Chiapas El Capitalismo en las comunidades indígenas de Los Altos IV

 

Chiapas El Capitalismo en las comunidades indígenas de Los Altos  IV

Gaspar Morquecho

 

ü  Las mujeres sostienen la mitad del cielo, porque con la otra mano sostienen la mitad del mundo.

Mao TseTung

 

                                                                     A las hermanas del Divino Pastor. A 50 años de su silente andar

sirviendo a su pueblo. Al pueblo de Dios en las

comunidades indígenas de Chiapas.

 

Hace un titipuchal de años en una conferencia de cuadros que llevamos a cabo en Tlalpujagua  Michoacán,  un grupo las compañeras insistían en colocar el tema de las mujeres en la agenda de esa organización maoísta. Recuerdo el enfado de nosotros los hombres y también de algunas mujeres convencidas de que ese asunto problema  se “resolvería con el socialismo”. Ricardo, uno de los jefes de esa organización apoyó a las compañeras diciendo: “Las mujeres son la mitad del cielo”. La respuesta fue de risas burlonas acompañadas de un murmullo machista, sin embargo, las aguas regresaron a su cauce. Al parecer todo quedó ahí, por lo cual las compañeras se reunieron por su cuenta para elaborar su agenda propia.

Para escribir la presente, la que tienen frente a sus ojos, me recordé de aquello y me encontré con ese dicho poético del Sol Rojo. Dicen que la frase, es su origen, es de Confucio y que Mao le dio otro sentido para reconocer el enorme papel de las mujeres sostenedoras de la mitad del cielo y de la mitad del mundo. Me parece que esa es una tarea desde los inicios de la especie y que en la actualidad es demasiado pesada.

 

Las mujeres mercancía

En las comunidades indígenas la situación de las mujeres no es mejor: eran o son, una mercancía más. A principios de la década de 1970, descansaba en la dirección de la escuela de un ejido del municipio de Huixtán. Al lugar llegó Pegro, era el mandón del ejido. Durante la charla que entablamos le dije que tenía una hija  muy linda. Ni tardo ni perezoso, me pidió 400 pesos por ella. Era una niña. Una escuelera que cursaba el tercero de primaria. Saber en cuanto vendió este cabrón a su hermanita mayor. Una bella joven huixteca.

A ese ejido llegó una brigada de estudiantas/es e la Prepa Popular para realizar su servicio social para ingresar, de esa forma, a la UNAM. Pasaban el mes de diciembre conviviendo con las familias tzotziles participando en todas las actividades. Una de ellas, levantar la cosecha de maíz. Las compañeras estudiantas se quedaban en las champas para aprender, servir y ayudar en las labores rural-domésticas de la mujer indígena. En los ojos de las compañeras quedaban visibles los estragos del humo del fogón. Resulta que el mismo mandón que me pidió 400 pesos por su hija, ya le había echado el ojo  a una joven estudiante de la brigada de la Prepa Popular y buscó el momento para pedirme que se la vendiera. La joven era una mujer robusta. Como dicen por acá,  galana. Ese era el atractivo.

Por aquello de la mujer objeto en la cultura patriarcal indígena, les cuento que una noche la brigada de estudiantas/es de la Popular prepa, organizaron una su fiesta con todo y baile en el ejido. En una de esas la Mari, una compañera del Comité de Arquitectura en Lucha, se acercó para decirme que Nicolash – un ex comisariado y productor de trago -, le tocaba las nalgas cuando bailaba con él. Me preguntó: ¿Qué hago? ¡¡¡Pus no te dejes!!! Le contesté.

Otra noche, en torno al fogón, compartí la sal (atz’am), la tortilla (vaj) y el café (cajve) con la familia del Pegro, el mandón en aquel ejido. El fuego con su danza pintaba miles de veces y en forma distinta los rostros de las/os niñas/os, de las mujeres y los hombres reunidas/os allí. Su mujer del Pegro – que no hablaba la castilla -, muy cerca del fogón, se cubría parcialmente con su mano, los ojos para evitar el golpe de calor del fogón y para poder presenciar y participar –silente-, de la reunión. Ya se pueden imaginar el deterioro de la vista de las mujeres por tantos años frente a un fogón. El mandón, que bien podía ser cualquier jefe de familia, era el único que cenaba. El único que hablaba. Tenía sobre sus piernas a un su pequeño nieto al que, con una tortilla, le daba probaditas de caldo de frijol. Por supuesto que al invitado le habían servido su café. Una vez que don Pegro terminó de cenar, su mujer pasó los frijolitos y la tortilla al resto de la familia. Eso sí, primero a los varones. La mujer fue la última en cenar.

La autoridad de Pegro se debía a que él encabezó la  fundación de ejido, por años llevó la gestión y por tales motivos fue encarcelado una o dos ocasiones. Al Pegro le gustaba presumir su fortaleza. Cuando construíamos la galera para la manufactura y secado de la teja de barro, don Pegro llegó arrastrando dos morillos atados en su capal (mecapal). Traía las venas y arterias de su fornido cuello a reventar y alardeaba con firmeza: Aquí ai perza. Perza de toro. El sudor le empapaba su ropa.      

