Un artista frente a la censura: entrevista a Edder Martínez, creador de Iconoclasia

Un artista frente a la censura: entrevista a Edder Martínez, creador de Iconoclasia
Foto: Pop Lab

*Este trabajo fue publicado originalmente en Pop Lab que forma parte de Territorial Alianza de Medios. Aquí puedes consultar su publicación. 


Edder Martínez no es improvisado: su trabajo transita desde niño en la Casa de la Cultura, hasta profesionalizar técnica y discurso en Artes de la UG

Por: Oscar Espinoza

El café se enfría sobre la mesa de madera en Casa Cuévano. Afuera del inmueble, que en los tiempos de la Independencia fue el hogar del Intendente de Guanajuato, Juan Antonio de Riaño y Bárcena, el bullicio de la ciudad parece inexistente, como si nada hubiera pasado. Como si la batalla más reciente entre liberales y conservadores no se hubiera librado apenas esta misma semana en Guanajuato por la exposición de arte ‘Iconoclasia’, de Edder Martínez, estudiante de artes visuales de la Universidad de Guanajuato.

Edder se sienta frente a mi para conversar. Llega al lugar con una sonrisa breve, de esas que son defensa y ternura al mismo tiempo. Tenemos algunos años de conocernos, en el pasado realizamos una investigación académica profunda sobre el arte japonés. Porque confía en mi trayectoria y credibilidad, es la única entrevista que ha concedido y concederá a algún medio de comunicación hablando sobre este tema. La conversación arranca con un detalle mínimo —el ruido de la cafetera—, pero desde el primer segundo sabemos que estamos hablando de algo mayor: del gesto torpe y violento de arrancar una obra de arte de su lugar, de borrar la imagen para domesticar la memoria.

Edder Martínez no es un improvisado en la escena artística: su trabajo ha transitado desde que era un niño y tomaba clases de pintura en la Casa de la Cultura local, hasta profesionalizar sus técnicas y discursos en el Departamento de Artes Visuales de la Universidad de Guanajuato. Jamás había incomodado a la gente, pero es un experto en hurgar en las costuras de lo cotidiano hasta revelar la herida. Quizá por eso su obra ‘Iconoclasia’, presentada en la Galería Jesús Gallardo, del edificio central, no sobrevivió intacta al encuentro con la censura que abunda no sólo en la UG, sino también en el estado de Guanajuato.

La orden fue seca: retirar piezas, clausurar la incomodidad, un comunicado institucional lamentable. Aunque han cambiado las formas, el fondo sigue siendo el mismo: un artista despojado de su voz pública. Y sí, lo que ocurrió no es un accidente aislado, sino un síntoma del clima político actual que insiste en domesticar al arte, la educación y hasta la sexualidad. Guanajuato, tierra que se vende al mundo como patrimonio de la humanidad, y este mes, de manera más precisa, como el lugar donde “nació la libertad de nuestra gente”, también puede convertirse en escenario de censura. ¿Quién fue el pensador que dijo “el rey siempre tiene miedo”?

Otro tipo de miedo, el temor de Dios, tan presente en la educación religiosa de Edder, nunca fue un miedo acrítico, sino la sombra necesaria para descubrir la luz de la duda, ese don del Espíritu Santo que permite interrogar lo recibido sin renunciar a la fe. Frente al imaginario de un padre católico y la devoción de su madre cristiana, Edder aprendió a mirar la Biblia con ojos inquietos: cuestionó quién, cuándo y por qué se dictó que la mujer, por ejemplo, no podía enseñar al hombre, como se señala en Timoteo 2:12-13: “Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que permanezca callada. Porque Adán fue creado primero, después Eva”.

Pero tal vez su duda mayor fue cómo es posible que, si el mandamiento supremo de la religión católica, que impera en Guanajuato, es el amor, ese amor no se practica en la vida cotidiana de los hombres. Juntos como hermanos, pero con una cifra de más de 5 mil personas desaparecidas en el estado. El don de la duda, lejos de desarmarlo, lo hizo creador: le abrió un espacio donde lo sagrado y lo crítico se encuentran, donde el arte puede tocar los puntos ciegos de la sociedad y, al mismo tiempo, dialogar con la herencia espiritual que lo formó.

