Deporte extremo

Escalando. Foto: Cortesía

Escalando. Foto: Cortesía

 

Por Enrique Robles Solís

 

“En dondequiera que se viva, comoquiera que se viva, siempre se es un exiliado”

Álvaro Mutis

Cuando el despertador sonó imperativamente en punto de las cinco cuarenta y cinco de la mañana, Aurora estaba despierta desde hacía mucho tiempo. Acostada, meditaba sobre los pasajes de su vida que la habían marcado, que había cambiando el rumbo de su destino. Recordó con nostalgia y a la vez con coraje y decepción, a su papá. Al héroe de mil batallas que desde su taxi trabajaba todos los días para llevarles el sustento y que al final, una tarde de verano, decidió irse a vivir a Jalapa con la muchacha que contestaba los teléfonos en la caseta del sitio de taxis, quince años menor que él, con quien en secreto, mantenía una relación desde hacía muchos años. Recordó con tristeza y decepción, la circunstancia de que se vio forzada a estudiar la carrera de administración de empresas, ante la imposibilidad de estudiar la carrera de antropología porque ninguna universidad del Estado la ofrecía y se convirtió en administradora de empresas en vez de antropóloga que era su sueño dorado. No podía olvidar los acontecimientos bochornosos que pasó, cuando el gerente del banco en el que trabaja como cajera, se dedicó a acosarla hasta el grado de verla obligada a recurrir a derechos humanos y a un amigo periodista para lograr que dicho gerente cesara en sus intenciones de conquistarla. Se acordó también todo lo que tuvo que hacer para investigar si Roberto, su hermano menor, fumaba mariguana. Se dedicó a seguirlo y a constatar con sus amistades en el viejo y bravo barrio de Terán en donde vivían, hasta que llegó a la feliz conclusión que todo era una falsa alarma.

 

Sus pensamientos se interrumpieron cuando una línea tenue de luz entró por la ventana de su habitación. Empezaba a amanecer y los rayos del sol asomaban discretamente por su pequeño dormitorio, muy bien decorado con objetos que recogía en cada una de sus caminatas y expediciones, habitación que aun conservaba la humedad provocada por el aguacero que había caído toda la noche. Se despojó con rapidez del pijama de algodón y en un santiamén estaba vestida adecuadamente para iniciar su aventura. Salió de su habitación y atravesó la pequeña sala y comedor, de igual manera muy bien arreglados y limpios, en donde sobre un sillón de la sala, reposaba un inerte osito de peluche, regalo de un novio con el que había terminado mucho tiempo atrás, para dirigirse a la habitación de su mamá que la compartía con la abuelita. Al entrar a la habitación, con todo cuidado se acercó a doña Flor, quien la oyó entrar y le dijo con voz baja:

—entra hijita ya estoy despierta, ya tomaste tu café?

—Ahorita lo tomo. Ya me voy, regreso en la noche, contestó Aurora con voz igualmente baja, para evitar que despertara la abuelita, que dormía y roncaba a pierna suelta.

—Dios te bendiga, cuídate mucho, replicó doña Flor con voz amorosa.

 

Aurora cerró muy despacio la puerta de la habitación y justo cuando se decidía a calentar en el microondas una taza de café, sonó su celular.

 

—Si? Contestó Aurora.

—Ya estamos aquí amiga, te esperamos en el carro, dijo la voz del otro lado.

—Ya voy no me tardo, contestó Aurora.

 

En la puerta de la casa, junto al medio baño de la entrada, debidamente ordenados se encontraban todos los utensilios y objetos que Aurora utiliza para sus actividades de fin de semana. Uno a uno fue tomando los objetos para contarlos y advertir que no faltara nada. Las cuerdas de nylon, las cuerdas para anclaje, los mosquetones con seguro, el arnés de cintura, el cabo de seguridad, el casco, los guantes, el descensor y los zapatos. Listo, no falta nada, pensó Aurora recogiendo todas sus cosas para salir a la calle.

 

Al salir, se encontró en la puerta de la casa a sus amigos Francisco y Pilar, quienes la esperaban dentro de una moderna camioneta. Le sonrieron al verla y Francisco le hizo una seña para que Aurora pusiera todas sus cosas en la góndola de la misma, en la que advirtió estaban también las cosas de ellos y una hielera roja que usaban cotidianamente para llevar alimentos, refrescos y cervezas.

 

—Hola, buen día, dijo Aurora al entrar a la camioneta.

—Buen día contestaron al unísono Francisco y Pilar.

—Es el nuevo de Mijares, dijo Aurora al escuchar el disco compacto que estaban oyendo, está buenísimo. Un disco para ardidos, contesto Pilar, soltando una sonora y tempranera carcajada.

 

Francisco y Pilar, integran un matrimonio joven, que comparten con Aurora y otros amigos el mismo deporte. Ambos son arquitectos, tienen un despacho particular y conocieron a Aurora en una expedición que hicieron al cañón del río la venta, en donde después de convivir dos días en ese lugar, concretaron una buena y limpia amistad. A partir de ahí, todos los fines de semana se dedicaban a buscar lugares para caminar, hacer senderismo, tomar fotos, y concluir con escalar y bajar montañas y simas. Consiguieron todo el equipo necesario en Monterrey y ayudaron a Aurora, con una de sus tarjetas de crédito, a comprar también su equipo. Ese día, después de un detallado análisis, decidieron descender a la “sima del tigre”, ubicado a diez kilómetros de la “sima de las cotorras”, en el municipio de Ocozocoautla.

