Matriz de opresiones a mujeres indígenas en el altiplano chiapaneco que impide la participación política y la paridad sustantiva[i].

Foto: Ángeles Mariscal
En los municipios indígenas de Chiapas, las mujeres enfrentan una compleja matriz de opresiones que articula múltiples sistemas de dominación, como el patriarcado comunitario, el racismo institucional, y la violencia política, entre otras. Esta matriz no opera de forma aislada, sino que se entreteje con las prácticas cotidianas, con las estructuras familiares, con los sistemas normativos comunitarios y con las instituciones estatales.
La participación política de las mujeres indígenas ha sido históricamente limitada por mandatos de género que las ubican en roles de obediencia y servicio, y por tramas de parentesco que organizan el poder comunal desde lógicas patriarcales. A esto se suma la racialización de la política electoral, donde los partidos políticos utilizan a los pequeños municipios indígenas del altiplano chiapaneco, como territorios de simulación de paridad; mientras reservan los espacios de poder real para hombres mestizos en zonas urbanas.
Desde las voces de mujeres que han participado en procesos electorales en la región Altos, se revela cómo esta matriz de opresiones se actualiza en cada coyuntura, y cómo el sistema político —comunitario y estatal— se reorganiza para castigar la transgresión femenina. Sin embargo, también emergen resistencias: mujeres que se articulan, que denuncian, que disputan el poder desde sus propios saberes y territorios, y que abren grietas en el orden patriarcal.
Matriz de opresiones a mujeres indígenas en el altiplano chiapaneco que impide la participación política
Esta presentación tiene el propósito de preguntarse sobre cuáles son los ejes de opresión a las mujeres indígenas del altiplano chiapaneco que impiden que estas puedan asumir los cargos de autoridad en sus comunidades, y puedan ejercer una paridad sustantiva. Para aproximar respuestas, recurro a la estrategia teórico-metodológica de la “matriz de opresiones”, también conocida como “matriz de dominación”, y dar cuenta de algunos de los ejes estructurantes.
La matriz de dominación es una herramienta desarrollada en los estudios feministas interseccionales. Autoras como Patricia Hill Collin (1990)[ii] y Kimberlé Crenshaw (1991)[iii] desarrollaron el concepto de interseccionalidad, para mostrar cómo las mujeres afrodescendientes en los Estados Unidos enfrentaban múltiples formas de discriminación simultánea. Otras autoras como Mara Viveros (2017)[iv] y Gladys Tzul Tzul (2019)[v], desde América Latina, trabajan la noción de intersección entre colonialidad, racismo y patriarcado, aportando a la comprensión de matrices de opresión en contextos indígenas.
Para esta presentación, me voy a centrar en tres ejes estructurales de exclusión, discriminación y subordinación, que son estructuras de poder interseccionadas, que expulsan a las mujeres del poder político. Estos ejes son: 1. El desplazamiento de las mujeres del espacio público; 2.- El patriarcado comunitario y 3.- La violencia institucional.
Otros ejes de la violencia estructural refuerzan la matriz de opresión; estos son la territorialidad excluyente y la precarización económica, que limita el acceso de las mujeres a los derechos agrarios, que no son carencias individuales sino el resultado de sistemas sociales que reproducen las desigualdades históricas. Estos y otros ejes de discriminación simultánea (en los que aquí no se abunda) cruzan la matriz, se intersectan para impedir el ejercicio pleno de la ciudadanía femenina indígena, y para mantener el poder en manos de hombres que negocian entre sí los espacios de poder y autoridad.
- Desplazamiento de las mujeres del espacio público
Esta historia comienza en el año 1951, cuando en San Cristóbal de Las Casas se funda el primer Centro Coordinador Indigenista, del Instituto Nacional Indigenista (INI) (hoy Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, INPI). Uno de sus objetivos era fortalecer los ayuntamientos municipales indígenas. Para tales propósitos impulsó un programa para la formación de profesores indígenas bilingües. Estos serían los nuevos presidentes municipales. Simultáneamente, introdujo e institucionalizó los plebiscitos, para legitimar al candidato electo en una asamblea municipal.