“Cuando decidí trabajar en ‘Iconoclasia’, no fue un acto impulsivo ni un capricho de estudiante inquieto. Me sumergí en la teología, en la exégesis y la hermenéutica, estudiando los textos y las interpretaciones históricas de los versículos que cuestiono; revisé la iconología de Erwin Panofsky para comprender cómo se han representado las figuras sagradas a lo largo del tiempo. Todo eso me dio un marco sólido: más profundo que un catecismo, más crítico que un manual de dogma. Cada pieza tiene sustento, cada gesto en la obra es fruto de investigación y reflexión, no de provocación gratuita”.

Desde la cofradía del santo reproche, se ha señalado a Edder de improvisar y colgar por capricho sus obras, pero la realidad es otra: ‘Iconoclasia’ no surgió de un impulso pasajero ni de un fast pass a la Galería Jesús Gallardo. Para montar esta exposición, Edder atravesó un año y medio de estudio intenso, procesando la obra en al menos tres materias diferentes, donde cada concepto e intervención, estuvo respaldado no sólo por sus profesoras y profesores, sino por un marco teórico sólido para poder titularse con este proyecto. La maestra Gabriela López Portillo Inzunza, titular de Arte Objeto, le enseñó a explorar materiales y significados, y su influencia fue decisiva para que Edder se animara a mostrar sus primeros experimentos como artista.

De igual forma, el escultor y asesor técnico, Juan José Torres Cortés y la asesora principal de ‘Iconoclasia’, Doris Zendejas Reynoso, hasta hace poco Coordinadora de la Licenciatura en Artes Visuales —reconocida en Guanajuato por sus saberes en iconología y patrimonio, e incluso referente de los círculos católicos—, le acompañaron durante todo el proceso. Zendejas supervisó la investigación teológica, los versículos bíblicos que fundamentarían cada pieza y el estudio de la iconografía, convirtiéndose en un faro crítico que garantizó el rigor y contexto. El último medio año Edder se dedicó estrictamente a la producción de las piezas, mientras que, el año previo, presentó avances de su trabajo ante compañeros y maestros, recibiendo retroalimentación positiva constante. Lejos de un acto impulsivo, la exposición fue el resultado de un proceso disciplinado, académico y profundamente reflexivo.

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Y sin embargo, todo ese rigor no impidió que ‘Iconoclasia’ fuera malinterpretada por un católico orgulloso, el abogado Roberto Saucedo Pimentel, que en un proceso electoral anterior, intentó convertirse en presidente municipal de Guanajuato, quedando en el último lugar de las votaciones y representando al Partido Verde.

Lo que para algunos pareció un capricho fue, en realidad, el producto de un proceso académico meticuloso: un estudiante que se formó en técnicas contemporáneas y estudios teológicos, y que puso todo ese conocimiento al servicio de un cuestionamiento crítico sobre la religión, la sociedad y los límites del poder. La censura llegó como un golpe externo a un trabajo que ya había sido meditado, discutido y revisado en múltiples capas de análisis, dejando claro que la incomodidad que podría provocar la obra no era casualidad, sino el efecto de una inteligencia informada que sabía exactamente lo que quería decir.

La censura, me dice Edder, nunca es un gesto aislado: “es un mensaje. Te borran para que los demás entiendan que hay cosas de las que no se puede hablar”. Y en esa frase se abre la grieta mayor: lo que está en juego no es sólo la libertad de un artista, sino la respiración democrática de un país entero. Pienso en otros episodios de nuestra historia más o menos reciente: los murales censurados por el PRI, los escritores y periodistas vigilados por el spyware Pegasus… La maquinaria del poder siempre encuentra la manera de domesticar. Lo que cambia son las formas: antes la represión directa, pero ahora la censura se envuelve en una plática amena y sonrisas falsas.

“Lo que me pregunto”, dice Edder, “es por qué un gobierno, una universidad, le teme tanto a una imagen. ¿De verdad creen que descolgar una escultura de la pared o borrar una pintura va a borrar la memoria que la originó?”. Su reflexión corta el aire. Y pienso que tiene razón: callar una obra no es sólo un acto de control, es también un espejo de la fragilidad del poder. Porque quien confía en su fuerza no necesita censurar; sólo los débiles, los inseguros, intentan esconder tras puertas cerradas lo que no saben responder con argumentos.

En un momento de la charla, surge la pregunta inevitable sobre la función del arte. Edder se detiene un instante, como calibrando la respuesta, y me dice: “Yo quería que hubiera una crítica hacia mis obras… y lo logré, pero gracias a la falta de contexto y la ignorancia de muchos. Para mí, el arte sirve precisamente para eso: para que la gente se detenga, se cuestione, se pregunte qué es lo que está viendo, qué es lo que acepta sin reflexionar”.

