Orfandad por feminicidio: 30 años de una deuda que empezó en Juárez

Cuando Rosa Angélica tenía seis años, su madre fue víctima de feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, y quedó al cuidado de su abuela, Doña Rosita. Hoy, siguen viviendo en la ciudad fronteriza, Angélica tiene 33 años y su abuela 73 / Greta Rico
*Este trabajo fue publicado originalmente en Lado B que forma parte de Territorial Alianza de Medios. Aquí puedes consultar su publicación.
Fotos: Greta Rico
Ángel lo recuerda así: “Estábamos comiendo y estaban las noticias del canal 44, llegó mi papá, nos estaba sirviendo a mi hermana y a mí, y sale en las noticias. O sea –dice simulando la voz en la tele– mujer identificada como Érika Pérez Escobedo de Camino Viejo a San José… con su propio bolso en el cuello… o sea, la asfixiaron, y con sus pantaletas abajo, o sea, también la violaron… Y yo dije: mi mamá”.
Entre 1993 y 2003 asesinaron impunemente al menos a 370 mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua. Las llamaron “las muertas de Juárez”, como si se tratara de muertes circunstanciales, cuerpos que se desvanecen, invisibilizando así el acto violento de su asesinato: no se murieron, las mataron; y como si se tratara del problema de una ciudad y no de todo un país, marcado para siempre y desde entonces por cruces rosas, símbolo del feminicidio, vergonzoso legado de México para el mundo.
La mayoría de las víctimas eran jóvenes y pobres. Sus cuerpos fueron torturados, mutilados, abusados y arrojados en zonas desérticas y lotes baldíos. Algunas eran madres. En lo que ya parece ser costumbre nacional, a la fecha no hay certeza sobre las razones de los feminicidios y sus responsables. Tampoco se sabe qué pasó con los hijos e hijas de las víctimas.
Más de 30 años después, nada ha cambiado: los niños, niñas y adolescentes en situación de orfandad por feminicidio siguen sin tener reconocimiento como víctimas ante el Estado mexicano, que sólo una vez intentó contarlos y encontró menos de 800, cuando de acuerdo con esta investigación son 66 veces más. Es un hecho: nadie sabe dónde están, ni cuántos son, ni antes, ni hoy. No hay políticas públicas nacionales, programas, ni registros. Nada.
Estas historias dan cuenta de ello.
Ángel
Ángel ahora tiene 33 años. Trabaja como ingeniero en un taller operando maquinaria pesada y hace programación para impresiones en 3D en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Disfruta mucho su trabajo, y eso lo ha motivado a seguir adelante. / Foto: Greta Rico
Un día antes de ese 23 de septiembre de 2002, cuando un medio local televisó el hallazgo del cuerpo de su mamá, Ángel había cumplido 11 años, y su hermana Cynthia tenía 3. Al quedarse huérfanos de madre, la niña se quedó con su papá, padrastro de Ángel, quien se fue con su abuela materna, doña Elia.
Al principio el niño se refugió en la escuela. Estudiaba en Semjase, el internado fundado por el cantante y compositor Juan Gabriel, donde le agarró gusto a la música y aprendió a tocar la guitarra, el teclado, la trompeta, la tuba, el violín y la batería. Más tarde, ya en su juventud, daría clases de música clásica en su casa para hacerse de un recurso.
Cuando terminó la primaria y dejó el internado comenzó a sentir el peso de la orfandad. Hasta entonces, la rutina escolar le había dado cierta sensación de estabilidad; pasaba toda la semana en clases y sólo el fin de semana iba a casa de su abuela, pero todo cambió cuando entró en la secundaria. Ya no tuvo a qué aferrarse.
“Miraba la felicidad de los demás niños con sus papás. Eso sí se me quedaba –dice Ángel tocando su frente–. O de las veces que yo andaba deambulando en las noches por las calles, y veía una reunión familiar y pensaba: ahorita yo llego a mi casa y no hay nadie”.
Érika Pérez, madre de Ángel, fue víctima de feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, en el año 2002. Su cuerpo fue hallado con signos de violencia sexual y estrangulada con su propio bolso. A pesar de las condiciones en que se encontró, la Fiscalía de Juárez no clasificó su caso como feminicidio. / Foto: Greta Rico
Cuando ocurrió el feminicidio de Érika, hija de Elia, ninguna autoridad preguntó si era madre. Cuando acudieron a la fiscalía, Elia recuerda que les decían: “las dejan ir a bailar y por eso les pasan esas cosas”. En el caso de Érika no hubo detenciones ni avances en la investigación. Este retrato fue tomado en su casa, en una de las zonas de la periferia de Ciudad Juárez, en Chihuahua, México. / Foto: Greta Rico
Su abuela hacía todo por cubrir su necesidades, pero al mismo tiempo debía atender su puesto en el mercado y al menor de sus hijos, con una discapacidad intelectual; el niño comenzó a sentirse solo. Un sentimiento que lo marcaría para siempre.
