Pintando emociones

Ilustración: Mónica Corzo Aguirre/ Crayola sobre papel bond

Ilustración: Mónica Corzo Aguirre/ Crayola sobre papel bond

 

Por Mónica Corzo Aguirre

Cinco historias se entrelazan en nuestro interior. Les hemos dado nombres: amor, ira, miedo, tristeza, felicidad. Todas coexisten, se cruzan, se confunden, se manifiestan, y pueden, incluso, crear nuevas emociones producto de la mezcla de una con otra: la ira suele convivir con el miedo, y el amor algunas veces va de la mano con la tristeza. Ninguna es mejor ni más valiosa que la otra. Todas son importantes y útiles. Las emociones existen, están en nuestro código biológico y no hay forma de extirparlas, y en el transcurso de nuestra vida se manifiestan en diferentes momentos y rigen, en gran medida, nuestra toma de decisiones.

Tradicionalmente estamos educados para tratar de reprimir o esconder las emociones que han sido etiquetadas como “negativas”: la ira, el miedo, la tristeza. Desde niños nos instruyen “no llores, no te enojes, no estés triste”; y negar a un niño el privilegio de sentir y manifestar sus emociones es también negarle la oportunidad de reconocerlas y, por tanto, de aprender a vivir con ellas y llegar a ser un adulto emocionalmente inteligente, que sabe y acepta sin derrumbarse que habrá dolor, habrá incertidumbre, habrá amor y felicidad, incluso habrá pérdidas.

El sistema educativo actual se cuestiona y discute en todo el mundo, y se replantea las prioridades en la formación del individuo. En los centros de estudios las áreas de competencia se han centrado en el desarrollo de las ciencias exactas y han dejado de lado, casi en su totalidad, los demás aspectos del desarrollo. Los centros de trabajo empiezan a detectar ese problema. Los jóvenes graduados son intolerantes a la frustración, a la cadena de mando, al trabajo en equipo, en fin. Pero más allá del motivo que pueda causar esta intolerancia es evidente su incapacidad de superarla, ocasionándole sufrimiento, frustración, decepción. Se requiere, entonces, generar un cambio integral en los procesos formativos del individuo.

Este tema no es nuevo, en los años 40 Carl Ranson Rogers expresó que un clima más “libre” en el proceso de enseñanza-aprendizaje favorecía el desarrollo pleno del niño. Posteriormente, Daniel Goleman (1995), en su libro emotional intelligence, asegura que las competencias humanas como la empatía, la auto disciplina y la auto conciencia, tiene más consecuencias en la vida de la gente que el coeficiente intelectual:

Ilustración: Mónica Corzo Aguirre/ Crayola sobre papel bond

Ilustración: Mónica Corzo Aguirre/ Crayola sobre papel bond

Un camino para identificar, desarrollar y potencializar esas competencias humanas que están íntimamente ligadas a la fortaleza de las emociones, es la creatividad. Y justamente el desarrollo de la capacidad creativa es uno de esos aspectos que están relegados en nuestro sistema educativo en todos los niveles formativos. Al niño se le enseña, dentro de un marco muy rígido y establecido, cómo debe hacer las cosas, ¡incluso el arte mismo!

A través de la creatividad el niño interpreta el mundo en el que vive y su propio interior, y dentro de todas las áreas que tiene el universo del arte, la pintura ofrece grandes posibilidades de expresión emocional. Entendiendo a la pintura, no como la disciplina que busca la perfección estética, sino como el medio a través del cual el niño traduce su entorno y sus experiencias.

Cuando le decimos a un niño que su trabajo está mal porque en vez de pintar al gato en color gris, café, amarillo o negro, lo hizo como un arcoíris, le estamos calificando su capacidad de expresar una visión del gato que va más allá del color de su piel. Para ese niño tal vez el gato es, además de un animalito café, un compañero de juego, es ternura, es alegría, es compañía, o quizá es una amenaza, etc. Por supuesto que los niños saben perfectamente bien que nunca encontrarán un gato color arcoíris, su mente no está deformando la realidad, simplemente está manifestando artísticamente cómo percibe al gato desde sus emociones.

Dejar que el niño dibuje libremente, que entre en el juego de los colores y las formas; que sin límites ni normas preestablecidas exprese, por ejemplo, cómo dibujaría la amistad, de qué color sería, qué forma tendría y cómo cambiaría esa forma en las diferentes circunstancias, lo encausará en forma natural y suave al reconocimiento de sus propias emociones y a la convivencia sana con ellas.

Picasso, el más grande exponente del arte contemporáneo dijo: “me llevó cuatro años pintar como Rafael, pero me llevó toda la vida pintar como niño”, y se refería precisamente a este proceso de despojarnos de las anclas que los diferentes convencionalismos formativos nos imponen y que, a la larga, nos impiden llegar a ser personas autónomas; es decir, que seamos capaces, sin ayuda, de resolver todos nuestros problemas y enfrentarnos a cualquier situación que se nos presente.

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