Los agentes del orden

Operativo policiaco en SCLC contra manifestantes. Foto: Cortesía

Sobre la policía, el miedo y la ficción de la seguridad

 

San Cristóbal de las Casas, Chiapas. — El pasado 1 de octubre tuvo lugar una manifestación propalestina en la Plaza de la Paz, rebautizada por los movimientos sociales como Plaza de la Resistencia. Lxs asistentes se reunieron para leer pronunciamientos y expresar su solidaridad ante la gravedad de esos días: las detenciones arbitrarias por parte del genocida ejército de Israel contra las flotillas que se dirigían a Gaza con ayuda humanitaria.

De forma improvisada se decidió realizar una breve marcha por el centro: cinco minutos de bloqueo en una calle principal, una parada frente a Starbucks para denunciar su filiación sionista y el avance hacia el “Jabad Chiapas”, entidad que agrupa a parte de la comunidad judía local y en la que, según se ha señalado, participan exmilitares con presencia en distintos puntos del estado.

Entre lxs manifestantes había niñas y niños, personas mayores y familias enteras. El ambiente fue pacífico: no hubo actos de violencia. Aun así, y de forma desproporcionada, arribó la policía municipal, encapuchada y con armas largas, en un claro despliegue de intimidación. Además de resguardar al “Jabad Chiapas” —que ya contaba con seguridad privada armada y agentes encubiertos, también armados; hechos documentados y difundidos en redes sociales, donde incluso se observa a un agente mostrando su arma—, la policía intentó encapsular a lxs manifestantes. Al no encontrar respuesta agresiva, permitió el paso, no sin antes grabar y custodiar a la columna hasta su disolución.

Al día siguiente, 2 de octubre —fecha en que se conmemoró el quincuagésimo séptimo aniversario de la masacre estudiantil de 1968, perpetrada por el gobierno de Díaz Ordaz—, estudiantes de la Escuela Normal Rural de Mactumaczá marcharon hacia la plaza central, el mismo sitio de la manifestación anterior. Allí volvieron a encontrar a la policía, que cerró el paso y provocó. Lxs normalistas respondieron y fueron gaseadxs por “los agentes del orden público”.

Este texto reflexiona sobre la policía y la figura de los llamados “agentes del orden” —en masculino a conciencia—, porque esta institución es, sin lugar a dudas, machista y un instrumento patriarcal. Lo narrado describe cómo opera la policía desde el lugar donde escribo; y, en paralelo, el mundo ha visto en meses recientes múltiples manifestaciones propalestinas reprimidas con brutalidad en distintos países. En tiempos de sobreinformación y posverdad, conviene recordar lo evidente para muchxs activistas y teóricxs: vivimos bajo un orden que organiza la vida, dispone lo que debemos hacer y señala por dónde no debemos caminar. Cada calle y cada esquina fueron planificadas para favorecer los intereses de ese orden, y la policía es uno de sus instrumentos para garantizar que así se cumpla.

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Orden, policía y obediencia

 

Ese orden al que la policía jura servir no es una abstracción neutral. Es una forma de organizar la vida que jerarquiza, selecciona y excluyente. Tras el uniforme, el escudo y la palabra “seguridad”, opera una maquinaria que protege, no a la sociedad, sino a los intereses económicos y políticos dominantes.

La policía no aparece para garantizar la convivencia, sino para recordar límites. Su función es custodiar los espacios del privilegio —bancos, comercios transnacionales, templos de élites locales—. Más que detener el crimen, su tarea cotidiana es contener la disidencia.

En cada operativo, golpe o encapsulamiento, se actualiza la lógica colonial y patriarcal del Estado: lxs cuerpxs subordinadxs —el pobre, la mujer, el pueblo indígena, la joven rebelde— deben ser disciplinadxs, controladxs o eliminadxs simbólica o físicamente.

