Conocías de sobra la tarea estratégica: dar un vuelco al desmembramiento de la organización rebelde, acrecentando las filas de la militancia, entrenándose con todo rigor para la guerra prolongada, sin descuidar las reglas estrictas de la lucha clandestina (arrogante transgresión de estas reglas es pasearse por las calles en un carro expropiado). Sabías que para lograrlo, era urgente agazaparse, eludir la golpiza, y aún así luchar, día tras día, minuto a minuto. Y si aún así, agazapados y firmes en la disciplina que antecede al advenimiento de la huelga política y la insurrección del proletariado, se presentaba inevitable la maldita eventualidad del enfrentamiento, éste tenía que suceder a sangre y fuego, para escabullirse al calor de la metralla o morir. Escapar peleando. O matar y morir. Pero tú te quedaste quieto, uncido a la portezuela del carro y al gatillo de tu Walther. ¿Por qué no corriste, impulsado por el olor a pólvora y el humo de la balacera? ¿Decidiste cubrir la retirada del compañero que escapó? La nota informativa del jefe policíaco no lo dice, pero sé que el militante que te acompañaba en aquel automóvil robado era nuestro hermano Ugo. Y que él rompió el retén militar con la pistola en la mano y disparando. Huyó entre los cuerpos de los soldados caídos por los disparos de su pistola y la tuya. Escapó herido y fue curado de las heridas por una familia de médicos y enfermeras, simpatizantes de la causa revolucionaria. Y en cuanto pudo sobreponerse de la convalecencia viajó a Guadalajara, para integrarse a otra Brigada de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Sé que allá también escapó herido, en el desbarajuste de un asalto bancario que devino en otra sangrienta balacera, y que de esta última baleada fue curado por nuestra madre, en aquel departamento humildísimo de la 2a. Cerrada de Lago Bolsena (Lago Constancia, según el informe de la Dirección Federal de Seguridad). A resultas de los agarrones a balazos, contra  el ejército y la Brigada Blanca, perdió a todos sus compañeros de la Liga Comunista 23 de Septiembre, un testículo, dos costillas y el buen funcionamiento de los riñones. Entonces decidió trocar la militancia guerrillera, aparejada con el estudio tesonero del marxismo, por la poesía y la música. Todavía no cerraban las cicatrices de las últimas heridas cuando me visitó en el Reclusorio Preventivo Norte del Distrito Federal. Fue en marzo de 1977. Recién había cumplido dieciocho años. Rapado, su cráneo sudoroso redondeaba la carnosidad de sus mejillas. Pensé: ni Nazar Haro lo reconocería con este disfraz de cara desnuda. En un recodo del patio destinado a la visita familiar, me contó la historia de aquel encontronazo que te condujo a morir en la indefensión de las torturas y al desvanecimiento de tu cuerpo en los escondrijos de la contraguerrilla:

     -Joel también hubiese podido escapar, sin despeinarse. No entiendo por qué reaccionó con tanta pasividad. No era la primera vez que él se enfrentaba a balazos con los milicos. Los compañeros de la Brigada Campesina Emiliano Zapata, allá en la Sierra de Oaxaca, admiraban su mítica puntería y esa su sonrisa asentada en los tronidos de la pólvora. Y retenían en la memoria el estupor de los sardos a los que había propinado un plomazo en la esfera del cráneo, con el recurrente orificio en los pliegues del entrecejo; y los barrancos por donde rodaron los difuntos, ya inermes, desmembrándose entre tantísimas cuchilladas de las rocas puntiagudas. Pero en aquel retén de pacotilla, distanciado del temor a las torturas y la muerte, lo que hizo fue recargarse en la portezuela del carro y despejar el camino de mi escapatoria, hasta la última bala 9 mm., de los tres cargadores de su Walther. Yo portaba una pistola semejante, también con tres cargadores de ocho balas, de las que en aquella ocasión troné veintidós, con regular puntería. Antes de fajarme la pistola, alcancé a ver cómo puso fin a los plomazos, ya con la nuca ensangrentada en el estribo del automóvil. Nunca olvidaré que azotó la pistola sin balas en la cara del soldado que lo atenazó de los tobillos. Era imposible rescatarlo. Perturbado por el desenlace maldito de la balacera, corrí como alma que lleva el diablo rumbo a la clínica de nuestros simpatizantes. El cañón de mi Walther quemaba como una brasa en la herida de mi entrepierna. La sangre y el sudor me brotaban a chorros. Y así pude escapar. Juntos, o en sentidos dispares de la ruta de escape que yo intuí, los dos teníamos la obligación de pelear para escurrirnos al regocijo de los torturadores. Pelear como auténticos guerrilleros, sin miramientos. Fue él quien me inculcó esta convicción, con su ejemplo en los combates de la sierra de Oaxaca. Y fui consecuente, en los hechos concretos. Su actitud en el encuentro del retén citadino fue la de un hermano de sangre, bondadoso, pusilánime. No reaccionó con el arrojo de aquel combatiente rural, intimidante y admirado. Fui su flanco débil. La causa directa de su sacrificio. Se entregó, para que yo pudiera huir…