“Pasé por muchos momentos de soledad, angustia, dolor, no sé. Pero sí siento que hubo falta un abrazo, no sé, un beso, un hey, no pasa nada, vas a estar bien. ¿Sabes?, siento que me faltó eso”, dice entre pausas, agachando de pronto la mirada. Está sentado en una oficina muy amplia o quizás muy vacía, en la empresa donde trabaja.
Ángel es un hombre serio, introvertido, al que le incomoda hablar de sus sentimientos, sobre todo los del pasado y que en todo caso prefiere hacerlo lejos de su casa, para que su esposa, sus hijas y su pequeño hijo no escuchen cuando se le quiebra la voz, ni lo vean ocultar una lágrima.
“De hecho, yo soy, se puede decir, el hombre de la casa. En el sentido del hombre fuerte. O sea, yo no lloro, eh. Aquí no sé, ahorita me ganó, pero yo no lloro, yo soy el fuerte, yo soy el que me levanto, yo soy el que salgo a trabajar para que a mi familia no le falte nada”, dice con orgullo y una sonrisa tímida, pero al cabo de unos segundos oculta su mirada triste de pestañas largas y reconoce que “la soledad, la soledad es lo único que me dobla”.
Al ingresar en la secundaria, Ángel comenzó a consumir drogas y se involucró con una pandilla. Durante los siguientes años, su abuela y uno de sus tíos lo internaron en un anexo, un centro de rehabilitación sin regulación sanitaria, en tres ocasiones. Ahí se reencontró con Rosa Angélica, un año más joven que él, a quien también le arrebataron a su madre hace 30 años en Ciudad Juárez.
Rosa Angélica
“El día que nos enteramos del asesinato de mi madre fue mi sexto cumpleaños. Recuerdo que uno de mis tíos llegó a la casa de mi abuela con una chaqueta muy bonita y me la dio. Después de darme el regalo, le dijo a mi abuela: Mamá, prende la televisión porque algo pasó”, recuerda Rosa Angélica en una entrevista realizada en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. / Foto: Greta Rico
Perla Patricia Sáenz Díaz fue asesinada el día que Rosa Angélica cumplió 6 años. El descubrimiento del cuerpo también fue televisado, pero la niña acababa de recibir una chamarra de mezclilla, regalo de cumpleaños de uno de sus tíos, y corrió a su cuarto a probársela. No alcanzó a ver a su mamá en el noticiero.
Ya vivía con su abuela paterna para entonces, y Doña Rosita tuvo miedo de que le quitaran a su nieta porque el papá, su hijo, estaba en la cárcel, y eso dejaba a la niña a la deriva y con muchas complicaciones, así que inició el proceso para que le dieran la custodia legal. Tardó 6 años en obtenerla.
Rosa Angélica se acostumbró a decirle mamá a su abuela, pero era motivo de burla en la escuela, porque no era una mamá joven como las demás. En su mente de niña eso era injusto y –reconoce entre lágrimas– le daba vergüenza.
“A mí no me podían decir algo de que mi mamá estaba viejita porque le pegaba a las niñas. Era agresiva, no aguantaba un bullying, porque yo usaba la violencia. Por eso me corrieron de la primaria”, recuerda Rosa Angélica, sentada en el comedor de la casa de su abuela, una pequeña vivienda de interés social que no es de su propiedad, a pocas cuadras de Villas de Salvárcar, donde el crimen organizado masacró aproximadamente a 60 estudiantes de bachillerato, en enero del 2010.
Doña Rosita hacía lo que podía, jugaba con la niña “a las trais, a la lotería, a las escondidas, me compraba animales, muchos sacrificios que hizo ella por mí”, tomaba el primer turno en alguna maquila para poder pasar la tarde con ella, y en una época incluso se fue a trabajar a Estados Unidos, para juntar dinero suficiente y enfrentar los gastos escolares. Tuvo que dejarla con una tía en Delicias, a cinco horas de Juárez.
No fue la única vez que echó mano de otras mujeres de su familia para que le ayudaran. A veces la dejaba con una tía. Rosa Angélica se acostumbró a esa movilidad, a pasar temporadas aquí y allá, la ponía contenta porque había otras niñas con quien jugar, aunque tenía claro que su casa era otra.
