Irle a los débiles

Foto: FIFA

Por Juan Pablo Zebadúa Carbonell*

Desde la cómoda posición que me otorga ser un clasemediero con estudios que, se supone, debe ser pensante y políticamente correcto, en el deporte y en esta Copa del Mundo, tendríamos que estar a los débiles. Un lugar común, por supuesto. Despachar emociones por los desposeídos suena bien, y es altamente calificado en lo que el bonachón Pierre Bourdieu califica como los “capitales culturales”, sobre todo en los ambientes universitarios y más cerca de las ciencias sociales.

Está de moda eso de estar del lado de las causas justas, las ambientales, ecológicas, de género, de la diversidad, etc. Nada mal para el entorno hostil donde vivimos. Pero para que la cuña apriete, hay que tener cierta balanza ideológica, de tal forma que no solo se parezca al negocio buena-onda de estar en el lado correcto de la historia, sino una intención, una actitud, pues.

Creo va más allá de eso. Fuera de esta impostura socialmente deslumbrante, irle al débil se plantea como la necesidad de pensar la vida en la posibilidad de todos los cambios posibles. Porque qué aburrido sería estar siempre en lo mismo, viendo juegos, carreras, competencias en donde siempre triunfan los mismos. Y hemos interiorizado tanto las llamadas potencias deportivas que, a veces, dejamos de lado que las mismas pertenecen a países que han dominado todo el tiempo, en todos los espacios y en prácticamente todos los órdenes institucionales, al planeta entero. Qué güeva, la verdad. Ejemplos de todo, y hasta en los deportes los tenemos que venerar. Los juegos olímpicos de invierno son la metáfora de esto: deportes extraños, donde se juega en un clima especial y equipamientos sofisticados y carísimos los cuales, por supuesto, solamente pueden ser comprados en los nevados países ricos y con posibilidad para invertir en ello.

Entonces, si hay sentido que un corredor de fondo etíope le gane a unos rubios oriundos de países donde la necesidad no es una exigencia, donde la condición física no es un extra para aguantar 42 kilómetros, y donde comprar unos tenis de alta calidad para ser runner no signifique ahorrar como loco durante bastante tiempo, como lo sería, quizá, para un flaco atleta africano.

Escuchando la narración del juego España-Alemania, uno de los analistas dijo que sería un desperdicio no ver en las siguientes fases del Mundial a cualquiera de estos equipos. No me lo parece. Ya se ha dicho de lo irracional que es el sistema de competencia en este deporte tan peculiar (entre otras cosas, porque se juega con los pies, lo más bajo de nuestra simetría entre el equilibrio y la razón: los pies solo sirven para correr no para cazar, dijera mi amigo Ángel Cabrera), por lo que unos de sus chistes deberían ser las sorpresas. Dejar de lado lo predecible. Claro que me gustaría ver a Messi y a Ronaldo en esta su última cruzada futbolera; por supuesto, me deleito con el juego matemático de los panzers alemanes; la magia del futbol de Brasil, país más proclive a la danza del toque iconolasta que la certera contundencia de la escuadra española. Pero, al mismo tiempo, también sueño con una final Irán-Ghana… ¿Por qué no? ¿Qué de malo tendría? La única certeza es que veríamos un cambio sustancial en la forma de hacer este deporte, para bien de esa mentalidad progre que cualquiera debería tener a la hora de revisar una historia hecha por los que propician cambios y no se quedan en el conservadurismo de seguir haciendo (y viendo) lo mismo.

Irle al débil es definitivamente una consigna política, no solo en la corrección moral, sino en la capacidad de imaginar mundos distintos (tal vez mejores, no se sabe) y ambientes estrambóticos donde ese orden se trastoca y da paso a la psicosis, tan sana, tan llamativa pero tan peligrosamente obscena, porque asusta.

Me acuerdo del gol de Panamá que le dio el pase en 2018. El país literalmente se cimbró. Un gol, nomás. El llanto a punto de colapso de los comentaristas lo estaban diciendo absolutamente todo. El débil sintiéndose fuerte, por una vez, por un segundo que dura el gol y por esa eternidad efímera que propicia la gloria en el futbol.

No sé cómo celebrarán sus victorias en Alemania o en Italia, pero seguro, siendo del club de los ganadores indiscutibles en las Copas del Mundo, no serán tan evidentes porque el paroxismo del fuerte definitivamente no es el del débil, y eso consiste la gracia política de estar del lado de quién no tiene nada que perder y toda la victoria, toda la grandeza, por ganar.

Por eso, bienvenidos los equipos que no son de la élite mundial de este deporte. Bienvenidos a la suma de su particular gesta Prometeica robándoles el fuego a las deidades para llevarlo al reino de la vida cotidiana, a lo simple, lo que no cuenta en las eficaces ligas del futbol mundial, pero al mismo tiempo tan poderoso, tan terriblemente rebelde que hasta terror les da. El miedo a que el marginado sea Dios por un momento.

* Profesor de la Facultad de Humanidades / Universidad Autónoma de Chiapas

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