Desprovisto de cualquier indicio de amargura, el hablar de Ugo discurría lento, de pausa en pausa. Su lenguaje se asemejaba al del hombre viejo curtido en un borbotón de vivencias y recuerdos imborrables. Lejos, como en otra era, había quedado aquel chamaco embutido en el uniforme de la secundaria y su propósito de cosechar una hilera de dieces en todas las materias; propósito que logró con un mínimo de dedicación, porque ya se daba tiempo para leer a Rimbaud, a Vallejo, a Darío, a Marx y algunas partituras de música para piano que adaptaría al teclado de la marimba. Los movimientos de sus extremidades también eran lentos, cribando los resquemores de la intemperie para agazaparse en la confluencia de las paredes. Su espalda encorvada, sus cachetes chapeados (sin barros ni espinillas entreverándose con la pelusa dispersa en el territorio de la barba), y sus labios gruesos y el cerco bien alineado de su dentadura, convergían en aquel tono grave de su voz. El bisturí de sus ojos escudriñaba la geografía de mi cuerpo amacizado en las canchas deportivas de la prisión.

     -Veo que estás bien. Mamá me ha dicho que lees muchísimo, escribes cuentos y juegas basquetbol. Ya casi no la entristece tu encarcelamiento. Está convencida de que falta poco tiempo para que salgas libre. Y todavía no pierde las esperanzas de que Joel esté vivo y que el día menos pensado resurja de la nada y reaparezca en el umbral del departamento de Lago Bolsena, esponjando el círculo diminuto de aquel lunar que corona el escudo de su sonrisa. Lo mira en sus sueños, igual que siempre fue: apacible y comedido. Y ella se mira convertida en un remolino hacedor de tamales, estofado de tortuga, mole de guajolote y arroz con trocitos de zanahorias y calabazas. Reúne a toda su prole y nos rellena las tripas. Joel come despacio, sumándose al bullicio en que devienen las proezas de Mamá en la cocina. Ansiosos de que nos platique los pormenores de su resurrección, lo vemos deshojar tamales de iguana, enrollar tacos de tortuga y guajolote y despacharse aquella comilona con sublime parsimonia. En los sueños de Mamá, algo semejante sucede cuando tú sales de la cárcel. Ella cree que los pasajes nítidos de sus sueños anuncian los acontecimientos felices que aliviarán el escozor de sus angustias. Nunca su corazón ha estado tan optimista, como en esta etapa de su abnegado existir, tan tupida de premoniciones libertarias… Pobre Mamá. ¡Cuánto la hemos martirizado! Pero llegó la hora de compensarla, con tu regreso a una vida sin sobresaltos. Así, poco a poco, podrá resignarse a la pérdida física de Joel. De su segundo hijo Joel que se le muere, quizás también ahogado en alguna poza oscura, fría. Otra vez te toca mitigar con tu presencia las desgarraduras en los sentimientos de Mamá.

Recuerdo que reprimió la carcajada de muchacho cuando dijo que en la zona de ingresos al Reclusorio declaró ganarse la vida como baterista de la Marimba Las Teclas de Chiapas, identificándose con su flamante credencial del Sindicato de Trabajadores Filarmónicos. Nos despedimos con un abraso intenso, lacrimoso, a las diez de la mañana, en la cerca limítrofe del patio familiar. Conversamos cuarenta y tres minutos esa única ves que me visitó; suceso estimulante para mi sentir de prisionero, riesgoso para los dos: sus manos de combatiente aún expelían fetidez de pólvora quemada y en las honduras de sus oídos reverberaban los truenos de las balas. A cuarenta y cuatro años de distancia, sé que traspuso sin molestias irreverentes los filtros de entrada y salida de la prisión, porque la contraguerrilla ignoraba su trayectoria de militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre: Joel pudo desviar el rumbo de los interrogatorios y sus compañeros del fallido asalto bancario cayeron agonizantes o muertos, sin material que justificara los tormentos y el desenredo del nudo ignominioso de las delaciones. Pero aquel estruendo de la metralla se apelmazó en sus circuitos cerebrales y en sus riñones estropeados; y se fue con él a la tumba, el 2 de agosto de1980. Vivió quince meses más que Joel. Lloré muchísimo cuando murió.