Las infancias en orfandad por feminicidio en Ciudad Juárez crecieron durante la llamada Guerra contra las Drogas, uno de los períodos más violentos en México. Angélica y su abuela, recuerdan muchas tardes jugando lotería con su familia para pasar el tiempo en las noches y los fines de semana, ya que salir a las calles podía ser peligroso. En la imagen, Rosa Angélica y Doña Rosita juegan a la lotería en su casa en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. / Foto: Greta Rico
Uno de los fenómenos más característicos de Ciudad Juárez, México, durante las décadas de 1990 y 2000 fue la llegada de numerosas industrias maquiladoras, que se aprovecharon de la mano de obra barata y la falta de protección para las personas trabajadoras. Como muchas de las mujeres que fueron asesinadas, Rosa trabajó durante muchos años en una fábrica de microchips y electrónica para mantener a su nieta después del feminicidio de su madre. Recuerda que a veces tenía que hacer turnos dobles, y le resultaba muy difícil conciliar entre el trabajo y los cuidados de Rosa Angélica. / Foto: Greta Rico
Rosa Angélica hoy lleva el cabello oscuro, pero fue una niña rubia de ojos claros que quería ser presidenta de la República. En su rostro aún se puede ver la belleza que le proveía la seguridad necesaria para ser extrovertida y popular, jefa de grupo y reina de la simpatía, que se maquillaba a escondidas y era peleonera. La corrieron muchas veces de la escuela. Le gustaba el relajo y no le tenía miedo a nada, una virtud que eventualmente resultó peligrosa.
Ella, Ángel, así como otros niños y niñas, que quedaron en situación de orfandad por los feminicidios de hace tres décadas en Juárez, fueron criados por sus abuelas, en la mayoría de los casos ante la irresponsabilidad de sus padres ausentes. En México, el 40% de las familias no tiene figura paterna, y del total de personas que cuidan, solo la cuarta parte son hombres (Inegi, 2024).
Así que todos los apoyos –despensas, útiles, becas, servicios de salud, e indemnizaciones a veces simbólicas– que en su momento recibieron las abuelas, sus nietos y nietas fue gestionado por organizaciones, como “Nuestras Hijas de Regreso a Casa” encabezada por otras mujeres: Norma Andrade, cuya hija Alejandra también fue una de las víctimas de feminicidio en Juárez, y Marisela Ortiz, amiga de Norma y maestra de Alejandra.
Fue así como Rosa Angélica pudo recibir terapia psicológica a partir de los 12 años. La última sesión fue cuando tenía 16 y cursaba su primer embarazo. Ese día la joven le confesó a su terapeuta que nunca le habló con la verdad. “Siempre fingí. O sea, era una niña inteligente. Y lo que menos quería era dañar a mi mamá (su abuela). Entonces siempre platicaba lo que era conveniente. Nunca platiqué cómo me sentía realmente”.
Y lo que sentía realmente era “que necesitaba amor, compañía, pero también sentía odio, rencor por años, por experiencias cuando estuve encerrada, porque fui ingobernable. Y viví experiencias feas, horribles, en esos lugares donde mi mamá pensaba que yo estaba bien, pero en realidad estaba para la chingada”.
Rosa Angélica quedó huérfana cuando tenía 6 años, en 1992. Esta fotografía forma parte del archivo familiar que aún tiene su abuela en su casa en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. / Foto: Greta Rico
Rosa Angélica se refiere al anexo donde la internaron por consumir marihuana, escaparse de su casa y andar con pandillas, todo esto antes de ser mamá.
Después de tener a su primer bebé conoció a un militar con el que tendría otros dos hijos y una niña. Se fueron a vivir al Estado de México, pero cuatro años después, él desapareció, aunque las fuerzas militares lo declararon desertor o eso le informaron a Rosa Angélica, quien tuvo que regresar a Juárez con Doña Rosita.
Al poco tiempo, la vida le cobró factura y pasó más de un año en la cárcel, por un delito menor cometido cuando era una adolescente. Tuvo que repartir a sus hijos en diferentes lugares mientras estuvo presa, porque para Doña Rosita ya era imposible cuidarlos. Uno de ellos sufrió maltrato, Rosa Angélica no se lo perdona.
Desde niña tiene problemas de ansiedad y depresión, aunque nunca le han dado un diagnóstico formal. Entre los 7 y los 12 años tuvo episodios en los que le costaba trabajo respirar, le daba migraña o se le inflamaba la mitad de la cara. A los 16, cuando ya había nacido su primer bebé, volvió a tener crisis de ansiedad y pánico. Hace un par de años nuevamente reapareció la ansiedad, agravada por delirio de persecución.
“Me da ansiedad y me da horriblemente. ¿Por qué? Porque, ¿qué va a ser de mis hijos si yo falto? Ella (Doña Rosita) ya no está tan fuerte para ayudarme. Aparte yo nomás era una, estos son cuatro. Y todavía chicos, porque todavía no están tan grandes (la niña tiene 12, los hijos, 10, 14 y 16 años), yo lo sé bien: ellos nomás me tienen a mí”.
Un país sin datos
En el país donde la madre es el mayor símbolo de veneración, ninguna dependencia del Estado mexicano, de ningún ámbito de gobierno, así como ningún órgano público autónomo, toma nota o documenta en algún registro oficial, si una mujer víctima de feminicidio u homicidio doloso era madre, no se incluye por default en la carpeta de investigación, ni en el certificado de defunción.