Al mismo tiempo, que las personas nombradas debían refrendar su candidatura mediante votaciones, inscritas en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), configurando lo que Jan Rus llamó “la Comunidad Revolucionaria Institucional”. Las mujeres no podían ser electas, y tampoco votaban, pese a que el derecho a votar y ser electas, ya había sido aprobado por un Decreto en 1925.
Este cambio radical significó desplazar a las autoridades tradicionales, que ascendían al poder mediante un sistema de escalafón, de jerarquía de cargos, que consistía en congratularse con los dioses ancestrales. Los alcaldes y regidores tradicionales eran hombres adultos monolingües. Su principal tarea era llevar a cabo rituales a los santos y lugares sagrados. Estas tareas eran realizadas junto con sus esposas, las cuales también eran llamadas autoridades. Así, por ejemplo, la me’rejrol, que quería decir, señora regidora, en tsotsil era reverenciada y reconocida. Varias decenas de mujeres esposas, dispersas en las comunidades, cumplían roles de autoridad en el servicio a los santos. Aunque siempre bajo relaciones patriarcales, subordinadas a sus esposos.
Después de 1951, estas formas de organización del poder y autoridad fueron desplazadas, estableciéndose el sistema de partidos políticos, con el PRI como partido único, cuyos presidentes municipales fueron los profesores bilingües. En tres décadas, estos ya habían configurado cacicazgos; controlaban la venta de aguardiente y enganchaban trabajadores a las fincas. Por este motivo, fueron miles los disidentes políticos-religiosos que fueron expulsados de sus comunidades y despojados de sus bienes. Los caciques decían que con estas acciones defendían los “usos y costumbres”, que las nuevas religiones evangélicas amenazaban. Con el cambio político, las mujeres fueron desplazas del espacio público. Este es el acontecimiento histórico fundante, sobre el que se construyó el gobierno indígena patriarcal dominante hasta hoy día, en los municipios del altiplano chiapaneco.
2.- El patriarcado comunitario
El patriarcado comunitario es una categoría desarrollada por la teoría del feminismo comunitario, de la autoría de Julieta Paredes, activista boliviana (Guzmán, 2019)[vi] que describe cómo los sistemas económicos y políticos, como el de la invasión europea; y la capitalista, y la del patriarcado preexistente, es decir, el “patriarcado originario o ancestral” se fusionaron en las comunidades, integrando un constructo patriarcal que, desde entonces, hasta nuestros días se reconfigura constantemente, para permanecer.
Esta reconfiguración del poder favorece a los líderes masculinos vinculados a partidos políticos, quienes han capturado los espacios de gobierno, y de decisión; negocian con el Estado y los partidos políticos para mantener el control territorial. En los sistemas de partidos políticos, el patriarcado es un orden político partidario, ya que no importa el partido político que sea, todos tienen como fin una estrategia de disciplinamiento a las mujeres para impedir que transgredan el mandato de obediencia.
Para comprender por qué y cómo las mujeres indígenas del altiplano chiapaneco son desplazadas del poder, la categoría de “las tramas de parentesco” tiene un papel explicativo central. Las relaciones de parentesco comunitarias son el mecanismo principal a través del cual se estructuran las formas de poder en esos territorios, que expulsan a las mujeres del poder político.
Las redes familiares organizan la vida comunal. Una comunidad es una urdimbre que teje una familia con otra familia; todas de ellas identificadas con genealogías ancestrales. Que permanecen vivas a través de sus linajes o apellidos propios. Estas redes de parentesco son los que dan acceso a la tierra, y hacen posible la reproducción de la comunidad por medio de instituciones como la asamblea y los cargos comunitarios.
En estas tramas familiares y comunitarias los hombres y las mujeres se socializan desde niñas. A los hombres se les construye en el mandato de masculinidad enseñándoles certezas para desarrollar su vida “puerta afuera”, en el espacio público. Mientras a las mujeres su vida se desarrolla “puerta adentro”, según lo ha desarrollado ampliamente Rita Segato (2003)[vii]. A las niñas se les enseña a obedecer, servir, cuidar y no contradecir a los hombres. En la familia se delinea a mujeres que serán buenas esposas. Muchas veces lograrlo está relacionado con el prestigio familiar, y la posibilidad que los hombres pacten alianzas o negocios con la posible parentela que surja del buen casamiento de la hija; lo que motiva a la “buena crianza”.