Salí de la cárcel medio año después de aquel encuentro carcelario con mi hermano Ugo (no aparece su nombre en el fichero de la Guerra Sucia almacenado en el Archivo General de la Nación, ni en la lista de las personas que me visitaron en el Reclusorio Norte). Y corrí a refugiarme en la vivienda sobrepoblada de Lago Bolsena, sumándole densidad a la tribu familiar: mi sobrino Saúl, hijo de mi hermano Alfredo con mi cuñada Jovita (a quien pusieron  mi nombre para que no faltara un Saúl en la familia, ya que todo apuntaba a que me mataría el ejército en la Sierra de Guerrero), cuatro hermanas, cuatro hermanos, los progenitores, la marimba, el xilófono, la batería y el saxofón. Aquel era un mundo de literas, catres plegables y tandas para comer en la mesita del comedor incrustada entre la estufa, el trastero y el refrigerador. Yo dormía en la pequeña estancia, abrazándome a las pezuñas del sofá o a las piernas bien torneadas de la marimba. Mi cama era una colchoneta. La enrollaba al arrancar el ajetreo de Mamá, antes del amanecer. Quienes iban a la escuela encabezaban la fila para ingresar al inodoro y la regadera, antes del desayuno. Bolsas de plástico rellenas de aserrín con petróleo era el combustible del calentador de agua para bañarse. Silvia, la mayor de las hermanas, hacendosa como una hormiga, se tatemó las pestañas y las cejas al prenderle fuego a una de esas bolsas. Era ya una señorita cuidadosa de su aspecto. Y de pronto, desprovista su figura de tan venturosas pinceladas, tuvo que verse fea en el espejo con los ojos desnudos: las líneas curvas de las cejas y las pestañas retocan la fisonomía. Todos nos compadecimos de Silvia: la segunda madre de los hermanos pequeños.

Olga López Ralón, hija de mi hermano Alfredo con mi cuñada Edith, nació casi un año antes  de mi retorno al mundo sin murallas ni rejas. Ocho días después de mi liberación, festejamos su cumpleaños número uno. Entre sucesos tan alegres, desde las honduras de su intimidad, algún pensamiento exhaló Mamá sobre las venturas de la existencia, visibles como el resplandor de su sonrisa en el arribo de una nieta y el resurgir de un hijo, y trocó las idas a la cárcel por la convivencia dominical con su progenie, pletórica de anécdotas, carcajadas, cazuelas repletas de guisos humeantes y la enaltecida cadencia que las manos virtuosas de Ugo y Papá exprimían al teclado de la marimba.