Hace una pausa, y su voz adquiere un matiz más firme, casi defensivo, como si en esas palabras estuviera su propia protección frente a la incomprensión: “No busco cambiar al mundo de golpe, eso sería ingenuo. Pero sí quiero cambiar la forma en que lo miramos. Que alguien, al ver la obra, se pregunte por qué la violencia se naturaliza, por qué se repiten ciertas injusticias, por qué algunos deciden quién tiene voz y quién no. Esa incomodidad… eso es lo que molesta a quienes creen que el poder está intacto”.

Mientras lo escucho, recuerdo las palabras de Octavio Paz sobre la función del artista: incomodar, revelar lo invisible, traer al presente lo que el poder quiere enterrar. También pienso en la dramaturga Sabina Berman, cuando dice, y la parafraseo, que la censura es siempre el reconocimiento involuntario de que el arte toca un nervio vivo. Ahí está Edder, joven, valiente, convencido de que su obra puede ser pequeña en dimensiones, y tal vez no con la factura perfecta, pero enorme en la medida en que desenmascara un miedo colectivo: el arte muestra lo que no se quiere ver, y en un país acostumbrado a la obediencia como el nuestro, eso es imperdonable.

Cada pieza de ‘Iconoclasia’ es el resultado de una producción que poco se aprecia en las poquísimas fotografías que circulan en redes sociales y medios de comunicación. El tema central, el sacrificio, fue reinterpretado por Edder en clave contemporánea: no un sacrificio heroico ni distante, sino la entrega cotidiana, la injusticia que se normaliza, la violencia simbólica que atraviesa nuestra sociedad. Cada escultura nació literalmente de sus manos, desde cero. Vació moldes de yeso para crear a la figura de Jesús crucificado, fabricó las cruces de madera, aplicó telas, metales e incluso huesos; pequeñas elecciones de materiales que tienen un peso real y simbólico.

Pero el trabajo técnico no fue la única labor: la exposición exigió un acompañamiento curatorial y textual. Alejandra Pineda, artista, ayudó a estructurar el texto de sala, a traducir la complejidad de la investigación teológica y la iconografía en palabras que pudieran guiar al visitante, pero que lamentablemente no se difundió en los medios de comunicación ni en las redes sociales. La curaduría, el montaje, la elección de cada posición y altura de las piezas, todo fue medido con precisión. Incluso se convocó a un arquitecto para asegurar que las esculturas de siete kilos no dañaran las ya gastadas, frágiles y falsas paredes de la Jesús Gallardo.

Y entonces llegó ese instante de abrir la galería: un silencio que contenía la historia de meses de estudio, de decisiones técnicas y conceptuales, de diálogos con maestros y compañeros. La luz estaba lista, cada pieza en su sitio exacto, los flyers impresos… Afuera, una ciudad seguía con su ritmo cotidiano, pero dentro de la galería, un joven artista y su equipo sostenían la respiración, a punto de mostrar lo construido, sabiendo que la obra ya había comenzado a vivir su propia vida, antes incluso de que se cortara el listón.

Mientras vamos por el segundo café, le pregunto a Edder cómo vivió la inauguración el lunes pasado, ese momento en que la galería se llenó de gente por primera vez: ¿Cuanta gente te quería golpear? Él sonríe, se encoge de hombros, y su voz transmite calma absoluta. “Fue… curioso, la verdad. La gente llegó y hubo diálogo. Se acercaban, preguntaban, escuchaban. Nadie vino a armar pleitos ni a lanzar juicios apresurados. Hubo interés, curiosidad y mucho respeto. Le insisto un poco más: ¿No hubo tensión, ni comentarios incómodos en el aire? “Sí, por supuesto, siempre hay opiniones encontradas, pero lo bueno es que el diálogo existió. Escuchar, explicar, responder… eso es parte del arte, ¿no? La obra se completa en ese intercambio. La tensión no se siente como amenaza, sino como posibilidad de comprensión. Y fue bonito ver que al menos durante la inauguración todos llevamos la fiesta en paz”.