Para confirmarlo, se realizaron 105 solicitudes de información al Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), al Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de las Familias, federal y estatales, así como a las Comisiones para la Atención de Víctimas, federal y estatales, a las Fiscalías o Procuradurías de todo el país, y al Sistema Nacional para la Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna).
Aunque desde 2021 existe un Protocolo Nacional de Atención Integral a Niñas, Niños y Adolescentes (NNA) en Condición de Orfandad por Feminicidio, en la práctica es inoperante, porque tampoco ahí se establece claramente quién y dónde se debe registrar la información sobre los hijos/as de la víctima. Y si bien en los últimos años ha habido un par de iniciativas para crear un registro nacional, hasta la fecha nada pasa de buenas intenciones, incluso los esfuerzos en algunos estados resultan insuficientes para hacer un censo nacional o incluso para desarrollar una política local, por falta de uniformidad y consistencia en la información recabada.
Érika Pérez Escobedo, madre de Ángel, fue asesinada en Ciudad Juárez, Chihuahua, México en 2002, durante el punto más álgido de la crisis de feminicidios. / Foto: Greta Rico
A nivel nacional, en 2019, el Instituto Nacional para las Mujeres (Inmujeres) realizó un “Informe de registro de niños, niñas y adolescentes en condición de orfandad por feminicidio u homicidio doloso de sus madres”, en el que reportó la existencia de 796 NNA. En 2021, Inmujeres repitió el sondeo y esta vez registró 779 NNA en condición de orfandad, aunque reconoció que no eran “datos precisos”.
Para efectos de tener una idea de esta problemática nacional, a través de una metodología* que se ha utilizado también en investigaciones académicas, podemos estimar que tan sólo en 10 años, de 2015 a 2024, en todo el país 53 mil 566 niños, niñas y adolescentes se quedaron en orfandad por feminicidio*.
Es decir, el único esfuerzo institucional por contar a esas infancias no llegó ni a 800, cuando, de acuerdo con la estimación hecha para esta investigación, la cifra podría ser 66 veces mayor. Tan sólo en los años en los que Inmujeres realizó ese ejercicio, 2019 y 2021, habría 5 mil 864 y 6 mil 148 infantes y adolescentes en orfandad, respectivamente, es decir entre 7 y 8 veces más de lo que registró la dependencia.
Lo que revela la estimación es que, en promedio, cada año 5 mil 357 niños, niñas y adolescentes han quedado en condición de orfandad de 2015 a 2024.
De acuerdo con la estimación, Chihuahua no es el estado con más casos; como es previsible, el Estado de México es primer lugar, Guanajuato es segundo –en 10 años, esta entidad duplicó el número de casos–, y le siguen Guerrero y Michoacán.

El panorama cambia un poco si se revisa por cada 100 mil habitantes: aunque Chihuahua aparece también en tercer lugar, lo que nos habla de una grave problemática sostenida por décadas, el primer sitio es para Colima, luego Zacatecas, en cuarto lugar repite Guerrero y en quinto, Baja California.Las cifras son claras: la orfandad a causa del asesinato de mujeres por razones de género no es un problema menor en México.

Carlos Manuel
Rosa Virginia Hernández Cano desapareció el 17 de marzo de 1995 y la encontraron ocho días después, el 25 de marzo. Carlos Manuel era el quinto de sus seis hijos, tenía 2 años y 3 meses y lo que más echó en falta fue crecer sin tener a alguien a quien decirle “mamá”.
Su abuela materna, Doña Julia, una mujer estricta y muy fuerte, se hizo cargo de todos sus nietos, pero cuando Carlos quiso llamarla mamá, ella le contestó que no: “yo soy su abuelita y su mamá es su mamá”. Tampoco les permitía deprimirse, “ni estar tristes, o sea, el duelo no nos lo dejaba llevar. Si nos veía tristes, decía: no, ustedes no tienen que estar así, eso no le gustaría a su mamá”. No había lugar a discusión ni medias tintas, era muy directa.
Como a los 12 años, su abuela le contó que el papá de sus cuatro hermanos mayores había matado a su mamá. “A él después lo detuvieron pero lo soltaron rápido, de hecho toda mi infancia, toda la primaria sí fue muy pesada, porque la familia de ese hombre vivía a una cuadra de donde yo estaba en la escuela. Entonces era muy constante que él iba con su familia y nos hostigaba, de hecho atropelló a una de mis hermanas una vez”.
Carlos, sus hermanas y sus hermanos no pudieron andar solos en la calle, sino hasta cerca de la mayoría de edad, por el miedo permanente de su abuela a que les pasara algo.
