San Cristóbal de Las Casas, para avanzar, volver al pueblo bicicletero

Foto: Rogelio Ramos

 

Dedicado a las personas que, por el motivo que sea,

 se mueven cotidianamente en bicicleta. Y a los grupos y

colectivos que encuentran en ella no sólo la forma

 de obtener un beneficio personal, sino una vía

para mejorar el espacio que compartimos todos.

 

San Cristóbal de las Casas

Pocos lugares en nuestro país tienen la cantidad y diversidad de actores sociales como los que convergen en San Cristóbal de las Casas, lo cual hace de la ciudad un repositorio cultural de una riqueza enorme. Sin embargo, la dinámica de la vida pública y acontecimientos violentos como los registrados los últimos años sugieren la imposibilidad de alcanzar una convivencia armónica y, por lo tanto, la incapacidad de explotar las innegables potencialidades presentes en el lugar y en las personas que lo habitan.

En un recuento de la fundación de los barrios de la ciudad, el historiador Juan Pedro Viqueira recuerda que esta se basó en un modelo urbano, común en el mundo novohispano, que en su concepción buscaba dividir a la sociedad asignando a cada grupo su lugar según su estrato. La violencia hoy rampante, el desinterés por el diálogo y el atropello a las diversidades parecieran en su conjunto un lejano triunfo de aquellos propósitos coloniales. Y es que claro, tampoco se puede ignorar que la situación que tenemos hoy en día es producto de procesos más lejanos y complejos. José Antonio Reyes Matamoros, el dramaturgo que fundara la escuela de escritores Jaime Sabines, decía, a escasos años de morir, que las culturas que conviven en San Cristóbal son culturas ofendidas, inmersas en el caos de una paz negada históricamente, víctimas de líderes que se comportan como mafiosos y del fracaso recurrente del diálogo.

Esa terca permanencia del caos, palpable cotidianamente en la vida que se desarrolla dentro del espacio público, obliga en igual medida a no dejar de pensar en la ciudad, en la que tenemos pero sobre todo en la que queremos, o, ¿por qué no?, en la que soñamos. A fin de cuentas, dice el poema de Benedetti, cada ciudad puede ser otra, cada ciudad pueden ser tantas.

 

Pensar la ciudad desde una bicicleta

Y en este ejercicio, es decir, en la reflexión de la ciudad, es útil tomar la perspectiva que ofrece el uso de la bicicleta como medio de transporte por varias razones. Una es porque quien monta una bicicleta en una ciudad se vuelve, a semejanza de los grandes urbanistas del siglo pasado, en un incisivo observador de lo que sucede alrededor. Así lo confirma el antropólogo Marc Augé, quien sostiene que una bicicleta sólo puede usarse si se presta atención sostenida a lo que sucede en nuestro alrededor y en el presente. En la bicicleta la mirada llega a rincones que escapan al conductor o al viandante pues es un híbrido que habita en las intersecciones, un anfibio sin lugar asignado cuyo deambular discurre en una lucha constante por un pedazo de espacio, en el descubrimiento de la ruta que pasa entre lo peatonal y lo motorizado, lo permitido y lo proscrito, el plan y la improvisación, y a veces también entre la vida y la muerte.

Por ese poder de lectura e interpretación de los espacios, se ha dicho que la bicicleta no solamente es el instrumento que nos lleva de un lado a otro, sino, afirma el psicólogo de la UNAM Pablo Fernández Christlieb, es un modo de pensamiento que de entrada ha roto con esa lógica de la velocidad “en la que todos andan enfermitos como adictos en busca de dinero y aplastando a todo aquel que estorbe.” En este sentido la bicicleta es en sí misma también una crítica a la forma en que hemos construido la ciudad, al trazo indiscriminado de vías que expulsan a los seres humanos de las calles para suplantarlos con máquinas. En este sentido es la antítesis de eso que el filósofo André Gorz llamó “automovilismo de masa”, basado en un objeto – el auto – que como pocos otros da rienda suelta al individualismo propio del sistema capitalista, y siembra en sus usuarios la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y sacar ventaja a expensas de todos los demás.