 

Los tres aventureros iniciaron el camino, salieron de la ciudad para  tomar el serpenteante camino hacia Coita, una población apacible y tranquila, en donde sus habitantes se acuestan a dormir muy temprano y se levantan a trabajar igualmente de madrugada. En ese lugar, en el parque central, ya los esperaban Rigoberto y Fidel, dos expertos conocedores de los caminos y de las simas, quienes invariablemente los acompañan y disfrutan de la compañía de los tres profesionistas aventureros. Al llegar al lugar, éstos los recibieron con una amplia sonrisa y si decir palabra depositaron sus equipos en la góndola de la camioneta y se subieron a ella de un brinco, para seguir su camino. Después de cuarenta y cinco minutos de un camino lleno de paisajes, llegaron a la sima de las cotorras, en donde desayunaron bajo la sombra de un frondoso árbol de chumish, al ritmo del canto de los pájaros y el arguende de las cotorras.

 

Una vez que desayunaron y levantaron todas las cosas, se dirigieron hacia su objetivo: la sima del tigre. Un lugar poco conocido y explorado, a tres kilómetros de distancia de la sima de las cotorras, al que se llega por un camino difícil entre piedras inmensas y veredas llenas de monte, arbustos y espinas, al que únicamente podían llevarlos Rigoberto y Fidel quienes conocían el lugar y sus intrincados caminos, como la palma de su mano. Acostumbrados a caminar el grupo llegó con buena condición física a la sima y una vez que estuvieron ahí, se reunieron para establecer la estrategia del descenso.  Rigoberto indicó que primero tendría que bajar uno de ellos y posteriormente las dos mujeres, para que a continuación bajaron los hombres restantes. El ascenso sería al revés, primero subirían todos los hombres y al último las dos mujeres, esto para evitar cualquier eventualidad y los hombres pudieran subir jalando a las mujeres en caso de que éstas no lo pudieran hacer escalando, partiendo del principio de que físicamente ellos eran más fuertes. Todos estuvieron de acuerdo y se enteraron por Fidel, que descenderían cuarenta metros hasta llegar al fondo de la sima, usando todo el equipo que llevaban para el rapel, utilizando para bajar el nudo cabeza de golondrina que era el adecuado para ese tipo de descensos.

 

Con la habilidad que les otorga la experiencia, y una vez que ataron la cuerda en el punto de anclaje elegido por Fidel, todos descendieron al fondo de la sima. El descenso se les dificultó un poco, dado que las rocas y los huecos de éstas, se encontraban húmedos y resbalosos, por el estado natural en que se encuentran y por las inmensas sombras de los árboles que cobijan a la sima, pero con el arnés de cintura que llevaban y los mosquetones de seguridad, además del ánimo y la pasión por descender, la travesía se les hizo segura. Una vez que pisaron tierra, uno a uno se fueron despojando de la cuerda ataja al mosquetón de seguridad, para quedarse con el arnés y estar en condiciones de caminar por todo el contorno de ésta. El fondo de la sima es extraordinario, árboles frondosos y llenos de nidos de pájaros cobijan su entorno. Huele y se siente la humedad permanente de la misma, la hojarasca simula una eterna alfombra y en las cuevas se aprecian vestigios de culturas pasadas, las que se mantienen intocadas precisamente porque en la sima se encuentran por si mismas protegidas.

 

Sin darse cuenta se les fueron las horas, fue Rigoberto quien sugirió empezar a subir para evitar que los sorprendiera la noche y estuvieran en condiciones de regresar aun con la luz del día, a la sima de las cotorras, lugar a donde dejaron la camioneta. Sin mayores dificultades y de acuerdo con la estrategia trazada, todos subieron escalando entre las piedras y las oquedades que permitían una ruta segura para el ascenso.

 

Cuando Aurora regresó a su casa, encontró a doña Flor fumando un cigarrillo. Antes que Aurora le dijera algo, quien la miraba con ojos de protesta y reclamo, ella se adelantó diciéndole:

 

–Hija me tenías muy preocupada! Son las diez de la noche y apenas estás llegando. Acabo de ver en la tele que están matando mujeres, que hay femini no se que, por todas partes,!!

— Con voz pausada y de resignación Aurora le contestó: y por eso estás fumando no?, a pesar de que mi tío Pancho te lo prohibió y te explicó que te hace mucho daño. Ah! y lo que dices que hay en nuestra tierra se llaman feminicidios, concluyó Aurora con tono autoritario.

Doña Flor pareció oportunista al decirle, haciendo a un lado el cigarrillo de su boca. Por cierto, tu abuelita está muy enferma, tiene 39 de calentura y no se le baja. Ya le hablé a tu tío Pancho y me recomendó que se tome un tempra. Porqué no vas al Oxxo de la esquina a comprarlo? Preguntó dona Flor un tanto angustiada.

 

Ante el asombro de ésta, Aurora que había dejado su equipo de rapel en la puerta de la casa, ahí a un lado de la maceta que tiene una hermosa ¨cola de quetzal¨, de nueva cuenta empezó a ponerse el equipo. El arnés, los mosquetones de seguridad, las cuerdas colgadas al hombro y además fue a su recamara y descolgó una pequeña hacha que tenía en la pared, de la cual podría apreciarse, por el brillo, lo filoso de ésta.

 

—-Qué estás haciendo, te volviste loca? Preguntó doña Flor, con los ojos abiertos, alarmada y casi gritando, al ver la actitud de Aurora.

— Nada de eso mamá, dijo Aurora pausadamente, salir a la calle a esta hora, es un deporte extremo.

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