Definición de vestido

Vestido de novia de Zinacantán

Vestido de novia de Zinacantán.

La palabra vestido, como todas las palabras, tiene muchas acepciones. Vestido puede aplicarse al conjunto o a una pieza específica. Así, las mujeres usan vestidos y los hombres no (bueno, bueno, hay muchos “vestidos en el closet”).

                Alicia dice que le gusta la palabra vestido porque es lo primero que se quita antes de que un amado descubra su nombre. A mí me gusta lo que Alicia dice. Es tan sencillo y a la vez tan sublime. Cualquiera podría pensar que el vestido es una prenda, pero ¡no! El vestido es más que eso. Siempre he pensado que el vestido es como el zaguán de la casa. Cuando era muchacho me gustaba sentarme afuera de los sanitarios de damas, en la escuela preparatoria. Imaginaba el momento en que la preparatoriana, saltando de un lado para otro, porque ya le andaba por orinar, se subía la parte inferior del vestido, se bajaba la pantaleta hasta las rodillas, se sentaba en la taza y, con un ¡ah!, de satisfacción indecible, hacía de las aguas. Yo cerraba los ojos y aguzaba el oído para oír el chorro. A veces lo lograba y sentía cómo mi boca se distendía en una sonrisa de satisfacción, casi la misma que tenía la muchacha a la hora que terminaba.

                El diccionario dice que vestido es: “traje enterizo de la mujer”. ¡Qué palabra tan rara esa palabra de “enterizo”! Si acostumbráramos emplearla en México la volveríamos moneda corriente de albur. ¿Enterizo? Enterizo ¡el chorizo!

                Me gusta ver muchachas “vestidas” con vestido. Me gustan más que las muchachas que usan falda. El vestido es una pieza más sugerente, que abre más ventanas a la imaginación. Arminda me contó que un grupo de muchachos rodeó a la mujer que abría el templo de Santo Domingo y comenzó a molestarla. Los muchachos se tomaron de los brazos y le hicieron ronda a la pobre mujer que les pedía la dejaran de molestar, que, por favor, le dejaran abrir la puerta del templo. Ya iban a dar las cinco y media de la mañana. Los trasnochados, bolencones, no le hicieron caso y continuaron con su ronda, en medio de gritos y aspavientos. Uno de los muchachos, el más travieso, se desapegó del grupo y abrazó a la aterrorizada mujer. Bajó las manos y le levantó el vestido y el fustán. La pobre mujer quedó expuesta, sólo la pantaleta se veía. Todos rieron y aplaudieron. Entonces, el travieso le amarró el borde del vestido por encima de la cabeza y quedó como un tamal de bola. Los muchachos salieron corriendo y cantando. La pobre mujer fue rescatada por los primeros asistentes a misa de seis. Le desamarraron el vestido, buscaron las llaves y abrieron las puertas del templo. Cuentan que la mujer tenía la cara más roja que el color de su pantaleta. ¡Le habían dado la “azareada” de su vida!

                Sin duda que esos muchachos traviesos siguieron continuaron esa clase de travesuras con muchachas con vestidos. Ya no fueron tan groseros. Fueron más sencillos en sus actos, más seductores. Tan seductores como un vestido de seda.

                Piensen en una muchacha que, en lugar de un pantalón o de una falda, viste un vestido con estampado. Véanla a la vera de un riachuelo, al lado de un ahuehuete. Véanla cortar un ramo de florecitas blancas, un ramo de nubes, un ramo de deseos. Me gusta lo que Alicia dice: antes de que su amado descubra su nombre, ella se sube el vestido. La falda se baja, el pantalón se baja, el vestido ¡se sube! ¿Ven la diferencia abismal que existe? Para llegar al abismo es preciso bajar; para tocar el cielo es preciso ¡ascender! Por esto, el vestido tiene mucha semejanza con el retazo de cielo que los amantes siempre descubren a mitad del pecho de sus amadas.

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