Nacer y renacer, en la gracia superlativa de la nieta y en el reencuentro del hijo excarcelado con la esencia del amor sin condiciones: Raquel, la mujer que será siempre mi esposa y mi hijo René. Amar, procrear, es extender al infinito la profusión de los deberes de madre, abuela, compañera, suegra, esposa. Mamá renació de nueva cuenta, al mostrarle a mi Raquel una buena técnica para bañar a nuestro hijo Saúl recién nacido y el remedio casero conque curó las piernitas de René, bombardeadas por deformes granos purulentos bien enraizados. Y al esforzarse por averiguar el origen de las detonaciones alucinantes que cimbraban la razón de Ugo. ¿Acaso todo el entendimiento se desequilibra por irrumpir a patadas el resplandor del mundo? ¿Es tanto el precio que se paga por no respirar mientras desbrozas con los pies la vereda del alumbramiento, trastocando todo el proceso de esa manera tan extraña? ¿O fue la tensión extrema de fugarse herido entre peleas a balazos la que devino en los desajustes demoníacos que los neurólogos clasifican en el casillero de la esquizofrenia esquizoide? ¡Esquizofrenia esquizoide! Palabras malditas, atoradas como espinas en los entresijos del ánimo. En los riñones maltrechos se apelmazaron los fantasmas de la esquizofrenia. El intermitente saltar de la ecuanimidad al estruendoso y oscuro lodazal de la persecución. Amainar con el sedante de la marimba y la poesía la angustia de morir entre amenazas y alaridos lacerantes, de pausa en pausa, en alguna cloaca secreta de los torturadores… Del trance de parirlo, recordaba el alboroto de las mujeres con sus ofrendas de gallos cantarines y gallinas negras exorcistas, la impertinencia del dolor y el sudor y al crío robusto, de piernas largas, greñudo, silencioso, morado como un caimito del pecho a la cabeza: soltó el llanto que detona la inmensidad del espacio hasta recibir nalgadas de todo el mujerío congregado por el rumor de tormenta que disparó aquel parto tan expansivo, lento, espeso, inenarrable. El estallido del llanto taladró la dura sustancia de los conjuros, los laberintos auditivos de los perros que hacían la siesta en el corredor de la casa y el bloqueo en las arterias que impedía al recién nacido el aliento de la sangre oxigenada. Entonces explotó el petardo magnánimo de un coro de alabanzas, ladridos y risas. Desde el comienzo se marcó el derrotero de quien sería su hijo inteligente y creativo: sobrevivió para dirimir las ensoñaciones del atormentado y sublimar el cascajo del alma.

El 26 de septiembre de 1978, Ugo redondeó la escritura del poema Sólo cambia la forma, dedicado A un amigo de antaño: “Yo he visto en días como en noches,/ indistintamente,/  luces, muchas luces de colores./ Frío en los amaneceres,/ Frío al caer del cielo las tardes./ Lágrimas que tiritan hasta en las almas más cálidas,/ En suma…/ Y hoy he sabido/ que se vive lo mismo en el subsuelo/ que en los corazones,/ No te apenes pues viejo compañero,/si ahora reposas.”

Y en febrero de 1979, a unos días de emparejarse a Joel con 20 años vividos, su poema Un embrión, también para el hermano y compañero de armas extinto, sin que lo diga: “Sé que yaces debido a la distancia/ en el tiempo,/ Y que cada aurora es grano de arena/ que se desprende de tu sepulcro,/ Pues el proyectil del mercenario/ abrió en tu pecho un orificio.”

Poesía, música, herramientas de la añoranza: “Un pueblo que duerme es como un niño que retoza,/ por eso yo,/ impaciente,/ he mojado mis cartuchos leninianos/ en las frescas aguas/del oleaje poético…” “Quizás mi alma padece de lepra,/ y sea por ello/ que requiere de estos bálsamos”, dice, en sus poemas. Tumbado en su camastro, inmóvil, escucha El vuelo del abejorro, de Nicolai Rimski Korsakov. Absorbe sin pestañear, de principio a fin, cincuenta o cien veces, la vibrante divinidad de los violines. Salta de la cama, apaga el tocadiscos, se planta ante el teclado de la marimba, reviste sus manos con seis baquetas y El vuelo del abejorro estalla en aquel golpeteo portentoso del caucho al hormiguillo. La turbulencia de los baquetazos aletea delante de la melodía. Es menester concentrarse en el remolino de la ejecución para percibir en los poros el entretejido de las notas trasplantadas de las cuerdas del violín a las teclas de madera.

