La casa de bambú, la historia de guerrilleros que no creen en Dios pero temen las tentaciones del diablo

Por José Juan Balcázar Moreno

Te invito a presentar mi libro, dijo Saúl hace tres domingos. Y llegó la amenaza: Pero, primero, tienes que leer el libro. Y soltó la carcajada. Mark Twain dijo: Suelen hacer falta tres semanas para preparar un discurso improvisado. Y en esas he andado, garabateando.

Volví sobre las páginas ya leídas, en su primera versión de borrador y en la ya publicada en libro. Volví página por página, a caminar sobre estas sendas, que también es una forma adictiva de salirse de la realidad y entrar a una zona de imaginación que alimenta sensaciones que ninguna droga ni el alcohol son capaces de dar.

Ese domingo de la invitación, Sarelly, Héctor y yo caminamos hacia Mix Up a comprar películas. Caminamos como en mucho tiempo no lo hacíamos, los tres, pero nos hacía falta uno, el gran Pepe López Arévalo, nuestro hermano con quien por 20 años coincidimos en la más feliz incertidumbre de la vida, de periodismo, de literatura, de guerrilla, de Joaquín Sabina, de Carlos Vives, de El General, de vodka, ron y wisqui, todos de los más baratos, de los que te llevan lo mismo a la gloria que al infierno por el mismo precio.

Fueron los años en que un hombre, en silla de ruedas, se convirtió en nuestro amigo de a de veras. Lo era, pero distante, no tan cercano, no tan nuestro, no tan viviendo en nuestro corazón. Saúl era capaz de ser todos nosotros al mismo tiempo. Con Pepe compartía la guerrilla y Lecumberri, con Héctor la literatura, con Sarelly el periodismo ¿y conmigo?, pues conmigo compartía la más absoluta y transparente amistad, que igual compartía con los otros tres que por entonces inventamos un proyecto al que, de la genialidad de Sarelly, se llamó Este Sur.

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Saúl era delegado de la Conasupo. Tenía el poder de las tiendas Conasupo, de las bodegas rurales, de la compra de maíz y frijol, pero tenía un poder aún más grande: el poder de poner la música en las oficinas de la delegación. Gozaba esas jornadas. Despachaba cuanto antes las tareas propias de su encomienda y se disponía a disfrutar de su pasión por las letras y la música. De esa forma, aquellos burócratas, casi en su totalidad de Revolución Mexicana, San Pedro Buenavista, El Parral y pueblos cercanos de la Frailesca, cuya ruta cubría el autobús destartalado de tío Panchito, hacían transacciones comprando granos a ritmo de la mejor música clásica que hayan escuchado en su vida.

Mozart era quien ambientaba las negociaciones para fijar el precio de la tonelada de maíz y frijol. Aquellos caporales, vaqueros, cuida chivos, milperos, tránsfugas en su papel de burócratas y los productores de los granos, sin saberlo, eran hechizados y con el dramatismo de la flauta mágica o la picardía de las bodas del fígaro llegaban a un buen acuerdo. Bien dice el Papa Bergoglio que Mozart conduce a dios, y estos años de Saúl en la Conasupo fueron los mejores, quizá asistido por la música de Mozart y llevado hasta dios.

Era la prehistoria del internet y por ello había espacios más prolongados para la conversación. Sarelly era el encargado de comunicación social y dirigía una revista con nombre de plaga, El Gorgojo; yo era el colado que, en receso laboral (desempleado, pues), se hacía el aparecido cada día para tener oficina, café, internet y conversaciones sobre política, música y libros, gratis. Supongo que para entonces ya se gestaba lo que vendría a ser el primer libro de Saúl, Guerras secretas, sus memorias, cuya continuación, ya novelada, es La casa de bambú, editado por Cal y Arena, que hoy, como gran pretexto, nos reúne, para enaltecer la amistad y celebrar el acontecimiento de la literatura.

El güero Martínez, el culpable de la historia, como el coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, pero él en el lecho de muerte, vencido por el cáncer, habría de hacer recordar sus andanzas en la guerrilla mexicana.

Emparentada con Cien años de soledad en su ambientación, en sus personajes de la costa, la sierra y la selva, ésta, la de La casa de bambú, es una historia de mujeres cuyos poros no expelen sudor sino un penetrante aroma de miel de abeja; de putitas precoces que en su primera vez salieron despavoridas; de viajes con relámpagos y turbulencias que elevaban al éxtasis de la eternidad, haciendo sentir polvo de estrellas, esa parte del universo que era la esencia de las putas chingonas del mundo; de jornaleros chaparritos y enteleridos, de mancebos a los que, cual sapos inflados, se les sale el semen hasta por los poros y experimentan la gloria del orgasmo, la muerte chiquita, como dicen en el istmo; de cuarentonas calenturientas que amasan amantes de un lado y del otro de la frontera sur, donde inicia toda esta travesía de agravios y rebeliones, mientras los maridos cornudos supervisan la poda de los cacaotales; de mulatas con brazos de elefante; de ancianos con cuerpo de búfalos; de viejitas con chichis como guanábanas y árboles de guanábanas que sirven de mástil para ahorcarse y de viudas cuyo luto curaban poniendo un buen putero.

Es una historia de asesinatos y venganzas. De caciques desgüevados. De muertos a balazos o muertos de pura tristeza. De asesinos recatados que ni por curiosidad o morbo se atrevían a comprobar qué tanta verdad había en que las hijas del cacique tenían las nalgas blanditas y la pubis de vellos rojos como tomates, que antes de cometer esa malicia las molían a cuchilladas y a garrotazos. De asesinos malhablados: Metámosle otros plomazos al viejo cara de verga, dijo uno, refiriéndose a don Ponciano, el cacique del pueblo a quien venadearon fallidamente y se llevaron de corbata a su hijo, que era bien güevón pero no chingaba a nadie.