Por otro lado, la perspectiva ciclista es igualmente válida si pensamos que se trata de una expresión de sabiduría acumulada en el tiempo y que toma forma en el uso de un artefacto cuya eficacia ha sido validada por el correr de los años. Así, el uso de la bicicleta como medio de transporte es equiparable a lo que sucede con instrumentos como el azadón o el molcajete, que se niegan a pasar de moda por razones que no siempre alcanzamos a entender aun y cuando les lluevan encima estigmas y descalificaciones.

Las bicicletas son en este aspecto un cúmulo de conocimiento histórico, un mensaje del pasado que conecta a los viejos caminos de tierra con las calles de asfalto que tenemos ahora, el fiel de una balanza que oscila entre el pueblo que se ha dejado atrás y la ciudad que hoy tenemos. Esa que ante la ola de problemas que la golpean pareciera escapar a ritmos acelerados de nuestras manos haciendo eco de lo que el urbanista brasileño Jaime Lerner sentenciaba cuando decía que ampliando las calzadas se estrechaba la mentalidad de las personas y los pueblos perdían su historia. Pues bien, las bicicletas que hoy recorren cotidianamente la ciudad constituyen uno de los últimos reductos vivos en el que se conservan aun rasgos de esa historia. Su cadencioso rodar es el testimonio de un San Cristóbal que viene de muy lejos en el tiempo y que se resiste a adoptar las pautas urbanas marcadas por las políticas de desarrollo modernizadoras.

 

El espacio público en San Cristóbal

Desde perspectivas como estas podemos pues preguntarnos cuánto de lo que hoy menoscaba la vida pública en la ciudad deriva del hecho de que, yendo en pos de la tendencia nacional, se sometió a un lugar desbordante de complejidades y originalmente planeado para dividir, a las ideas unívocas de modelos inspirados en la modernización urbana estilo gringo que continúan vigentes. Uno de los problemas de raíz es que esos modelos se encuentran condicionados por un industrialismo que desde sus orígenes se plantea la mecanización del mundo, y una de las consecuencias de esta filosofía fue muy pronto palpable dentro del espacio público, en donde lo mecánico desplazó paulatinamente a lo humano.

Voces como la de la periodista neoyorquina Jane Jacobs, advirtieron desde los años sesenta que esa tendencia a la transformación de los espacios públicos minimizando lo humano para sustituirlo por lo mecánico, no podía traer sino repercusiones negativas para la vida social. La premisa de base es que, desde que el mundo es mundo, el contacto entre personas es requisito fundamental para que otras cosas sucedan. Y es cierto, muchas veces esos contactos conducen a cosas que no salen bien, pero sin ese contacto, tampoco es posible arreglar lo que sale mal.

En lugares como San Cristóbal, los efectos sociales del proceso de modernización o desarrollo urbano son relevantes pues constituyen un catalizador de los problemas que la ciudad viene ya arrastrando históricamente, como la marginalidad, la depredación del medio ambiente o la violencia. El problema es que tal y como se encuentran actualmente distribuidos, los espacios públicos de la ciudad siguen operando más como fronteras que como lugares de encuentro. La prioridad que desde las políticas públicas se le ha concedido al automóvil particular como forma primaria de movilidad, en una ciudad que mide nueve kilómetros de una punta a otra, fue absurda desde un inicio y lo es más ahora que la cantidad de habitantes ha aumentado y el mundo se encuentra instalado en medio de un proceso de degradación ambiental sin precedentes. En términos sociales, el ceder la abrumadoramente mayor parte del espacio público a los vehículos de motor, significa un nuevo destierro del habitante promedio desprovisto de un vehículo, quien se ve así relegado a ocupar los márgenes, espacios grotescamente intransitables – como las banquetas cuando las hay – que en su inaccesibilidad no hace sino evidenciar el desinterés que priva en los gobiernos frente a todo aquel que no tiene un auto o una motocicleta.