En el año 2001, el cuerpo de Lilia Alejandra fue encontrado en un terreno baldío en Ciudad Juárez, Chihuahua, cubierto con una cobija de flores. Desde entonces, Norma Andrade, mamá de Alejandra, se encargó de los cuidados y la crianza de su nieta Jade quien ahora tiene 26 años. / Foto: Greta Rico
Doña Julia gastó mucho dinero en detectives privados para atrapar al feminicida, y perdió algunas propiedades en embargos por préstamos que sacaba para pagarles, pero que luego no podía cubrir. Esto es una constante para las madres de las víctimas: en su búsqueda por el acceso a la justicia, se les va el dinero, la salud y la vida.
“Mi abuela desafortunadamente falleció por un tumor en el cerebro y creo que se le desarrolló por tantas preocupaciones, tantos problemas, por tanto pensar, por lo dura que era. Yo lo veo así, siento que fue por lo que tuvo que vivir, de siempre estar buscando al que mató a su hija”, dice Carlos arrastrando la tristeza en cada palabra.
Con la muerte de su abuela, “me hice un poquito más cerrado. De hecho a veces soy muy duro, no lloro y yo creo que eso es algo en lo que más te impacta, ¿verdad? Aprendes a hacerte fuerte”. Carlos agacha la cabeza, y aunque la entrevista es por videollamada, es evidente el esfuerzo que hace para no llorar frente a su hijo, que juega a su lado, en el departamento que rentan en El Paso, Texas, donde vive con su familia desde hace casi tres años.
Jade
Cuando Jade habla de su infancia, se suelta contando una retahíla de anécdotas y travesuras en las que siempre aparece su hermano Caleb, y cada tanto expresa su sorpresa por haber llegado ella a los 26, y él a los 24 años sin haberse roto algo.
Su mamá, Lilia Alejandra García Andrade, tenía 17 años. Desapareció el 14 de febrero de 2001 y encontraron su cuerpo el día 21 de ese mes. Jade era una niña de 2 años y su hermano un bebé de 5 meses. Ambos se quedaron a cargo de su abuela materna, Norma Andrade.
Y aunque los recuerdos de Jade están cubiertos por una capa gruesa de felicidad, sólo basta levantar un poco para que aparezcan el trauma y sus múltiples consecuencias que la han acompañado toda la vida.
“Después de la muerte de mi mamá yo tuve un retroceso de edad –dice Jade–. Yo ya era una niña que no necesitaba biberón, ni pañal y de repente otra vez volví a necesitarlos”. De acuerdo con su psicóloga, su mente de niña interpretó el fallecimiento de su mamá como un abandono asociado a su crecimiento, de modo que si “regresaba, ella iba a volver”. Es decir, si ella volvía a ser pequeña, como cuando estaba su mamá, la recuperaría.
Ese sentimiento de abandono era tan fuerte que en guardería y preescolar, cada fin de curso sus maestras tenían que explicarle que el siguiente ciclo ya no lo serían, pero que podía seguir contando con ellas. “Se le tenía que explicar que las personas en su vida iban y venían, que no estaban permanentes, pero no es que la estuvieran abandonando”, recuerda Norma Andrade.
El caso de Caleb fue aún más complicado en términos fisiológicos, porque dejó de ser amamantado de un día para otro y no aceptaba la fórmula. Los dos primeros días lo engañaron con agua y té, pero llegó un momento en que su hambre era mucha y su llanto aún más. Fue un bebé que tuvo que aprender a comer alimentos sólidos desde muy pequeño.
Jade, igual que Rosa Angélica, era una niña violenta. Si un niño le daba una mordida en el brazo, ella respondía atacándolo con 30 mordidas: “era agresiva, yo lloraba, gritaba, peleaba, me enfurecía a grados que sentía cómo la adrenalina recorría mi cuerpo”. Norma la llevaba a terapia psicológica e incluso psiquiátrica, pero tomó mucho tiempo llegar a un diagnóstico certero.
Desde los tres años, Jade dice que habla con su mamá, porque “siempre la sentía cerca, la sentía que me hablaba, que me guiaba. A veces yo misma decía que la veía”, y por eso el primer diagnóstico que le dieron fue esquizofrenia, luego estrés postraumático y depresión. “Brinqué entre muchísimos medicamentos y diagnósticos”.
Sufrió múltiples internamientos en hospitales debido a intentos de suicidio, crisis de ansiedad y depresión severa. Aunque Norma era maestra y tenía seguridad social, con frecuencia tenía que poner de su bolsa para cubrir los gastos que representaba toda esa atención, y cuando no alcanzaba había que empeñar la tele, la computadora, o recurrir a préstamos personales.
Y después, como el medicamento psiquiátrico la hacía engordar, empezó a tener trastornos alimenticios que requerían tratamientos especializados.