Es una historia de casamientos por las tres leyes: la civil, la de la iglesia y la de los pendejos. Una historia de líderes agrarios embaucadores de serafines y serpientes, que se pasaron la vida viéndole la cara de pendejos a todos; de marranas pintas, enormes y gordas, de cochas enfrenadas ninfómanas que, en las noches de cielo sereno y luminoso, no tenían sosiego carnal y acosaban a los bolos, hasta que un matón fuereño, de tres machetazos, acabó con esas noches de orgasmos múltiples.

Una historia de muertes inesperadas e intestamentadas; de obispos avaros que ante la menor rendija de apropiarse de lo que no es suyo lo hacen, como el obispo abusivo del pueblo que, quitado de la pena, dijo que don Ponciano a su muerte, tres años después de la emboscada fallida, había dejado 70 por ciento de su riqueza para la pobre y santa iglesia; historia de curas cuya carne es débil, como el compañero Águila que, religioso y guerrillero a la vez, también gozaba como cualquier mundano de las mieles de la fornicación y ya de viejo, pasada la llama del deseo, se juntó con un ranchero igual de viejo que él, sólo atraído por la llama del amor cortés, como describió Octavio Paz en La llama doble.

Una historia de líderes campesinos bragados, perseguidos, acribillados, de normalistas rurales derrotados pero con un sueño inagotable de cambiar al mundo, enfermos de tiricia y enculamiento, mal que redime o esclaviza al más bragado de los hombres o a la más puta de las mujeres; una historia tierna con flechazos de cupido como toques eléctricos que acalambran el espinazo, desde la nuca hasta el culo. De discusiones filosóficas  como ¿qué es el himen? Que si es como una tripa de cerdo frita o un rinconcito sagrado que pierde a los hombres.

Historia fantástica e ingenua de finqueros metidos en el fundillo del mundo, en la selva, como don Pepe que, poseyéndola, confiesa a una sueca, conocida como la gringa loca: Fui tan pendejo que llegué a creer que eras transparente, como las cuijas. Eso decían los indios que te veían con tus chichitas vírgenes de perra y con el triperío lleno de hierbas machacadas dentro de tu panza iluminada por los rayos de sol; historia de muchachitas de labios húmedos, sensualísimos, de puta virginal, con pechos grandes, redondos, retadores, olorosos a chicozapote recién caído del árbol.

Historia en la que hay muertos con los ojos y dientes pelones, o las panzas infladas como una pelota; de indios, de campesinos, comerciantes, padrotes, putas, finqueros y un coronel que se casó con una fea para evitarse el mal momento de matarla cuando la sorprendiera con otro hombre o, incluso, con el mampito del pueblo, porque, decía, todos los maricones, sin excepción, en algún momento tienen su ratito de hombres, los muy cabrones.

Pero es ante todo una historia de guerrilleros que no creen en Dios pero temen a las tentaciones del diablo, que son completamente humanas y terrenales, de guerrilleros de carne y hueso que comen y se zurran, que duermen y sueñan, que aman y desean, que matan a enemigos y ajustician a traidores, que matan y que también mueren; de comandantes convertidos en sacerdotes ateos que juntan, que casan y, si aquello no funcionaba, intervienen para reacomodar a las parejas; una historia que muestra la ingenuidad guerrillera a partir de los eufemismos revolucionarios o la candidez de Dorotea que piensa que en el Palacio Negro de Lecumberri, las mazmorras de la burguesía, como las llamaba el Güero, iba a encontrarse a Pepe el Toro con su uniforme a rayas negras y blancas, pero sólo se encuentra con un Güero Martínez, enterito, pensando ya en una nueva vida.

Una historia cruenta de sueños, de triunfos y derrotas, de libertad y cárcel, de amor y torturas, de coroneles amanerados, a quienes el Güero describiría como “mariconcitos pequeño burgués ilustrados”; una historia de muchachos armados que, como dice Nicolás Reyes Nucamendi, el narrador de toda la historia, protagonizaron la guerra que costó el parto de la democracia, una guerra sordomuda, secreta y sucia, librada en los intestinos del cuerpo social, con un saldo vergonzoso de miles de muertos.

Una historia que es homenaje al poeta Ugo y Joel, hermanos de Saúl López de la Torre, muertos en el calor de la guerrilla; un guiño a Pepe López Arévalo, un guerrillero que encontró en el periodismo el puente para cruzar de la clandestinidad a lo público, a estar en primera línea defendiendo una idea, exponiendo una tesis, abriendo brecha para la libertad propia y, sobre todo, de los demás, de los que no tenían voz, los marginados, los jodidos.

Un libro que es un registro de las andanzas guerrilleras, del arribo al poder de los norteños y su fracaso de perpetuarse en él, y un registro del surgimiento del último movimiento guerrillero en la selva lacandona, que avivó la esperanza de quienes un buen día dejaron todo, tomaron las armas y se fueron en busca del sueño de imponer la dictadura del proletariado.

Un comentario en “La casa de bambú, la historia de guerrilleros que no creen en Dios pero temen las tentaciones del diablo”

  1. Cuahutli
    14 febrero, 2014 at 0:36 #

    Disculpen pero cual es el libro al que se refiere el personaje de Don Ponciano?
    Yo leí ese libro en la secundaria, pero no recuerdo el título. Me gustaría volver a leerlo fué de mis lecturas favoritas en la escuela. Grácias

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