Aquí fue al revés. Después de la calma, llegó la tempestad. Lo que debía ser una exposición tranquila de la obra y un intercambio respetuoso con el público, se convirtió en un torbellino en redes sociales, por gente que ni siquiera había visto las obras. Sin embargo, conviene aclarar algo que los titulares apresurados no quisieron investigar: la Galería Jesús Gallardo no pertenece a la administración de Cultura UG, dirigida por José Osvaldo Chávez, ni a la encargada de los espacios de arte, Paloma Robles Lacayo, por lo que no tienen injerencia alguna en este tema. La galería es del Departamento de Artes Visuales, administrada por Gilberto López, quien a su vez responde a Sara Julsrud, directora del departamento.

“Fue una sorpresa que la exposición se volviera tendencia, porque aunque el lunes fue gente a la inauguración, el martes, el segundo día, la galería permaneció prácticamente cerrada, salvo por la presencia de un sujeto que transmitió un en vivo por sus redes sociales. Nadie más tuvo acceso”. La explicación oficial ante la galería cerrada, es la natural falta de personal y recursos para mantenerla vigilada. Sin embargo, ese acceso encendió la chispa del escándalo. Es plausible sospechar que el golpe fue orquestado por quien se benefició del espectáculo en redes.

Ante la ola de críticas, el círculo cercano de la rectora —y muy probablemente ella misma— acudió a ver la exposición. “Incluso el nuevo director de comunicación de la UG la visitó y no se emitió ninguna objeción para clausurar la exposición en ese momento”, comenta Edder. “La presión se fue consolidando no por la obra en sí, sino por la reacción mediática y el impulso de quienes querían mostrar su autoridad ante la polémica. Un caso que, paradójicamente, revela más sobre el mecanismo de censura y la fragilidad institucional que sobre la obra”.

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Cuando Edder recibió la noticia de que su exposición había sido clausurada de manera anticipada, sólo a dos días de terminar oficialmente, el efecto no fue inmediato, sino un golpe lento, como un silencio que se posa sobre la piel. “Me lo dijeron de manera muy amable”, recuerda, con esa calma que aún conserva, “querían proteger mi obra, mi seguridad y las instalaciones universitarias… Julsrud y Mabel Téllez, directora de la División de Arquitectura Arte y Diseño de la UG, me explicaron que había grupos católicos, conservadores, organizándose para atacar la galería el día viernes 12 de septiembre, y enviaron amenazas a la universidad. Así que cedí. No hubo gritos ni reproches, sólo esa sensación de que algo más grande se movía detrás”

Lo que le dolió a Edder no fue la clausura en sí, por que de cualquier forma estaba a dos días de concluir, sino la evidencia de que la presión externa pudo doblegar a la Universidad de Guanajuato, que es laica, pública y autónoma. “Es curioso”, dice, “porque la misma institución me permitió trabajar durante meses, me apoyó, vio los procesos, las referencias teóricas, la preparación. Y de pronto, todo eso se deshace ante la amenaza de la opinión pública organizada por intereses ajenos al arte y a la misma universidad”.

Sus emociones son un mosaico: orgullo por lo alcanzado, decepción por la fragilidad institucional, tristeza por ver cómo el diálogo se interrumpe. Sin embargo, no hay resentimiento; hay comprensión del mecanismo que se activó. “El impacto que quería causar ya ocurrió”, afirma con serenidad, “la obra está en redes, en la conversación, y eso no se puede borrar. Pero sí me queda el sabor de la incomodidad: ver cómo la libertad de expresión se negocia frente a intereses religiosos y políticos, ajenos a la educación y la cultura”. En ese instante, la censura deja de ser un hecho abstracto. Se vuelve tangible, inmediata, y nos obliga a mirar no sólo la obra, sino también el tejido de poder y miedo que rodea al arte en espacios institucionales.

El respaldo no tardó en llegar. Compañeros, amigos, periodistas, intelectuales, estudiantes de artes y miembros de la comunidad guanajuatense se movilizaron en redes y en las calles para defender la exposición. “Fue abrumador”, dice Edder, con un brillo contenido en los ojos, “ver que tanta gente se involucraba, que entendía mi intención, que no me dejaba solo ante algo que, de pronto, parecía mucho más grande que yo”.

Sin embargo, Edder decidió no asistir a la manifestación del 11 de septiembre en el edificio central. “No por desinterés, sino por prudencia”, aclara. Estar en medio del ruido mediático le exigía un paso atrás. “Mi comunidad salió a defender mi obra, y eso me hizo sentir profundamente acompañado. Es un regalo raro: ver cómo el arte que has creado provoca solidaridad, reflexión y, al mismo tiempo, incomodidad en los que prefieren callar”.