En el año 2001, el cuerpo de Lilia Alejandra fue encontrado en un terreno baldío en Ciudad Juárez, Chihuahua, cubierto con una cobija de flores. Desde entonces, Norma Andrade, mamá de Alejandra, se encargó de los cuidados y la crianza de su nieta Jade quien ahora tiene 25 años. / Foto: Greta Rico
Todo esto pasaba mientras Norma Andrade, a quien Jade y Caleb se acostumbraron a llamar mamá, se tuvo que convertir en defensora de derechos humanos para buscar justicia por el feminicidio de su hija Lilia Alejandra, y obligar al gobierno de Chihuahua a atender las necesidades de las familias de las mujeres asesinadas.
Con su trabajo, desde la organización “Nuestras hijas de regreso a casa”, pudo arrebatarle a las autoridades estatales algunos apoyos para las madres, hijas e hijos de las víctimas.
Su activismo aguerrido y digno no pasaba desapercibido para nadie, menos para los criminales. Entre 2002 y 2012 sufrió una serie de amenazas, agresiones físicas, robo, acoso y tuvo dos intentos de homicidio, lo que la obligó a salir de Juárez con sus hijos (nietos), y vivir con fuertes medidas de seguridad de manera permanente. Ese desplazamiento tuvo un impacto para toda la familia.
Lo dicho: en cuidar a estas infancias, a las mujeres se les va el dinero, la salud y la vida.
Fue finalmente alrededor de los 18 años cuando Jade tuvo un diagnóstico certero: trastorno disociativo de la personalidad y trastorno límite de la personalidad; según sus médicos, se trata de un padecimiento asociado al tipo de trauma que ella vivió. “Al ser diagnosticada me dieron un medicamento que me ayudó muchísimo a mejorar, porque yo tenía crisis muy seguidas. Y he tenido una mejoría en estos últimos 8 años muy impresionante”.
Jade nunca se ha sentido huérfana. “Me veo como una sobreviviente, como una guerrera y como una luchadora. No quiero que la gente me vea con lástima. Sí, viví cosas muy feas, pero sobreviví. Y aún a pesar de no tener a mi mamá, de estar en un campo que pareciera de batalla, estoy bien. Lo logré, cumplí las metas que mi mamá hubiera deseado para mí y nunca me sentí sola, tuve una abuela que llenó muchísimos vacíos maternos.”
El trauma
Un feminicidio es una onda expansiva y violenta que acaba con la vida de una mujer, pero también afecta todo a su alrededor. El Informe de Impacto Psicosocial del Feminicidio de Nadia Alejandra Muciño Márquez, de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C., refiere que la muerte violenta de una mujer causa un trauma intenso y continuo en el tejido social.
Es decir, la experiencia traumática “sigue operando en las conciencias individuales y el imaginario colectivo”, porque la problemática se invisibiliza o se normaliza, y se reproduce más violencia, incluso institucional, que “desencadena complejos procesos de impunidad”. Se trata de un trauma que puede ser transgeneracional y afectar a todos los miembros de una familia, o una comunidad.
Ante la muerte violenta de la madre, las infancias y adolescentes suelen desarrollar “fuertes cargas emocionales que pueden derivar en múltiples secuelas físicas, psíquicas y sociales”, según el mismo informe.
Y si no hay una respuesta eficaz ante la muerte de la madre, las infancias “pueden tener consecuencias psicosociales, neurocognitivas, socioeconómicas y biomédicas”, que “incluyen un mayor riesgo de trastorno de estrés postraumático, depresión e intentos de suicidio”, además de “maltrato doméstico y violencia sexual, emocional y física”, revela un estudio publicado en The Lancet.
Como muchas de las familias de víctimas de feminicidio en México, la puerta de la casa de Ángel, en la periferia de Ciudad Juárez, Chihuahua, tiene un mural que muestra el rostro de su madre y la fecha de su asesinato, para guardar su memoria. / Foto: Greta Rico
Un síntoma de estrés postraumático puede ser la disociación emocional, explica Natalí Hernández, psicóloga especialista en trauma y directora del Centro de Análisis, Formación e Iniciativa Social, “es como si yo me fuera a otro lugar porque este lugar siente demasiado y duele demasiado”, entonces puede ser que las infancias nunca hablen del tema, o que desarrollen conductas violentas o de “enojo con la vida, literal”, como les pasaba a Rosa Angélica y a Jade.
A ello se suman otros riesgos asociados a la desprotección y el abandono institucional, como abuso de sustancias, vulnerabilidad a las adicciones, precariedad, estigma y deserción escolar.
El informe sobre el feminicidio de Nadia Alejandra Muciño da cuenta de otros padecimientos asociados a la ansiedad y el estrés, por ejemplo pérdida del control de los esfínteres, como le pasó a Carlos, el hijo mayor de Nadia; dermatitis nerviosa, como le sucede a Nicole, hija de Fernanda Rico Vilchis, víctima de feminicidio en 2017 en el Estado de México; o insomnio, como el que durante años ha padecido Ximena, hija de Fernanda Cadena Martínez, asesinada en 2017 en la CDMX.
