El mundial es ficción

Gobernador de Chiapas Manuel Velasco regala un balón el embajador de Estados Unidos. Foto: Icoso

Gobernador de Chiapas Manuel Velasco regala un balón el embajador de Estados Unidos. Foto: Icoso

Por Pablo Alabarces/Revista Anfibia

Decía el poeta inglés Coleridge que frente a la ficción se produce una suspensión voluntaria de la incredulidad. Esperamos que algo grande nos ocurra aunque otros vayan a hacerlo. ¿Tiene sentido gritar un gol? ¿Ganamos y perdemos? ¿O ganamos los cuarenta y un millones de argentinos y pierden los once que están en Río? El sociólogo Pablo Alabarces reflexiona en este texto mundialista y anfibio.

1. El chico de la estación de servicio que acaba de putear a Messi, la señora que plancha mientras su marido ve el partido, el abuelo que no oye ni ve bien, los taxistas que no están manejando sino concentrados en el televisor, van a gritar al mismo tiempo. Dirán “gol” a los tres minutos y, luego, otra vez, a los veinte del segundo. Gritarán: “¡Vamos!”, “¡Ahora sí!”, “¡Vamos que podemos!”. Y cada vez lo harán en primera persona del plural. Igual que el Pollo Vignolo, el relator oficial, a quien el “nosotros” no se le cae de la boca: “vamos, no nos hagan sufrir”. Parece que algo nos está pasando. Parece que jugamos, que sufrimos, que gozamos. Que esperamos que algo grande nos ocurra, aunque ellos vayan a hacerlo.

2. Frente a la ficción, se produce una “suspensión voluntaria de la incredulidad” (willing suspension of disbelief). (La idea no es mía, sino del poeta inglés Coleridge). Esto es lo que permite, decía Borges, que creamos que ese señor llamado Hamlet realmente perdió a su padre a manos de su tío, y que por eso puede volverse loco y hacer la cantidad de macanas que hace en escena. A veces falla: por eso algunos gauchos saltaban a la arena del circo a defender a Juan Moreira, cuando los Podestá representaban su obra en los circos criollos. Pero generalmente funciona. Por eso, por ejemplo, lloramos en el cine: porque creemos que el padre protagonista de El gran pez no es Albert Finney sino Edward Bloom y que se está muriendo, de veras. Es tan simple como eso.

Por eso, también, lloramos hace veinte años cuando Maradona fue expulsado del Mundial de 1994. Porque creíamos demasiadas cosas –posiblemente, nuestra incredulidad estaba suspendida por demás, exageradamente: creíamos que Maradona representaba un ideal democrático, que era la supervivencia del peronismo plebeyo e insurrecto e irreverente, y que era castigado por eso, y que la sanción y la derrota implicaban el fin de ese relato.

La primera es la más obvia: que las selecciones son países y que representan a sus sociedades. Una ficción que no resiste el menor análisis racional: apenas le damos dos vueltas, comprendemos que veintitrés tipos, jóvenes plenos de vigor, hormonas activísimas, rodillas en buenas condiciones y dinero, no pueden ser representativos de sociedades infinitamente más complejas, donde las mujeres son mayoría y donde gran porcentaje de los hombres no podemos dar dos pasos sin quejarnos de algún dolor (para no hablar, en comparación con esos veintitrés, de lo mal que jugamos al fútbol).

Y sin embargo, creemos, de a ratos, en esa ficción: una enorme cantidad de hombres y mujeres creemos en ella, con mayor o menor énfasis, y en ciertos momentos cedemos a la primera persona del plural, aún en contra de nuestras convicciones más acendradas: “ganamos”, “perdimos”, “cómo nos rompieron el orto”. (Siempre se trata de hombres: la patria, deportiva o políticamente hablando, es cosa de machos, que son los que la inventan y administran. Puede pasar con el rugby, donde esos quince gordos cantan el himno con el protector bucal puesto como si estuvieran a punto de entrar en batalla.

No puede pasar con el hockey femenino: las minas no pueden ser la patria, sino apenas un complemento simpático y erótico).   En realidad, esa ficción es dependiente de otra, anterior y más complicada: la propia existencia de algo llamado “naciones”, un invento moderno, que no tiene más de doscientos años.

En términos racionales, una nación es una abstracción jurídica, que nos impone una condición de identidad en una inscripción y un documento: ser argentino es sólo haber sido anotado en un registro civil y tener un pasaporte. Si eso fuera todo, no habría durado tanto: pero ocurre que las naciones, para sobrevivir y consolidarse, tuvieron que inventar una larga serie de ficciones –ahora sí: relatos, narraciones, símbolos– que le dieran a la cuestión jurídica algún costadito afectivo.

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