El vuelo del abejorro arremolinaba en torno de la marimba a las marchantas del mercado y a los parroquianos de las pulquerías del barrio. Agitándose como abejas, mujeres y hombres estremecían los brazos y las quijadas. Y una impertinente disonancia de eructos regurgitaba del fondo de sus barrigas. Día tras día, cerca de la hora de cenar, Ugo y Papá regresaban a casa con sus morrales y sus bolsillos repletos de monedas y billetes. Esto sucedía de lunes a jueves. Los viernes y los sábados tocaban en bodas elegantes y fiestas de cumpleañeros. Los domingos eran para la familia, en los términos de la convocatoria de Mamá. Los clanes que Alfredo y yo habíamos forjado con nuestras esposas y nuestros críos, y algunas primas y tías, con sus maridos y sus hijos, reforzábamos el bullicio de la tribu reunida. Éramos tan alegres que nadie reparaba en las limitaciones del espacio ni en la escasez del mobiliario, ni en los recurrentes altibajos en las emociones de Ugo. Con el arrebato de la poesía, él suprimió la primera letra de su nombre: “Desde que el Führer habló ante un público,/ la hache calla/ en el sustantivo propio de mí…”  Pudo prescindir de esa H tan inconveniente, pero no de los pensamientos que lo atormentaron desde aquella fuga del retén militar de Oaxaca hasta el día de su muerte. Ochenta poemas, en noventa y tres páginas, escribió durante su vida de poeta, entre mayo de 1978 y abril de 1980. Y en las llamas del calentador de agua para bañarse se consumió un montón de libretas escolares que contenían la descripción de sus peripecias guerrilleras y de las desgarraduras a sus neuronas acometidas por el monstruoso esmeril de la esquizofrenia. El ímpetu corrosivo de semejante mineral le imponía correr agazapado. Acuclillarse para correr. Correr encorvado, en zigzag, adelante de la parábola de los disparos. La velocidad de la carrera tenía que anteponerlo al tronido letal de los impactos. Adelante, adelante, alejándose del trueno de la pólvora y de los destellos de aquellas miradas tumefactas tan dadas a mezclarse con el escándalo de las balaceras. Huir  de los causantes del tormento; sosegar los martillazos del corazón y el miedo a la maldad entrometida como cagada infecciosa de chacal en el terciopelo finísimo de la poesía, en el ritmo que detona el movimiento pegajoso de las neuronas y el repiqueteo insoportable de las torturas que padece Joel, en el dolor de su desmoronamiento paulatino. Correr con los pies en el aire, empujados por la resonancia de los aullidos, las muecas y las carcajadas carroñeras de los torturadores. Huir de los fogonazos en las pupilas y del viento helado de la muerte, rozando apenas la corteza durísima del suelo. Correr descalzo, con la planta callosa del pie endurecida como suela, irrumpiendo abrojos y matorrales espinudos. ¡Ah! ¡Cuánto daría por no sentir las punzadas en los pies! ¡Correr sin temor a los zarzales! Sin  idea del costo inconmensurable de no sentir las heridas en el pellejo, pero sí de aquilatar la inmensa complejidad del horror ignorado por aquellos que conservan sin resquebrajaduras el exquisito balanceo de sus emociones.

Al decir de Papá, Ugo ya sabía la música que él le enseñaba y la que extraía de los discos. Bastaba conque se concentrara un poco para que pudiese recordar la combinación de los compases memorizados en anteriores encarnaciones. No podía explicarse de otra manera esa facilidad para tocar de un día para otro las oberturas que a cualquier músico destacado le llevaba meses aprender y dominar. En sus pretéritas vidas también escapó de la muerte a balazos y plasmó en el punzante ritmo de sus poemas el desasosiego que cargaba en los hombros como un fardo insoportable de almas en pena y remordimientos. Se le iluminaba la cara a Papá cuando refería las proezas de su hijo venerado. Sólo a él admiró como a un ser  sensible, virtuoso, supraterrenal.

En agosto de 1978, en su poema Omnisciencia, Ugo conversa con el gran Dios confidente, sapiente y todopoderoso, con miras a reescribir la historia del evento en el retén de Oaxaca, revivir a Joel (la estrella que deambula en penumbras durante la noche), para reintegrarlo a la tribu familiar y devolverle el brillo a los ojos de Mamá: “¡Oh!, gran Dios lejano,/ si el pasado retornara como el sol por las mañanas…/ Pero ella también anda lejos…/ ¡Oh!, Dios que iluminas praderas y desiertos./ ¡Dad luz a esa estrella que por las noches se apaga!/ ¿La haces morir o yo duermo?/ Mira bien que ella vive en mí,/ y en el distanciado pueblo.”