Los derechos
Uno de los derechos más importantes para las infancias y adolescentes es el derecho a la familia, porque abre la puerta a otros derechos, como la salud y la educación. Es muy violento que en respuesta a un feminicidio se separe a un niño de su estructura familiar, como le pasó a Ángel, porque además sucede en medio de un duelo.
Además, “el duelo por un delito doloso es muy particular, porque está atravesado por el miedo”, explica Mayra Rojas, quien junto con su hija Mariana Robles fundaron Paz Cívica, una organización que trabaja con niños, niñas y adolescentes que viven las consecuencias de la orfandad a causa de un delito doloso, luego de que ellas mismas padecieran la pérdida de su esposo y papá por un homicidio en el Estado de México.
Mayra Rojas advierte que no es lo mismo ser huérfano que huérfana, porque “la misma situación de ser niñas las pone en una mayor condición de vulnerabilidad, porque a veces las incorporan a una nueva familia, y se convierten en quienes hacen los trabajos domésticos”, o los trabajos de cuidados, y pueden ser víctimas de violencia sexual, cursar embarazos tempranos o acceder a uniones tempranas.
Otro factor de género que vulnera más a las mujeres es el mensaje que manda un feminicidio, porque “se desestructura el sentido de vida, porque esa pérdida representa que cualquier persona te puede asesinar y no va a pasar nada. Entonces, nos descoloca de esta idea de seguridad de crecer y desarrollarme, porque estamos observando que a las mujeres las asesinan en cualquier momento, y creo que también lleva un mensaje que de alguna manera va disciplinando”, explica Natalí Hernández.
La responsabilidad
Desde finales de la década de 1990 y durante los 2000, la frontera norte de Ciudad Juárez, Chihuahua, en México, se convirtió en el epicentro del feminicidio en el país. Se encontraron cuerpos —mayormente de mujeres jóvenes— en terrenos baldíos, zonas desérticas y en las afueras de la ciudad. / Foto: Greta Rico
La urgencia de contar con un censo o registro del número de niños, niñas y adolescentes en condición de orfandad, más allá de la estadística, es que exista la data para desarrollar política pública de atención integral, y así garantizar sus derechos.
Esa omisión puede incluso dificultar el acceso de un niño o una niña a la educación, porque las abuelas o las mujeres que quedan a su cuidado deben iniciar juicios por la custodia, que pueden significar años y recursos que muchas veces no tienen. Y sin ese papel, no pueden inscribirle en la escuela o solicitar una beca.
Hay un dolor muy particular que persigue a las hijas e hijos de las víctimas, un zumbido que les acecha: la irresponsable audacia de las autoridades de responsabilizar a las mujeres de sus propios asesinatos, algo que pasaba hace 30 años, pero que sigue pasando. Por ejemplo el asesinato de Érika Pérez Escobedo, la mamá de Ángel, nunca fue reconocido como feminicidio.
El informe Diez años de desapariciones y asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua (2003), de Amnistía Internacional, considera a la discriminación como un “elemento persistente tanto en la naturaleza de los diferentes crímenes contra mujeres como en la respuesta dada por el Estado”, y recupera una declaración de Marta Altolaguirre, quien fuera relatora especial sobre los Derechos de la Mujer de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), donde recrimina a las autoridades estatales que “reiteradamente culparon a las mismas mujeres de su desaparición o asesinato”.
“Hay que tener presente que los hijos e hijas de personas víctimas de feminicidio, en el Derecho son víctimas indirectas. Desde ese rol hay obligaciones del Estado en varios planos –apunta Juan Martín Pérez, Coordinador de Tejiendo Redes Infancia en América Latina y el Caribe–, el problema es que en las carpetas de investigación de feminicidio no se sabe cuántos hijos e hijas tenía la víctima, (…) y las comisiones ejecutivas de víctimas no los reconocen como tal”.
Sin política pública y sin nada que detenga los feminicidios, cada vez hay más infancias y adolescentes en orfandad, que incluso aun alcanzando la mayoría de edad siguen teniendo derecho a la reparación, la verdad, la justicia, pero también a la salud mental.
En opinión de Natalí Hernández, la atención psicológica debería ser integral y a largo plazo, hasta la adultez, porque a veces como niño o niña no hay tanta consciencia de las repercusiones. “He atendido casos de personas con trauma, en los que me dicen: en mi infancia había otras cosas que estaban en mi día a día, jugar, ir a la escuela, o sea, sí me lastimó eso, sí lo sentí, sí había momentos en que tenía miedo, pero no era algo que pensaba siempre. Y ya de grande me doy cuenta cómo eso sí repercute en mi vida”.
