Definición de balcón

El diccionario dice que un balcón es: “hueco abierto al exterior desde el suelo de la habitación, con barandilla por lo común saliente”. Me encanta la definición, en la misma medida que me encantan los balcones. Creo que es el elemento más libre de la casa. Si pongo atención a lo que el diccionario dice puedo imaginar un balcón en un cuarto que está en el piso número 82 de un rascacielos (algún día escribiré acerca de la palabra “rascacielos”. ¿A quién se le ocurrió esta metáfora tan bella? Gracias a esta palabra, un edificio lleno de trabes metálicas y entrepisos de cemento puede verse como una figura grácil que casi vuela. Casi puedo ver el instante en que el edificio sólido y frío saca sus “manitas” y le rasca la panza al cielo. Pero, bueno, ahora debo regresar al balcón).

Si imagino que soy el director constructor del piso 82 puedo pedirle a un albañil que abra un hueco en la pared y haga una extensión del piso. El balcón, entonces, queda como suspendido sobre el aire. Todo el piso del cuarto está sostenido sobre grandes pilotes, pero el balcón, ¡Dios mío, qué prodigio!, ¿con qué se sostiene? ¿Hay un travesaño que elimine la idea de su fragilidad? Si imagino que soy habitante de ese piso 82, mientras camino por la sala, por la cocina o por el baño, tengo la idea de que todo es un Todo, pero cuando, instante sublime, corro el cancel de cristal y pongo un pie en el balcón es como si yo me apropiara de un par de alas y fuese como un pájaro. Puedo, desde el piso 82, igual que el rascacielos, alzar la mano y tocar la pancita del aire; puedo, desde ese puerto anclado en la transparencia, inclinarme sobre la barandilla y ver cómo, allá abajo, los hombres y mujeres, como hormigas, van de un lado para otro, casi confundidos. Desde ese espacio, ellos, los de abajo, ignoran mi presencia. Para ellos, los de abajo, soy un ser inexistente. Pero ellos no saben que yo los veo, que yo tengo la inmensa posibilidad de convertirlos en una multitud anónima y que, si lo deseara, si así me fuese concedido, podría  aventar un pequeño guijarro, no más grande que un puño, y, con el empuje de la velocidad en caída libre, cuando el guijarro llegara hasta donde ellos caminan, al golpear contra la cabeza de uno de esos mortales le causaría una herida que no sería de gravedad, pero que, tal vez, necesitara que el hombre dejara de hacer lo que hacía, dejara de dirigirse hacia donde se dirigía y requiriera entrar a un hospital a solicitar los servicios de una enfermera o de un médico. Cuando la enfermera lo sentara en el borde de una cama y preguntara qué le sucedió, el hombre no sabría qué decir. Nunca se le ocurriría pensar que yo, desde el piso 82, había aventado un guijarro pequeño. Y es que el balcón alienta a la levedad, tanto del pensamiento, como el de la acción.

Siempre he pensado que el origen de los cuentos que hablan de las alfombras voladoras está en la idea de balcón. Porque, como bien dice la definición de diccionario, el balcón es una simple extensión del piso del cuarto, una extensión que toca el aire. La alfombra voladora no es más que una extensión de aquélla que está tirada a mitad del piso de la sala. La alfombra voladora no es más que la travesura de dos niños que la jalan, la jalan y la jalan hasta llevarla al hueco que está a mitad de una pared del cuarto y abre al exterior.

En Comitán, los balcones están casi al ras de la calle. Los edificios de Comitán apenas alcanzan la altura de dos o tres pisos. Cuando a mi tío Eugenio se le ocurrió construir un edificio de tres pisos, mi tía Eusebia lo amenazó y le dijo, en su lenguaje florido, que le cortaría lo poco que Dios le había dado para dar hijos, si le ponía balcones a las recámaras. “Me da vaguidos”, dijo mi tía. Y es que, todo mundo sabe, el terror al vacío es fuerte. Hay gente que se marea cuando sale al balcón y, desde una cierta altura, mira hacia abajo. Los seres humanos tenemos un ansia de vuelo, pero, a la vez, somos muy temerosos. Dudamos de la fortaleza de nuestras alas. Esto es así, porque muchos adultos son expertos en cortar alas a los niños. Los adultos les hacen a los hijos lo mismo que hacen con los loros de las casas: para no tenerlos todo el día en la jaula les cortan las alas, así pueden estar en el patio de la casa, pero no pueden alzar el vuelo. Triste destino el de los loros, triste destino el de los niños cuyos padres los tratan como loros.

Me gustan los balcones. No importa que ellos estén al ras del suelo. Me gusta salir y pensar que ese espacio es el más libre de la casa, porque es como una extensión del piso, como un injerto de ala. Pongo mis manos sobre el barandal y siento el aire y creo que sí, que ¡es posible el vuelo!

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