El episodio evidencia un contraste brutal: mientras los espacios oficiales cedían ante la presión, la sociedad —aunque pequeña, aunque fragmentada— mostraba su capacidad de resistencia. La censura podía cerrar puertas físicas, pero no podía cerrar la conversación ni la interpretación de la obra. Y ahí, en ese gesto de apoyo, Edder percibe algo que ninguna institución le había enseñado: que el arte, aun incompleto, aun atacado, tiene el el poder de generar comunidad, diálogo y conciencia crítica.

El eco de la censura no se quedó en los muros de la galería universitaria; llegó hasta la esfera pública nacional. En la mañanera de la presidenta Claudia Sheinbaum, el 12 de septiembre, se hizo un llamado explícito a defender la libertad de expresión ante lo ocurrido en la Universidad de Guanajuato: “En general, los más conservadores son los que defienden la libertad, pero cuando corresponde a algo que ellos no están de acuerdo, entonces no debe haber libertad”.

“Lo que la UG hizo no cambia mi obra”, dice Edder, casi en un susurro, “pero sí cambia cómo la gente observa, cómo cuestiona, cómo dialoga. Eso es lo que hace que el arte valga la pena: que no se quede en una vitrina, que mueva algo más allá del cristal”.

En este instante, la exposición clausurada, ‘Iconoclasia’, ya se convirtió en un símbolo. No de un estudiante cuestionando dogmas y versículos, sino de la fragilidad de la democracia cuando el poder, la tradición y la presión social se imponen sobre la libertad de expresión. La galería cerrada se abre, de manera paradójica, en la conciencia pública. Y allí, entre redes, declaraciones presidenciales y manifestaciones de compañeros, se confirma una lección que ningún yeso, madera o tela puede contener: el arte nunca muere, sólo se transforma en conversación, en desafío y, sobre todo, en memoria.

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 Le recito a Edder, con una mezcla de ironía y pesar: “El rey siempre tiene miedo”. Es una lástima que la rectora Claudia Susana le haya dado la espalda, otra vez, a sus estudiantes; presiento un nuevo paro en el horizonte. Me agradece por acompañarlo en la conversación, no sin antes darme la exclusiva de que la exposición ya tiene nueva casa, ahora de la iniciativa privada, en Guanajuato capital, un espacio más digno donde será recibida con respeto para que la gente ahora sí la vea. Me habla de planes para generar saludables debates, para abrir diálogos, y hasta de presentarla junto al polémico artista Fabián Cháirez, pues aunque sus obras sean diametralmente distintas por cuestiones técnicas, teóricas y sociales; la misma opinión pública, curiosamente, se encargó de unirlas en el mismo campo semántico de la censura.

Salgo de la casa del Intendente Riaño con la certeza de que la ciudad de Guanajuato, con sus murmullos, sus silencios y sus muertos, ha respirado otra vez. En este pueblo, Guanajuato, se gestó la Independencia; aquí se libraron largas batallas, como la de la Toma de la Alhóndiga que conmemoramos el 28 de septiembre, o la Batalla de Celaya, donde el general Álvaro Obregón derrotó a Pancho Villa, marcando un punto de inflexión en la Revolución Mexicana. Estas tierras han sido testigos de cómo la historia se escribe.

Hoy, ese espíritu sigue vivo. La censura del Yunque puede cerrar una galería universitaria y, el PAN, poner de rodillas a una rectora, pero no puede silenciar el eco de la historia ni apagar la llama de la libertad. El arte, como la Independencia, como la Revolución, es un acto de valentía, una declaración de que siempre habrá quienes se atrevan a cuestionar, imaginar, crear… Y en ese acto, Guanajuato sigue siendo tierra de lucha. Hoy, sin lugar a dudas, es el día de la revolución, y aún hay otras Alhóndigas por incendiar.

Crédito fotográfico: Oscar Espinoza. Crédito fotográfico de las obras y galería: Ana Murillo

Semblanza: Oscar Espinoza es periodista y comunicador con más de quince años de trayectoria. Su trabajo se ha distinguido por una mirada crítica hacia la cultura, la política y la vida artística en Guanajuato. También se ha desempeñado como docente y gestor cultural, consolidándose como una voz ética e independiente en el análisis público. Actualmente es Consejero Ciudadano de Radio Universidad de Guanajuato.

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