La división social del trabajo por sexos; los roles de género y los estereotipos de género delinean su futuro. En la vida comunitaria, se espera que cada familia aporte miembros, siempre hombres, para que se sumen a desarrollar actividades comunitarias, como la limpieza de las fuentes de agua, de linderos; el mantenimiento de brechas y carreteras, entre otras. Muchas veces en el trabajo comunitario participan las mujeres de la familia, incluyendo niños; pero el reconocimiento se lo llevará el representante masculino que la familia aporta a la comunidad. Pronto asistirá a las asambleas comunitarias, obtendrá derechos agrarios, y delineará un perfil de liderazgo que podría llevarlo a otras comisiones; como la de agente municipal o mayoles o policías, y así ascender en los escalones del poder.
La mujer, por el contrario, durante su crecimiento y su vida adolescente, crecerá determinada por las percepciones de lo que debe ser una mujer. Los roles y estereotipos les atan su libertad y autonomía. Los roles de género son las funciones sociales asignadas a hombres y mujeres dentro de una comunidad. Están institucionalizados por la costumbre, la tradición y la organización. Mientras que los estereotipos son las ideas preconcebidas y rígidas sobre cómo deben de comportarse los hombres y las mujeres. En la percepción familiar y comunitaria, una mujer no está preparada para la política y la lucha por el poder; se les identifica como débiles y vulnerables. Y, cuando irrumpe alguien que desafía esos estereotipos, y dice “yo si puedo”, el pacto patriarcal se activa y se les criminaliza.
Para la antropóloga Marcela Lagarde (2019)[viii], todo lo antes descrito dan cuenta de los mandatos de género que configuran el “cautiverio femenino”. Estas son normas culturales que definen lo que se espera de las mujeres, y que operan como dispositivos de control sobre sus cuerpos, sus decisiones y sus aspiraciones. En el comunitarismo patriarcal, estos naturalizan la subordinación femenina bajo el argumento de la tradición. Cuando una mujer se atreve a romper esos mandatos es probable que la familia y la comunidad la rechace, y no encuentre aprobación.
A los hombres, por el contrario, desde niños se les entrega herramientas de poder. La política es un campo violento que tiene como propósito generar terror para que las mujeres no se atrevan a salir de su cautiverio. La organización comunitaria levanta un muro que encierra a las mujeres. Impide que puedan desarrollar un perfil de liderazgo político que requiere configurar, para poder ganar prestigio, y ascender en los terrenos de la política comunitaria, primero; luego municipal. Esto es lo que Segato llama el mandato de masculinidad. Este mandato está asociado a la violencia. Exige a los hombres demostrar potencia sexual, bélica y económica ante sus pares; lo que genera dinámicas de violencia estructural y simbólica.
El patriarcado no es solo una estructura familiar, sino un orden político que organiza el poder en la comunidad. Los mandatos patriarcales operan no solo en el ámbito comunitario, sino también en el sistema político formal. Se espera que las mujeres cedan, callen, se retiren, y cuando no lo hacen, se activa una violencia simbólica y física para restablecer el orden masculino, que incluye desprestigio, calumnias, descalificación, ofensas y burlas en lo personal, y a su familia.
Es por ello por lo que, en las elecciones municipales, en los casos de simulación en las candidaturas, y la usurpación del cargo, es frecuente que estos se realicen, regularmente, con el consentimiento de la comunidad. Es un modelo de Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género (VPG) a la que le he llamado “simulación tolerada-usurpación permitida”. La comunidad espera tener una autoridad masculina, y no femenina, como votó en la boleta electoral, que postulaba a una mujer, pero en simulación. Por tal motivo, pocas mujeres se atreven a denunciar. Son muchos los cautiverios que la presionan.
En resumen, las tramas de parentesco, y el poder que concentra el patriarcado comunitario se convierte entonces, en un mecanismo de control, donde las autoridades tradicionales, los comités, los integrantes del ayuntamiento, y parte de la población, reaccionan para reestablecer el orden masculino. Y. construyen narrativas en las que las mujeres son criminalizadas, diseminando imaginarios en el que se les percibe como una amenaza para los “usos y costumbres”.