 

 

Los “agentes del orden” y la administración del miedo

 

Decir “agentes del orden” es decir agentes del miedo. Y el miedo es profundamente político: funciona como el mecanismo más eficaz para silenciar mayorías. La policía, con armas, uniformes y cámaras, produce miedo incluso cuando no dispara. Cada patrulla frente a una plaza pública es una advertencia: el recordatorio de que el espacio no nos pertenece del todo.

En tiempos de posverdad, donde el poder se disfraza de neutralidad, la policía actúa como garante de esa confusión: se nos enseña que “mantener el orden” equivale a “mantener la paz”, cuando en realidad significa preservar intacta la estructura de dominación.

El orden no se sostiene solo con leyes. Se mantiene con cuerpxs obedientes, rutinas domesticadas y vigilancia permanente. Calles, cámaras y semáforos dirigen los flujos de la vida hacia donde el sistema los necesita. La policía se encarga de que esos flujos no se desborden, de que nadie camine por donde “no debe”, de que nadie imagine otra forma de vivir.

 

 

Más allá de la reforma: seguridad sin castigo y cuidado en común

 

Quizá lo urgente no sea pedir una policía “más humana”, sino preguntarnos por qué aceptamos que alguien tenga el derecho de vigilar, golpear o decidir quién puede ocupar el espacio público. Mientras la policía exista como institución del Estado, el miedo seguirá siendo política de gobierno.

No se trata de reformarla ni de confundirnos creyendo que la policía “no hace su trabajo”: lo hace, y su trabajo es custodiar el orden vigente y proteger este sistema. Por eso la “seguridad” estatal administra el miedo y disciplina la disidencia. El punto no es pedir que “no criminalicen” la pobreza o la protesta —porque ese es precisamente su modo de operar—, sino organizarnos con conciencia de ello: asumir qué buscan estas instituciones represivas del Estado y, desde ahí, apostar por el cuidado en común. Cuidarnos entre nosotrxs no es una súplica; es una decisión política: sostener la vida y lo común allí donde el control pretende asfixiarlos.

 

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Desarmar el mito del orden

 

Cada vez que una marcha es reprimida, que un cuerpx es detenidx o que una voz es silenciada, el orden se reafirma. Pero en cada acto de resistencia —cuando alguien graba, denuncia, acompaña, escribe—, ese orden se resquebraja.

La tarea no es solo denunciar la violencia policial, sino desarmar su sentido:

Desarmar el mito de que orden = paz, cuando a menudo significa sumisión.

Desarmar la idea de que la tranquilidad solo se logra por imposición de fuerza.

Desarmar la costumbre de mirar el uniforme como sinónimo de seguridad y entenderlo como advertencia.

¿Advertencia de qué?

De que el espacio público está bajo vigilancia, de que ciertas personas —por su edad, clase, género, origen o por protestar— pueden ser seleccionadas como sospechosas, y de que el uso de la fuerza para proteger el orden vigente es posible y cercano. El uniforme recuerda que hay una autoridad dispuesta a administrar el miedo para mantener ese orden.

Al mismo tiempo, no se trata de “celebrar el desorden”. Se trata de aprender a habitar la inconformidad: sostener el desacuerdo, abrir lugar al disenso y a las diferencias que el orden busca borrar, y practicar el cuidado en común con reglas que nos damos nosotrxs —responsabilidad compartida, escucha, reparación del daño—. No es caos: es apertura responsable que defiende la vida frente al control.

La policía no “falla”: cumple su función de resguardar el orden vigente, administrar el miedo y llegado el caso: reprimir y someter. Por eso nuestra seguridad no puede depender del control, sino de nosotrxs. La paz no es ausencia de conflicto, sino presencia de justicia y cuidado.
Desarmar el orden que nos somete es armar comunidad: reconocer lo que buscan estas instituciones, acompañarnos, documentar, nombrar y sostener lo común.
No pedimos permiso: tejemos cuidado, ocupamos lo público y convertimos la seguridad en cuidados colectivos.

Ante la brutalidad de las instituciones policiales, la opción más viable es cuidarnos en común. No es sorpresa: la policía existe para resguardar el orden que nos somete.

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