En sus caídas y recaídas, estremecido por el peso abrumador de la angustia, comparte con Joel las zambullidas asfixiantes en el agua con orines y excremento de la pileta rugosa, fría, del cuartel militar de Oaxaca, y el chirriar de la picana que les electrocuta y escuece los genitales, las encías, las tetillas, los oídos; juntos, desmadejados, sin rumbo, soportan las golpizas en los riñones y las coyunturas, las resquebrajaduras de los huesos, la inanición y los desmayos que abren las compuertas de las descargas eléctricas en las vértebras, para reemprender el método circular del interrogatorio. Anestesiado por la recurrencia del dolor, con boca de sonámbulo Joel repite que desconoce el paradero del muchacho que huyó en medio de la balacera del retén de Oaxaca. Sólo sabe que les vendió mimeógrafos, tinta, máquinas de escribir, papel, novelas, cuentos. Decía llamarse Ernesto y ser fanático de las películas de Clint Eastwood… En los sótanos húmedos de la tortura componen una unidad extraña, en la que Joel encarna al prisionero condenado a evaporarse en la oscuridad del secretismo y Ugo es el testigo agobiado por la culpa de escapar de los relampagueos de la refriega. Conciencia etérea, inasible, ante el terco resistir del hermano martirizado. Ningún resquicio queda de aquel combatiente de la Brigada Campesina Emiliano Zapata de la sierra de Oaxaca. Pero aún sus despojos se desmoronan duros como rocas, consistentes, dignos, en el manejo de la circunstancia. Ha dicho su nombre y los nombres del lugar de su nacimiento, de Mamá, de Papá, pero ni una palabra que delate las ligas consanguíneas de la militancia, ni al Jefe Masca-cuero-orejas-de-Dumbo y su plan descabellado para rescatar de las catacumbas al gran líder Oseas, ni las conexiones conceptuales que encaminaron a los guerrilleros rurales hacia el desfiladero de la derrota. El juego de la muerte se ensaña en el cuerpo nervudo de Joel, hasta que lo desvanece. Y se concentra, sádica, en la travesura de enloquecer a Ugo, inoculándole el arrebatamiento de la emasculación, la triste manía persecutoria y, durante las treguas efímeras, el éxtasis explosivo de la música y la poesía. La filosa curvatura puntiaguda de la guadaña se ha mellado, al tasajear los nervios pétreos del aire que las escapatorias destilan. Ugo se resguarda en la clínica de salud mental del Ejército de Salvación o en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía. La muerte afila las melladuras de la guadaña y ataca los riñones, ahogándolos en pantanos de cafeína, sal y medicamentos conjuradores de los demonios de la esquizofrenia. Tres poemas denotan la cercanía del desenlace, escritos en las últimas treguas que le concedió la muerte mientras oxigenaba la osamenta de sus pulmones exhaustos de tanto acosar:

Rigurosa prudencia: Me suicidaré el día/ en que lo considere necesario/ En esa hora Polimnia deberá tener/ sus quijadas endurecidas y secas/ Arroyos y bosques estarán cubiertos/ de roca y espina,/ y el sol será frío/ como enorme trozo de hielo…/ Los barcos navegarán/ hacia el lejano puerto/ de la Abstracta Infinitud/ con tripulación de polilla/ y minutero de serrín…/ Yo tendré el cráneo cual polvo de rapé/ y mis huesos deberán ser/ lo que hoy un fino talco para pies…

Travesía: Perdida la paciencia/ la diestra lamenta las burlas/ del viejo bastón de madera./ La butaca, por el contrario,/ es benévola y cálida…/ Y aunque la barba le tiembla/ el anciano gime apenas,/ pues su corazón,/ que premedita muy bien/ una a una cada palpitación,/ le instiga al juicio de frente a la corta espera…

La sagrada fuente: Como la luz penetra las hojas/ yo consumo mi existencia./ Y, cual tardío cintilar,/ el gríseo árbol de mi juventud/ no decaerá./ Pues no hay nada tras la hoguera.

Los nefrólogos pronosticaron el plazo de un mes aciago para que sobreviniera el derrumbe definitivo a resultas de contraer hábitos contraindicados que rayan en el afán suicida: ingerir cincuenta tazas diarias de café, jamones, quesos de leche bronca, pescados de dos kilos al vapor, embadurnados de sal. Reducido a un cinco por ciento, el quehacer de sus riñones se descomponía al ritmo más acelerado. Ni la opción del trasplante modificaría la fatalidad del vaticinio. En el hospital le redujeron los dolores espantosos del último tramo y sin que él, únicamente él, tuviese conocimiento de su condición de moribundo, aguardó la estocada postrera de la guadaña.

Con su bagaje luminoso de poemas y oberturas en la espalda, encaminándose hacia los ámbitos ocultos de la estrella que por las noches se apaga, Ugo musitó: “Sé que bastará con que desgaje ante tus ojos/ Uno a uno todos mis latidos”.

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