¿Alguien, por favor, quiere pensar en los niños?

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El cuento comienza con un nacimiento. Ya se sabe que en ciertas tradiciones —en particular de la clase aristocrática— eso significa la visita entusiasta de tres o cuatro hadas y la furia de una más que no había sido invitada y que por lo general llega tarde, cuando los meseros ya están recogiendo los platos. Lo mismo sucede en esta historia. Las hadas buenas se presentan ante la recién nacida —que lleva el nombre de Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor—  para concederle inteligencia, belleza, elocuencia escrita y sentido de la justicia. El hada resentida aparece minutos después e, incapaz de romper el primer encantamiento, condena a la pequeña a vivir en el tercer mundo. «Sufrirá las injusticias ajenas», explica el hada, una vez que ha advertido un ligero tufo de «Y eso qué» entre los presentes.

Detalles más o detalles menos, con esto inicia La princesa Selenita, de Rafael Barajas «el Fisgón», el libro que pretende contar la vida y obra de Elena Poniatowska a modo de un cuento tradicional infantil, en el entendido de que un cuento se vuelve «para niños» cuando se sitúa en un castillo o acude al guardarropa de Maléfica para vestir a todos los personajes ruines que salen a escena. Puestas así las cosas no extraña que este libro —en un momento en que no faltan inteligentes reinvenciones del cuento de hadas tradicional— parezca más bien una cruza entre La vida de Santa Catalina de Siena contada a tus hijos y La bella durmiente del bosque.

Hay una larga tradición de hagiografías que llegan a nosotros como lecturas infantiles. En las vidas de santos podían faltar cruzadas sangrientas, cilicios especialmente punzantes o conversaciones con las bestias salvajes, pero nunca valores que el lector estaba en posibilidades de cultivar. El Santo Cura de Ars lo dijo en alguno de sus sermones: «Leamos sobre todo la vida de algún santo, donde veremos lo que ellos hacían para santificarse; esto nos alentará». Un espíritu afín parece animar La princesa Selenita: en sus páginas, el joven lector podrá identificar las virtudes que han hecho de Elenita —a quien la gente llamará «Selenita», dice el libro, por ser «un poco lunática»— alguien digno de ser imitado. Renunció a su nobleza, se volvió periodista, le dio voz a los pobres y a las mujeres, luchó por causas perdidas. ¿Cómo no querer ser así? Se trata de una buena lección cuando se tienen seis o siete años del mismo modo que lo es leer la vida de Santa María de la Cabeza a la misma edad. El problema de este libro es otro: esa idea simplista de que los cuentos para niños sirven para educar (y que esa alta misión pretexta cualquier cantidad de torpezas narrativas).

(Arriba, fragmento del cómic sobre la vida de Santa Rosa de Lima, en ¡Sed santos…! Abrid las puertas a Cristo; abajo, página de La princesa Selenita.)

En «El cuentista», aquel divertidísimo relato de Saki, una señora intenta mantener a raya a sus tres pequeños sobrinos, para lo cual les cuenta una historia «poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.» «¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena?», pregunta la mayor de las niñas. «Bueno, sí —admite la tía, poco convencida de su argumento—. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.» «Es la historia más tonta que he oído nunca», concluye la sobrina. En «El cuentista», Saki logra retratar con malicia el interés infantil por la ambigüedad moral y su renuencia a estar recibiendo lecciones todo el tiempo. Algo que Barajas parece no tomar en cuenta, incluso cuando ilustró uno de los relatos que mejor lleva a la práctica ese entendimiento de la niñez: La peor señora del mundo.

Al subestimar a su público La princesa Selenita subestima finalmente al género. De cierto es que aquí hay princesas y reyes y brujas y hadas, pero todo eso le sirve apenas a Barajas para disfrazar a algunas figuras públicas. A la tercera aparición los cuernos de Maléfica dejan de ridiculizar al personaje real y empiezan poco a poco a poner en ridículo al autor, que se muestra carente de registros humorísticos. Mientras otros escritores de literatura infantil han sabido jugar con la borrosa línea que separa el bien del mal (Hinojosa, Isol, Pullman, Lindgren, Snicket, Almond, la lista sería larguísima), «el Fisgón» parece regocijarse con un mundo donde los malos son perversos por decreto y los héroes llegan a ese estatus por oponerse a la maldad, siempre y cuando demuestren una templanza digna de San Simeón el Estilita. Lo peor, en todo caso, es que, al querer ser una alegoría de la vida mexicana en tiempos de Elena Poniatowska, La princesa Selenita necesita que la realidad de afuera cumpla una condición similar: gente buena que sufre versus gente horrible encargada de que la gente buena sufra. Y que el mundo sea solo eso.

Helen, la esposa del reverendo Alegría en Los Simpson, se hizo famosa por la frase «¿Alguien, por favor, quiere pensar en los niños?» Despojada de su moralismo original, la expresión resume en buena medida lo que sucede con La princesa Selenita y otras hagiografías que abrevan del relato infantil: les importan poco sus lectores.

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