Desde la escuela del ejido yo podía ver a las mujeres llevar en su espalda al pequeño hijo, el tercio de leña o el cántaro de agua. En veces cargaban leña y chamaco o agua y chamaco. Su caminar era lento pero seguro. Las vi rajar leña y moler el nixtamal. Habían arrinconado la piedra, el metate pues. La molienda se hacía con un revolucionario invento de molinos de mano con el chamaco amarrado a la espalda. Los keremitos se mecían al ritmo de la molienda. En los cuerpos de las mujeres se marcaba la dureza de los trabajos. No participaban en las asambleas  ejidales y en la Carpeta Básica no había nombre alguno de mujer. Los domingos, las mujeres llegaban a celebrar la Palabra de Dios. Su falda azul oscuro contrastaba con el pulcro y blanco de sus mantillas adornado con un bordado multicolor de flores, que a su vez contrastaba con la piel morena de su rostro que ocultaban casi por completo.

Regresé al chilango en 1973 y por ahí de 1979, de Monterrey me devolví a Los Altos de Chiapas. A mediados de la década de 1980 charlé con el padre Pablo sobre la venta de mujeres. Un tema espinoso que la antropología matizaba con el costumbre de la “dote”. Para entonces las mujeres eran vendidas en 3 mil ó 7 mil pesos.

En una de esas, después del 94 fui de visita al ejido. La primera mujer  que encontré fue a la María. Estaba doblada sobre la batea lavando ropa mugrienta cerca del nacidero de agua. Los años habían pasado. Estaba canosa y su cara avejentada. Era el cansancio de la mujer indígena, madre de 11 hijas/os y ahora abuela de otros tantos. Sesenta y más años de luchar por la vida en Los Altos de Chiapas.

–       María, ¿qué estás haciendo? Le grité con júbilo.

–       Aquí de jaragana. Contestó sonriendo.

Y la María empezó un ceremonial saludo.

– ¿Cómo está tu corazón? Preguntó. ¡Hasta cuándo! Exclamó. Que bueno que ya llegaste. Es bueno que el dueño de la casa venga a visitar. ¿Cómo esta tu mujer? ¿Cómo están tus hijos? ¡Diooooos jcajuaaaal! (Dios mi dueño).

Su casa se había modernizado, no era más el “cuarto redondo” de los antropólogos. Le habían dicho adiós al bajareque y a la paja. Ahora era de block de concreto, de teja y compartimentada. La mecha de petróleo, la candela y las rajas resinosas del ocote, fueron desplazadas por la electricidad. Eran los cambios en dos décadas.

En tiempos de guerra, la pregunta de la María fue: ¿Cómo está la problema?

–       Sigue la bulla, le contesté, el cabrón gobierno no quiere escuchar. Capaz que sos zapatista María. Sonriente la María amenazó: “Te vas a quedar sin nada. Somos robadores pue”.

La María que presenció la llegada de los federales y los combates en Ocosingo, recordando los comentarios de los ladinos del lugar, los repitió con sarcasmo: “Malditos indios pata rajada. Ladrones hijos de la chingada. Pinches zapatistas hijos de su puta magre… así les dicen pue (los ladinos).”  Luego me platicó: “Llegaron otros carros. Eran los soldados, los judiciales, y empezó a sonar sus palmas (de los ladinos). Que bueno que llegaron los que nos vienen a salvar de estos indios hijos de la chingada. Ahora sí los van acabar”, decían los ladinos.

La María tenía como esposo a José. Un buen hombre que predicaba con el ejemplo. Era Tunel (servidor), catequista. Sabía ser suave, cuando tocaba, y severo, cuando tocaba. José y María recrearon la familia del Carpintero cuando al adoptar a un niño le llamaron Jesús, el Chus. A don José también le tocó servir en el ejido como Comisariado y andaba a la vuelta y vuelta. En una de sus vueltas don José llegó a la escuela se reunió con la gente y volvió a salir sin bajar a su casa que estaba a unos 200 metros. ¡No lo hubiera hecho! Esa María alegre, bromista, también se ponía grava.

Resulta que al día siguiente bajé a la casa de María y José, y la María le estaba poniendo una regañiza. La María aprovechó y me pidió que pasara. Me senté al lado de don José que abrazaba a un su pequeño hijo y la María no paró de regañar a don José hasta que salió su coraje: “Mirálo don Gaspar que José tenía como tres días sin llegar a su casa y ayer estuvo en la escuela y no bajó a mirar su casa. No me vino a mirar. ¡Caso soy chucho!” Reclamaba. Don José callado aguantó vara. Don José me miraba y sonreía tímidamente. Ni modos, la María tenía razón y don José no era como el común de los hombres. Era un buen hombre.    