Una deuda de 30 años
A raíz de la crisis de feminicidios en Ciudad Juárez, Chihuahua, en México, hace casi 30 años el grupo familiar “Voces sin Eco” colocó las primeras cruces rosas como símbolo de la demanda de justicia en las afueras de la ciudad. Hasta el día de hoy, en la entrada de Ciudad Juárez, las familias mantienen estas cruces como un recordatorio constante de la impunidad en la que han quedado los asesinatos de sus hijas. / Foto: Greta Rico
Después de su tercera reincidencia, Ángel superó su adicción a las drogas. Estudió enfermería aunque terminó trabajando como ingeniero. Desde hace unos tres años, se compró una moto chopper y se unió a un club, que hace colectas de dulces o juguetes que reparten los fines de semana. El resto del tiempo se lo dedica a su familia, con quien vive en una colonia marginada.
Actualmente, Rosa Angélica tiene una pareja estable que es económicamente responsable de ella, su hija y sus dos hijos menores. Su hijo mayor ahora vive con Doña Rosita, que sueña con viajar sola a Acapulco.
Carlos está muy orgulloso de haber iniciado su propio negocio en Estados Unidos y siente que su vida hoy es como le hubiera gustado que fuera cuando era niño: sin sufrimientos. Su deseo es simple: “no quiero que mi familia sufra, quiero tener una vida feliz”.
Otra cosa que supieron con los estudios que le realizaron, es que Jade tiene más desarrollado el hemisferio izquierdo, relacionado con el lenguaje, lo creativo y lo artístico, tal vez por eso se inclinó a estudiar diseño de modas y actualmente está trabajando en lanzar su propia marca de lencería para tallas grandes.
Ángel, Rosa, Carlos y Jade formaron parte de “La Esperanza”, un proyecto de la organización “Nuestras Hijas de Regreso a Casa”, para atender la salud emocional de hijos e hijas de las víctimas de feminicidio, donde recibieron terapia psicológica y participaban en actividades lúdicas y artísticas, enfocadas a superar el trauma. Fue eso lo que salvó su vida, pero no hay suficiente esperanza para las miles de infancias huérfanas que hay en el país.
En marzo de este 2025, tuvo lugar una audiencia pública sobre el feminicidio de Lilia Alejandra García Andrade en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Norma Andrade espera que la sentencia, aún pendiente, sea condenatoria y obligue al Estado mexicano a desarrollar política pública para la atención de huérfanos y huérfanas de feminicidio en México, con quienes tiene una enorme deuda.
Desde niño, gracias a la organización “Nuestras Hijas de Regreso a Casa”, fundada por un grupo de mujeres que cuidaron de infancias huérfanas por feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua, en México, Ángel aprendió la importancia del servicio comunitario. Su resiliencia lo llevó a formar parte de un grupo de motociclistas que recoge juguetes cada Navidad para entregarlos a infancias en comunidades de bajos recursos. / Foto: Greta Rico
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NOTA: Las fotografías de este reportaje forman parte del proyecto documental Cuidar ante la ausencia, una investigación visual que documenta la onda expansiva del feminicidio en México. A través de metodologías participativas, la fotógrafa Greta Rico realiza retratos colaborativos en diálogo con familias de mujeres asesinadas. Utilizan motivos rosas como una forma de apropiación colectiva y redefinición de las cruces rosas que se colocaron por primera vez en Ciudad Juárez cuando cientos de mujeres fueron asesinadas con impunidad hace 30 años. Estas imágenes apelan a una estética de la ternura donde el color rosa se convierte en una figura narrativa que da cuenta de las secuelas; el trauma transgeneracional y los impactos psicosociales del feminicidio, así como, los gestos de resiliencia en las infancias huérfanas y en las mujeres que quedan a su cargo.
Foto de portada: Cuando Rosa Angélica tenía seis años, su madre fue víctima de feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, y quedó al cuidado de su abuela, Doña Rosita. Hoy, siguen viviendo en la ciudad fronteriza, Angélica tiene 33 años y su abuela 73 / Greta Rico
* Nota metodológica: El estimado de niños, niñas y adolescentes en condición de orfandad por feminicidio en México se realizó cruzando el número de feminicidios sumado al de homicidios dolosos de mujeres mayores de edad, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), con la tasa estatal de fecundidad del Consejo Nacional de Población (CONAPO) de mujeres en edad fértil (de 15 a 49 años), por año y por estado.
Para el cálculo por 100 mil habitantes, se usó la data de Conapo sobre población de mujeres de 15 a 49 años, que es el periodo de edad que se considera fértil en México.
La selección del periodo 2015-2024 responde a la disponibilidad de datos sobre feminicidio en el SNSP; y se revisó hasta 2024 para tener un año completo de estudio y 10 de análisis.
Se consideraron los feminicidios y los homicidios dolosos, en atención a que en 2019 la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó que todos los asesinatos de mujeres deben ser investigados como feminicidios; de hecho como se puede ver en los datos, en algunos estados hay –sospechosamente– más homicidios dolosos que feminicidios.
Aquí puedes acceder a los datos abiertos de la metodología.







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