En el contexto en el que nos encontramos, pensar el espacio público como el lugar social de encuentro por excelencia debería de ser una necesidad que va por mucho más allá de lo estético, pues su negación se traduce también en el arrebato de oportunidades para que una sociedad históricamente dividida pueda encontrarse, ventilar sus diferencias – físicas, étnicas, etarias, culturales, etc. – y verse y conocerse en un ambiente, si bien no precisamente armónico, sí de respeto y neutralidad. Si esto no sucede, el trazo urbano, negando a sus ciudadanos la posibilidad del contacto, del saludo, de la sonrisa, del guiño, inhibe las potencias sociales más básicas del ser humano, y preserva o ahonda en consecuencia las brechas que dividen a la sociedad.

En los escaparates turísticos se suele presentar a San Cristóbal como una ciudad en la que conviven la modernidad y la tradición, en donde todos tienen un espacio en virtud de una supuesta universalidad de derechos. Lo cierto es que la vida dentro de los espacios públicos se desarrolla muy alejada de esa universalidad y dista mucho de ser neutral. El habitante promedio de una forma u otra lo sabe: San Cristóbal es un lugar cuya artificiosa “magia” se reparte en función a criterios muy precisos entre los que el económico sobresale. La crítica feminista ha sido contundente desenmascarando la falacia: detrás del rollo de la universalidad se esconden los privilegios y la asignación real de derechos, a la ciudad y a la ciudadanía, generalmente encarnados en lo que la locutora española republicana, María Jose Capellín, denominó un “hombre BBVA” (Blanco, Burgués, Varón y Adulto). En esta lógica, entre más se aleja el usuario del espacio público de ese perfil, la ciudad se vuelve en igual proporción más excluyente. El proceso de gentrificación que avanza a marchas aceleradas sobre todo en el centro de la ciudad es sólo uno más de los efectos de esa misma lógica.

Quienes recorremos San Cristóbal en bicicleta lo sabemos bien, habitamos un lugar que, limitando nuestras posibilidades para movernos, reduce también las posibilidades de expresión de nuestro ser, y, por lo tanto, de nuestras libertades. La bicicleta es de este modo una víctima más de las dinámicas que excluyen todo aquello que está fuera de lugar según los cánones. Si tienes un auto, entonces tienes derecho a ocupar el 80% o más del espacio público, de otro modo tienes que arreglártelas y encontrar tu lugar en el otro 20% o menos en el que se arroja todo lo que estorba. El auto, y en proporción creciente – y alarmante – la motocicleta, se erige así en el dispositivo de acceso por excelencia al usufructo de la ciudad, es decir, en el espacio público tienes permitido ser niña, mujer, indígena, adulto mayor, persona en silla de ruedas, etc., pero lo puedes ser con la condición de tener un auto, si no lo tienes búscate algún otro lugar para estar, para moverte con seguridad, para caminar con libertad, para trasladarte con dignidad.

Jan Gehl, el urbanista danés buscado por varios gobiernos del mundo por su experiencia en el rescate de la “dimensión humana” en los espacios urbanos, dice que primero moldeamos la ciudad, y luego ella nos moldea a nosotros. En esa idea, mientras en San Cristóbal se siga privilegiando la ocupación del espacio público para beneficiar a determinados actores, seguirá siendo un lugar construido para dividir que construye ciudadanos desinteresados en la convivencia, y, por lo tanto, privado de los beneficios sociales que tiene la explotación de la riqueza cultural que lo conforma.

