Canciones que te pueden gustar

Carl Wilson

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Existen muchas formas de disfrutar la música. Te puede gustar una canción por la profundidad, la elegancia formal y el valor perdurable que crees intuir en ella, los parámetros tradicionales de la apreciación purista del arte. Pero también te puede gustar por lo que tiene de novedoso, porque supone una aproximación original a algo viejo, aunque es posible que en ese caso solo te guste durante un tiempo breve (y que más tarde le guardes cariño porque evoca la época en que te gustaba, un recuerdo de la parte agradable de tener un pasado). El crítico Joshua Clover ha afirmado que amar la novedad es algo totalmente apropiado, pues las condiciones materiales de la cultura de masas permiten una renovación constante de ese sentimiento: si una canción pop se te gasta, siempre dispondrás de otras. Valorar la perdurabilidad por encima de la novedad es una rémora de la época de la escasez estética, anterior a la era de la reproducción mecánica o digital. Hoy, en cambio, nos puede gustar una canción por ser una de tantas, por formar parte de una multitud en lugar de ser una compañera íntima. Una vida con unos gustos plenos incluirá ambos tipos de relaciones, del mismo modo que una vida erótica plena tendrá tanto encaprichamientos y aventuras como relaciones duraderas porque unas y otras nos proporcionan cosas distintas. (¿No es cierto que nos compadecemos de las personas que se casan con sus novios o novias del instituto, aunque al mismo tiempo admiremos su coherencia?) Afortunadamente, las canciones no tienen celos las unas de las otras, ni sentimientos que podamos herir. No necesitan nuestra devoción íntegra y permanente.

También te puede gustar una canción porque se ha quedado anticuada, por la historia social que sus anacronismos revelan. Te puede gustar una canción porque su sentimentalismo te obliga a ejercitar las emociones. Te puede gustar porque su sonido te resulta extraño y porque ofrece una visión de la diversidad humana. Te puede gustar porque es ejemplar, porque es la canción llenapistas o la pieza sensiblera «definitiva». Te puede gustar porque representa un lugar, una comunidad o incluso una ideología, tal como a mí, con el corazón partido, me gusta «La Internacional». Te puede gustar por su popularidad, porque te vincula con la multitud: ser popular seguramente no la hace ser buena, pero en cambio sí la convierte en un bien, un servicio, y puedes escucharla para intentar descubrir el efecto que produce sobre otras personas. Como escribió la crítica Ann Powers en su ensayo «Bread and butter songs», incluso puede gustarte una canción, por ejemplo, «Living on a prayer» o «My heart will go on», por su «profunda falta de originalidad», porque estimula los sentimientos de una forma muy de andar por casa y fácilmente absorbible, y no mediante una onda de choque. Estas bread and butter songs, las canciones de toda la vida, son buenas para cantarlas a grito pelado en grupo.

Pero para que te gusten canciones por todos estos motivos, antes tienes que haberte librado de la pregunta sobre si una canción resistirá «el paso el tiempo», que implica que desaparecer, morir, equivale a fracasar (y que el gusto tiene que ver con realizar predicciones). No te gustarán si andas buscando el disco que te llevarías a una isla desierta, un escenario que parece hecho a propósito para despojar la imaginación estética de cualquier tipo de alegría y buen humor. Pero si permitimos que nos gusten canciones por estos motivos tan diversos, nuestro gusto se parecerá menos a las pandillas del instituto o a una conspiración global para preservar los privilegios y más a un mundo fantástico donde podemos tener numerosos idilios, o, cuando menos, aventuras con desconocidos.

En Música de mierda (Blackie Books, 2016).

Retomado del blog de Eduardo Huchin Tediósfera

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