Lo inquietante en “La dictadura perfecta”

La dictadura perfecta

La dictadura perfecta

Por Antony Flores Mérida

“Hay que herir al mundo para hacerlo hablar”.
Norbert Bolz, filósofo alemán.

Resulta grato tener que batallar un poco para encontrar un lugar en la sala que proyecta “La dictadura perfecta” en uno de los complejos de cines que se encuentran al poniente de Tuxtla Gutiérrez. No faltó quien cargó con el bebé en brazos con tal de alcanzar una función en el fin de semana de estreno de la cinta protagonizada por Damián Alcázar y dirigida por Luis Estrada, quien tiene en sus haberes otros filmes como “El Infierno” y “La ley de Herodes”.
Las ocurrencias del presidente de la televisión, las aberraciones de un gobernador, el cinismo de una empresa televisora, narrados en clave de sátira, empujan a la risa, a la carcajada amplia. Y si alguien se queda callado por unos segundos en medio de la sala, casi puede escuchar bajo la carcajada, el estertor.
A través del recurso de la comedia y sobre todo, con un Alcázar en el papel de Carmelo Vargas —guiño, seguro, a Juan Vargas, a quien conocimos antes como el alcalde de San Pedro de los Saguaros—, se pasa revista a una serie de temas que no nos son desconocidos: los videoescándalos, los gazapos y ocurrencias presidenciales, la narcoviolencia, el narcogobierno, la construcción mediática de perfiles políticos y el desvío de recursos públicos a empresas de comunicación, etc.
Se trata de un anecdotario, pues, que nos refresca la memoria sobre los casos Paulette, Florance Cassez, el “Gober Precioso”, la adolescente pero efectiva alianza PRI-PVEM, el uso de estrellas televisivas para engordar el capital político de precandidatos, un largo etcétera que, a ratos, agobia.
Durante más de dos horas (143 minutos, para ser exactos), se nos representa en la amplia pantalla un tema que no nos es desconocido y que, antes que risa, debería sonrojarnos. Sin embargo, es bien válido reír. Es un recurso que, al menos, debemos decir, no nos han quitado.
En medio de la indignación nacional a la que ha movido la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa, junto a otros hechos de clara violencia de Estado (la ejecución sumaria de delincuentes en Tlatlaya por parte de elementos del Ejército, el ocultamiento de homicidios de mujeres en el Estado de México, la ejecución de un líder panista en Guerrero a manos de sus correligionarios, la duplicación de la violencia del crimen organizado en el país, el aumento del endeudamiento público en los primeros dos años de administración de EPN, la sospechosa entrega de megainversiones en infraestructura a empresas ligadas al poder, la invisibilización de las injusticias a los padres y madres de la guardería ABC, el olvido de las masacres en el norte del país, la crisis de migraciones en la frontera sur por las modificaciones en la política migratoria, etc.) lo que inquieta de la cinta “La dictadura perfecta” no es tanto lo que dice —que sin duda, impacta— sino, precisamente, lo que no llega a decir.
Los guiños, las frases soltadas en momentos exactos, la sospechosa verosimilitud de ciertos momentos de la cinta donde se omiten palabras para ofrecer un discurso que dice más, precisamente, por lo que calla.
Lo que no muestra, lo que no alcanza o se niega a contar y, peor, lo que no nos imaginamos que pueda llegar a ser contado, eso es lo que inquieta en “La dictadura perfecta”. Al finalizar la cinta, un pequeño ejercicio de imaginación sobre lo que no nos cuentan resulta en una sensación previa al pánico. Y no es para menos. Sin embargo o precisamente por ello, la realidad de nuestro país se encargará de dejar en el estante de las anécdotas a la cinta de la dupla Alcázar-Estrada.
Se trata de una película que merece la pena ver para darse la oportunidad de emitir un juicio, de tomar una posición. Y, claro, reír. Sostenerse la barriga adolorida por la carcajada. Reír a mandíbula batiente.
Si usted que lee hace eso, reír por unos buenos 143 minutos, sólo espero que pueda seguir haciéndolo cuando abandone la sala. Y si no puede, ¡qué mejor! Quizá tenga ganas —si no las tuvo antes— de indignarse.

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