 

Las bicicletas

Y sin embargo, en este panorama gris el uso de la bicicleta va más allá de la crítica y provee también señales que permiten auspiciar cosas buenas. Las bondades que tiene el uso de la bicicleta para la vida de una ciudad como San Cristóbal, derivan en una buena gama de beneficios que esta aporta a aspectos evidentes como la salud, la ecología o la movilidad, pero también a otros como la vida democrática o a la economía. No es casual que el uso de la bicicleta ha sido internacionalmente valorado como un instrumento útil para alcanzar 12 de los 17 objetivos de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible de la ONU. La propia OMS recomendó recientemente a la bicicleta como un instrumento eficaz para rehacer la vida post-pandemia pensando no solamente en el ámbito de la salud por la distancia que garantizan sus desplazamientos, sino también en la economía. Por mencionar un dato, durante el último año de pandemia, la Unión Europea registró una derrama económica proveniente del turismo en bicicleta mayor a la que dejó la llegada de cruceros a sus puertos.

Por este tipo de razones hay cada vez más ciudades en el mundo impulsando con cada vez mayor determinación el uso de la bicicleta como sistema de movilidad. La tendencia en el mundo se dirige a la construcción/recuperación de ciudades para las personas y no para las máquinas. París está por invertir 250 millones de euros en la construcción de infraestructura ciclista para lograr “la ciudad de los 15 minutos”, en la que a un ciudadano promedio pueda acceder a cualquier servicio básico (supermercados, escuelas, hospitales, diversión, etc.) en ese mismo lapso caminando, pedaleando o usando el transporte público. En ese misma tendencia, en nuestro país, Mérida está invirtiendo 111 millones de pesos en ciclovías, mientras la ciudad de México se ha propuesto construir 200 kms más de estas en los próximos tres años. Desafortunadamente y a diferencia de lo que sucede en otras ciudades que no tienen una cultura ciclista ni cuentan con las numerosas condiciones favorables que hay aquí, San Cristóbal sigue contemplando indiferente estos avances, encaminándose a sufrir con mayor intensidad los problemas – ecológicos, de salud, viales, etc. – relacionados con la saturación vehicular que cualquiera que pase por zonas como el centro un viernes o un sábado puede atestiguar.

Pero en el hilo de este argumento, una de las cualidades más notables que tiene el uso de la bicicleta es que devuelve a las ciudades la dimensión humana que factores como “la cochificación” les han quitado. Esto tiene mucho que ver con lo que, en un escrito referencial, Pablo Fernández Christlieb apuntó mencionando que genéticamente los seres humanos estamos hechos para funcionar a velocidades entre los 5 y los 15 kph, es ahí, en ese ritmo, donde oímos, sentimos y razonamos con detalle y atención lo que sucede alrededor. Es ahí donde las personas explotan las mil potencias de su ser, y es en esa velocidad donde germinan el genio, la empatía, el cuidado, la compasión, la comprensión, el coqueteo y todos los fondos y los picos que hacen al humano ser tal.

El proceso de urbanización colonial descrito por Viqueira, según lo refiere él mismo, a la larga fracasó en su intento por separar a las clases sociales pues sin importar su procedencia, raza o estatus, las personas encontraron siempre la forma de relacionarse. En lugares como San Cristóbal y en contra de las inercias divisorias, la bicicleta ha sido salvaguarda de ese tipo de contactos. En eso se asemeja más al caminar, pues sin ser invasiva, onerosa, peligrosa o contaminante como lo es un auto, nos acerca lugares y a personas superando etiquetas o fronteras sociales. Es, en este sentido, un medio para resguardar y fortalecer la identidad que se le intenta arrebatar al pueblo y que está presente en sus colores, texturas y aromas, pero, sobre todo, es útil para evitar la cosificación comercial, devolviendo a la escena local los rostros y las voces de quienes componen su riqueza cultural.

En la atmósfera de caos en la que vivimos, determinada en gran medida por una carrera hacia la sobrevivencia en la que cada uno ve por sí mismo olvidándose de lo que pueda suceder a los demás, la bicicleta es uno de los pocos espacios restantes para acercarnos y convivir en buenos términos. Quien usa la bicicleta conoce bien esa sensación de complicidad que hay con los demás ciclistas, una empatía silenciosa basada en la comprensión de lo que implica el esfuerzo del pedaleo, el reto de moverse en un entorno ciego ante todo lo que no tiene un motor, pero también en el disfrute de una libertad incomparable y una eficacia de traslado a prueba de bloqueos, baches, gasolinazos o filas interminables de autos.