3.- Lo personal es político; lo privado es político
La frase “lo privado es político” es una consigna clave del feminismo que cuestiona la separación convencional entre el ámbito privado (hogar, familia, relaciones íntimas) y el ámbito público (política, economía, leyes). Esta idea sostiene que las experiencias personales, especialmente las de las mujeres, como la violencia en el hogar, el trabajo no remunerado, la maternidad o los mandatos de género, no son asuntos individuales ni aislados, sino que están profundamente conectados con estructuras sociales, culturales y políticas. Y hace parte del sistema de opresión interseccionado. Al enunciar “lo personal es político” , se busca poner de relieve las conexiones entre la experiencia personal y las grandes estructuras sociales y políticas.
Esta perspectiva visibiliza las múltiples violencias que ocurren en lo privado, pero lo interpreta con las herramientas de lo político, como un problema del poder; no limitado al ámbito personal, familiar o comunitario. Reconoce el trabajo de cuidados como parte del sistema económico, aunque no sea remunerado. Denuncia los mandatos de género que se reproducen en la familia y afectan la autonomía de las mujeres. Y, cuestiona la naturalización de las opresiones a las mujeres en sus cautiverios. Por ejemplo, cuando una mujer indígena no puede acceder a la educación porque debe cumplir con roles tradicionales en su comunidad, esa situación privada (la vida familiar o comunitaria) es política, porque refleja una estructura de poder que debe ser transformada.
En este entramado, lo que ocurre en el ámbito doméstico o comunitario —como la negación del acceso a cargos, la violencia familiar o el silenciamiento de las mujeres— no puede ser considerado privado, porque responde a estructuras públicas de poder. Así, la consigna feminista “lo privado es político” permite visibilizar que la opresión de las mujeres indígenas que ocurren en el ámbito del patriarcado comunitario no es solo cultural, sino político, y exige ser abordada desde una crítica interseccional que articule género, etnicidad, territorio y poder, por lo que exige que el Estado intervenga en situaciones que antes se consideraban “privadas”, como el abuso, el abandono, la desigualdad en el hogar y, particularmente la exclusión de las mujeres de los espacios de poder y toma de decisiones.
4.- Mandato al Estado a cumplir con el orden constitucional
El 22 de mayo de 2015, el Diario Oficial de la Federación publicó el Decreto que reformó el Apartado A, del artículo 2o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos: una reforma en materia indígena, en cuya letra se reconocían los derechos políticos de las mujeres. Las comunidades y pueblos indígenas, se afirma, tienen derecho a: “III. Elegir de acuerdo con sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, a las autoridades o representantes para el ejercicio de sus formas propias de gobierno interno, garantizando que las mujeres y los hombres indígenas disfrutarán y ejercerán su derecho de votar y ser votados en condiciones de igualdad; así como a acceder y desempeñar los cargos públicos y de elección popular para los que hayan sido electos o designados, en un marco que respete el pacto federal y la soberanía de los estados. En ningún caso las prácticas comunitarias podrán limitar los derechos político-electorales de los y las ciudadanas en la elección de sus autoridades municipales.”
Esta reforma se publicó antes de las elecciones municipales de 2015, y ya para entonces era vigente el principio de paridad de 2014. Pero, como sabemos, y ha sido ampliamente documentado, las elecciones municipales de 2015 en la entidad chiapaneca fueron caóticas al simular los registros de paridad y fueron particularmente violentas en contra de las mujeres electas en los municipios indígenas. También, como fue profusamente documentado, las instituciones electorales, los partidos políticos, las autoridades comunitarias, y del gobierno del estado, realizaron prácticas que fueron violatorias a esos y otros principios constitucionales.
Otros derechos de han ido acumulando sin que autoridad alguna se hago cargo de ellos. A partir de la reforma constitucional de 2019 conocida como “Paridad en todo”, el Estado mexicano, y el Estado chiapaneco, tiene la obligación de garantizar que las mujeres indígenas accedan en condiciones de igualdad a todos los espacios de decisión, incluso en municipios regidos por sistemas normativos propios.
