Definición de Sandía

agua de sandia

 

¿Es de Tablada? No lo sé. Pero si debiera consultar un libro para saber la definición de “sandía” no recurriría (por esta vez) al diccionario. ¡No! Bastaría acudir a mínimas letras con aroma a haikú para saber a ciencia cierta qué es una sandía: “¡Del verano, roja y fría carcajada, rebanada de sandía!”. ¡Ah, qué maravillosa definición! Cualquier lector puede, ahora, pasar a leer la columna del Maestro Sarelly o la columna de Héctor Cortés Mandujano, porque, de acá en adelante, todo lo que se diga de sandía será un mero desperdicio, como cáscara de naranja en basurero.

Si insisto en colocar otras palabras sobre este colgadero, a manera de sábanas húmedas para que se sequen, es por el misterio del agua de sandía. Desde niño me sedujo ese enorme chunche de cristal que contenía el agua de sandía. ¿De dónde ese color tan rojo? El color del agua de sandía supera, en mucho, al color rojo de la propia sandía. El Mario, que siempre fue muy abusivo conmigo, me decía que ese color rojo del agua de sandía, provenía de la sangre de las ratas del mercado. Me contaba que doña Azucena (dueña del local donde vendían la fruta) había dispuesto a todo un ejército de muchachitos que se dedicaba, por las tardes, cuando ya todo mundo había cerrado las carnicerías llenas de mosca, a buscar ratas en las bodegas. Los muchachitos estaban provistos de garrotes, a manera de bat, con lo que atrapaban a las ratas. Luego, este ejército llevaba las ratas a doña Azucena, quien, sobre una mesa de madera, tenía un chunche de esos que usan los carniceros para moler la carne, y ahí metía a las ratas muertas. La sangre que quedaba en el plato la usaba, al otro día, para entintar el agua de sandía. Yo ponía cara de vómito y entonces él se reía, me golpeaba, afectuosamente, el pecho y me decía que no, que no era cierto, que todo era una broma, que cómo iba a creer. ¡Ish!, decía él y hacía una cara de vómito también. No, no, decía, el sabor del agua de sandía es espectacular. Entonces me llevaba al puesto de doña Azucena y pedía dos vasos. Doña Azucena llenaba dos vasos de cristal, Mario chocaba su vaso contra el mío y decía ¡salud!, y disfrutábamos esa agua tan sabrosa.

Pero ¿de dónde, entonces, ese color tan lleno de pasión? Mi tía Romelia tenía una teoría. Me contaba que ese color brasa de fogón lo proporcionaba la pulpa, decía que doña Azucena molía la pulpa por la mañana y la echaba al vitrolero, pero Mario se carcajeaba de esa teoría: “Pendeja, tu tía. ¿Vos pensás que doña Azu va a botar su dinero?

Lo cierto es que, hasta la fecha, ahora ya de viejo, no sé de dónde toma ese color boca de putita el agua de sandía. Pero lo que sí sé es que me sigue seduciendo. Cuando paso por el puesto de la hija de doña Azucena me acerco al vitrolero y veo ese prodigio de color Tamayo y estoy a punto de preguntar cómo le hacen para traer el agua del Mar Rojo, pero (tímido como soy) no lo hago. Sonrío, como niño, como si Mario estuviese a mi lado y pido un vaso, veo cómo la mujer toma el cucharón, lo hunde en ese lago corazón y, con un movimiento de cascada infinita, llena el vaso y me lo ofrece, con la misma sonrisa que su mamá nos lo ofrecía cuando, niños, Mario y yo íbamos al mercado.

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