Antoine Blondin, el periodista y escritor francés que con sus crónicas llevó el Tour de Francia al nivel de mito, decía que esa actividad nunca le pareció un trabajo, sino un reencuentro con una sociedad que le era simpática en el corazón. Ese es el tipo de confabulación que enhebra socialmente la bicicleta. Y sin negar que en algunas de las formas en que esta se usa hoy en día se reproducen también las divisiones o desigualdades sociales basadas en el poder adquisitivo, se puede afirmar que aun en prácticas ciclistas especializadas o, si se prefiere, sectarias como el ciclismo deportivo o recreativo, es posible el aglutinamiento cordial de personas con formas de pensar diferentes, provenientes de distintos sectores sociales, edades, géneros y niveles económicos, lo que no sucede fácilmente en otros ámbitos. Y aun ahí permea también esa solidaridad ciclista que, sin ser una regla, sí es frecuente y puede experimentarse cuando una avería, un accidente o una ponchadura nos dejan momentáneamente fuera de circulación y de pronto llega alguien con parches o herramienta a ofrecer una mano, ¿cuántos automovilistas se detienen a ayudar a un desconocido en esta o en cualquier otra ciudad?

 

Final con timbre al manubrio y puntos suspensivos

Empero, con todas sus virtudes y beneficios para la vida pública cotidiana, sería ingenuo afirmar que la bicicleta por sí sola resolverá las problemáticas que hoy padece San Cristóbal y sus habitantes. Pero su larga lista de contribuciones a la vida pública hace de ella una herramienta imprescindible si, como ciudad, queremos transitar, como lo hacen hoy ya muchas ciudades en el país y el mundo, hacia modelos urbanos en los que se aprovechen de manera sostenible las múltiples riquezas, ecológicas, culturales y arquitectónicas del entorno. De particular importancia entre sus muchas bondades, la bicicleta constituye un instrumento para zanjar fronteras e incentivar una convivencia humana propositiva y potente para detonar construcciones sociales más ambiciosas. Quienes integran los colectivos y grupos ciclistas locales pueden dar cuenta de ello pues en su interior convergen todo tipo de perfiles en una convivencia que da pie al surgimiento continuo de actividades, proyectos e iniciativas de toda índole (paseos, huertos urbanos, programas de radio, eventos culturales, etc.) que aportan siempre un beneficio social. Apoyar las iniciativas de ese tipo de organizaciones no es beneficiar a un grupo, es invertir en la ciudad.

En “La tona”, el cuento de Francisco Rojas protagonizado por una mujer pariendo en un páramo desolado, por un esposo desesperado y por un doctor, el niño no hubiera podido ver el mundo de no haber habido una bicicleta. En ese tipo de episodios está el testimonio del pueblo bicicletero, disponible para quien lo quiera ver, para quien lo sepa ver. Valiéndonos de la metáfora que ofrece ese cuento, pero sobre todo teniendo en cuenta las innumerables investigaciones y ejemplos disponibles del impacto positivo que ha tenido el uso de la bicicleta en prácticamente todas las latitudes, su impulso como medio de movilidad puede contribuir a dar a luz a un nuevo pueblo. Uno en el que el desarrollo no implique necesariamente acabar, como hoy se hace, con el olor a tierra de montaña, a árboles, uno en el que el privilegio no se incline hacia a unos cuantos arrebatando a otros sus libertades.

Es por cosas como estas y a diferencia del motor de un vehículo, que el siseo de una cadena o el tintineo de un timbre suena tan armonioso en las calles del viejo San Cristóbal. Suena así porque es el eco de lo mejor de un pasado que hoy muchos recuerdan con nostalgia, pero lo es quizá aún más por ser también un pequeño atisbo del futuro que podríamos llegar a alcanzar.

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