El objetivo de la reforma “paridad en todo” es garantizar que todos los órganos del Estado en todos los niveles estén conformados de manera paritaria y que las mujeres participen en todos los espacios de poder, y de decisión pública. Omitir estos principios en Chiapas, como ocurre hasta hoy día, es discriminatorio, y en los municipios indígenas, adquiere rasgos de racialización.
Concluyendo:
El análisis de la matriz de opresiones que enfrentan las mujeres en municipios indígenas del altiplano chiapaneco revela que la intersección entre género, etnicidad, territorio, economía y política no solo produce exclusión, sino que la naturaliza en nombre de la tradición. Aunque el marco constitucional reconoce los derechos político-electorales de las mujeres indígenas, la brecha entre el reconocimiento legal y el ejercicio real sigue siendo profunda.
Por ello, es urgente exigir al Estado que no se limite a garantizar la autonomía indígena, sino que intervenga, en el ámbito de su competencia, para asegurar que dicha autonomía no se convierta en un espacio de impunidad patriarcal. A la comunidad, se le debe interpelar desde el respeto, pero también desde la crítica, para que reconozca que los aportes de las mujeres son imprescindibles en la vida social, y que su exclusión debilita el tejido comunitario. La transformación no será posible sin abrir grietas en las estructuras de poder; grietas que permitan a las mujeres ejercer plenamente sus derechos, ocupar espacios de autoridad, y resignificar los usos y costumbres desde dentro, como sujetas políticas activas y autónomas.
La lucha por la participación política de las mujeres indígenas no es solo una demanda de inclusión, sino una exigencia de justicia histórica. En los municipios alteños, donde los usos y costumbres han sido utilizados para justificar la exclusión, es urgente recordar que la autonomía no puede ser excusa para perpetuar el patriarcado. La reforma constitucional de 2015 y la de 2019 abren un marco legal que debe ser activado desde abajo, con la voz y la acción de las mujeres indígenas, pero también desde arriba, con la responsabilidad del Estado de garantizar condiciones reales de igualdad. Exigir paridad no es imponer una lógica externa, sino reconocer que las mujeres han sostenido la vida comunitaria y que sus aportes deben ser valorados como parte esencial del gobierno indígena. Solo así será posible construir comunidades verdaderamente autónomas, justas y plurales.
[i] Conferencia dictada: “Avances y retos en el ejercicio de los derechos político-electorales de las mujeres integrantes de comunidades indígenas en Chiapas”. Tribunal Electoral del Estado de Chiapas (TEECH). 25 de septiembre de 2025.
[ii] Collins, P. (1990). Black Feminist Thought: Knowledge, Consciousness, and the Politics of Empowerment. Nueva York: Routledge.
[iii] Crenshaw, K. (1991). Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence against Women of Color. Stanford Law Review, Vol. 43, No. 6 (Jul., 1991), pp. 1241-1299. Published by: Stanford Law Review. Obtenido de: https://blogs.law.columbia.edu/critique1313/files/2020/02/1229039.pdf
[iv] Viveros, M. (2023). Interseccionalidad. Giro decolonial y comunitaria. CLACSO. Obtenido de: https://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/bitstream/CLACSO/248817/1/Interseccionalidad.pdf
[v] Tzul, G. (2019). Sistemas de gobierno comunal indígena. Mujeres y tramas de parentesco en Chuimeq’ena. Editorial Instituto Amaq, Guatemala.
[vi] Guzmán, N. & Triana D. (2019). Julieta Paredes: hilando el feminismo comunitario. Ciencia Política, Número 28, Julio-diciembre.Pág. 23 – 47.
[vii] Segato, R.L. (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires, Ed. Bernal, Universidad Nacional de Quilmes Editorial. Obtenido de: https://www.pjecz.gob.mx/derechos-humanos-e-igualdad-de-genero/biblioteca-digital/las-estructuras-elementales-de-la-violencia/#gsc.tab=0
[viii] Lagarde, M. (2019). Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, presas, putas y locas, Siglo XXI, México.

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