Sigamos con la plática con la María. Se mira cambiada tu comunidad, le dije. Hay más casas, más escuelas, ya llegó el teléfono. Muy poquito, contestó la María, la bendita costumbre no nos deja. El Chus, uno de sus 11 hijos había muerto. La mujer de Lucho –otro de sus hijos-  lo dejó y abandonó a sus cuatro hijos porque, la mujer de Lucho, dice que el Lucho, tiene su querida. A algunos de mis hijos les gusta el bendito trago. Qué le vamos hacer.

La Dolores, su hija de la María, me dijo: “Las cosas ya no son como antes que los benditos hombres llegaban con (garrafones de) trago, hablaban con el padre y la pobre muchacha no tenía palabra. Ahora, ¡bendito sea Dios! Ya (para) mis hijas no es así. Ahí está la Juana de 25 años y no se casa. Dice que no se quiere casar.

–       ¿Y cuántos hijos tienen las mujeres? Pregunté.

–       Unos cuatro, tres, dos. Ya no es como antes. Está la Palabra de Dios y está el doctor y las mujeres ai lo ven que hacen.

–       ¿Y qué dice la Palabra de Dios?, el pregunté.

–        Que no sirve tener tanto hijo, que la mujer se cansa, que no puede mirar la criatura, que no hay comida, que no hay ropa, que no hay escuela…

–       ¿Se cuidan las mujeres?

–       Sí.

–       ¿Cómo? ¿Toman su pastilla, su inyección…?

–       Se cuidan solas. Otras se operan de una vez.

A María le pregunte: ¿Siembras tu hortaliza?

– Soy muy jaragana, contesta sonriendo. Sembramos lo que podamos cuidar.

¿De dónde sacas tu paga pue?

–       Le hablo a Dios. Le digo de mi comida, de mi ropa, de mis hijos, de mi sufrimiento.

¿Y qué te contesta Dios? Me mira sonriendo y dice: Pus nada. Siembro cochitos (cerdos) y de sale la paga.

¿Fuiste a la escuela María?

– ¡Por Dios! Yo me crié como el carnero en el monte. No había escuela.

 Bueeeeno pueeees María. Ya me voy ya. Kop’on batik yan velta. (Hay hablamos a la vuelta)

–       Dios jcajual. Que te vaya bien en tu camino. Esta bueno que el dueño venga a mirar la casa. Aquí está tu cirguela. ¡Lleválo!

 

Salió la María y gentilmente me acompañó hasta onde entró el carro, entonces aproveché para preguntarle: Oye María, don Pedro todavía tiene sus 300 hectáreas en el ejido.

–       Si pue. Fue el mero mol ajualil. Ya lo viste pue. No te quisiste casar con la  Antoña.

–       No pue. El cabrón del Pegro  quería 400 pesos por la Antoña. Si yo nomás le dije que estaba bonita la Antoña.

 

Me quede viendo  como regresaba la María a su lento paso de monte. En el camino me la imaginé doblada en la batea lavando sus trapos mugrientos y dándole vuelta a un montón de recuerdos.  ¿Qué será de la María después de 40 años? En una de esa está paseando alegre en El Jardín. No sé. Si es así, júrenlo que se la pasa bromeando con Dios.

Si en 1973, don Pegro me vendía a la Antoña y luego me quería comprar a la estudiante de la Prepa Popular. Tres décadas después el Sub Marcos le respondía así al Monchis.

“Algunos usos y costumbres no sirven en las comunidades indígenas: la compraventa de mujeres, el alcoholismo, la segregación de mujeres y jóvenes en la toma de decisiones colectivas, que sí es más colectiva que en las zonas urbanas, pero es también excluyente. (…)” http://www.jornada.unam.mx/2001/01/08/004n1pol.html

 

Cuatro años después, en 2005, entrevisté a Dominga, una joven chamula fue ultrajada y su padre reclamó 12 mil pesos por ella:

“Según Dominga, su padre recibió el dinero durante la madrugada, pero solamente 5 mil de los 12 mil pesos, y una vez concluida la transacción, se retiró el papá de Dominga y los tíos del ‘muchacho’. Sola y frente al ‘muchacho’ le escuchó decir: “Tu papá te vendió, tú me aceptaste y ya estás pagada”. http://www.jornada.unam.mx/2005/05/02/informacion/81_dominga.htm

 

En 2012, por efectos de la crisis mundial del capitalismo y la migración en Chamula: “La falta de hombres jóvenes está obligando a muchas jóvenes a permanecer solteras o, siguiendo una costumbre que había disminuido en generaciones recientes, contraer matrimonio plural con un hombre mayor establecido. Actualmente hay 17 hogares plurales (…) con un total de 43 esposas, 26 de ellas adolescentes. (Diane L. Rus y Jan Rus. El impacto de la migración indocumentada a Estados Unidos en una comunidad tsotsil de Los Altos de Chiapas, 2002-2012)

 

¿Continuará?

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