Definición de esponja

Imagen: www.poetasuniversales.com

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Mario jugaba con las palabras que empiezan con es. De todas esas palabras su favorita era esponja. La usaba a cada rato. Si la tía preguntaba: “¿Quién es el culpable?”, a la hora que entraba a la sala y veía el jarrón hecho pedazos, regados en el piso, Mario decía: “Es…ponja”. Nosotros nos cubríamos la boca y reíamos por lo bajito, mientras la tía se ponía como loro sin aro.

Desde entonces, mucho antes de que el mundo inventara a Bob, nosotros le decíamos Esponja a Mario. Esponja por aquí, esponja por allá. Cuando alguien preguntaba por qué le decíamos así, de broma repetíamos lo que nos decía la maestra Dube, la maestra de inglés: “porque es como un niño, retiene todo”.

De acuerdo con el diccionario, esponja es: “un objeto que absorbe con facilidad el agua y se manipula industrialmente para su empleo como utensilio doméstico de higiene o limpieza. Las esponjas también se llaman poríferos y son animales acuáticos que carecen de vértebras”.

Desde los tiempos de Mario apliqué el juego. Cuando alguien me pregunta algo, respondo: “Es… ponja”. Al jugar tanto con la palabra, comencé a preguntarme ¿qué es ponja?, y respondo: “Ponja es la otra cara de la luna”. Luna (quien es hija de Teté) oyó mi respuesta y dijo que ella sólo tenía una cara, pero que le gustaba el nombre de Ponja, así que cuando su papá le regaló una perrita chihuahua le puso Ponja por nombre y, otra vez, fue Ponja por aquí y Ponja por allá. Desde la tarde que supe el nombre de la perrita cuando alguien preguntaba: “¿Qué es ponja?”, yo respondía: “Es la perrita de Luna”. Cuando Andrés, el hijo de Rosita, oyó mi respuesta me dijo que le daba pena que al conejo de la luna lo comiera la perrita. Y entonces, como si yo fuese Antoine de Saint-Exupéry, me pidió que dibujara un bozal para que la perrita no comiera el conejo. Dibujé el bozal. “Tienes que subir a la luna y embozar a ese animal”, me dijo, colocó el telescopio de su papá en la azotea de la casa, lo puso al lado del tinaco y esperó que fuera de noche. “No le has puesto el bozal a la perra”, dijo. Decidí remediar el asunto, bajé al taller de costura de Rosita y tomé un pedazo de paspartú negro y, mientras Andrés buscaba las papas en su mochila, coloqué la cinta en la lente del telescopio. Andrés abrió la bolsa de papas, comió una y pegó el ojo al telescopio. “Ya, ya”, dijo. “Sí”, dije yo. Así solucioné el caso de la perrita que podía comerse al conejo de la luna. Lo que no tenía planeado es que esa noche había ¡eclipse de luna! Andrés desmontó el telescopio, se puso el suéter y se despidió. Bajaba la escalera que lleva del entrepiso a la azotea cuando se hizo una penumbra, como si alguien apagara un foco. Vio el cielo y vio que la luna desaparecía paulatinamente, como si fuera una galleta oreo y alguien o algo la fuera comiendo. Dejó el maletín sobre el suelo y volvió a subir, me encaró, dijo que no le había cumplido. Lo bueno fue que, en ese momento, Luna y su mamá subieron y Luna lo calmó, le mostró la pantalla de su celular y le explicó el fenómeno que ocurría.

Desde esa noche dejé de jugar con la palabra esponja. Advertí que la palabra tiene semejanza con el objeto que nombra. En casa hay dos clases de esponja, una que sirve para lavar los trastos (para arrasar con la grasa) y otra que sirve para lavarme el cuerpo a la hora del baño. El otro día, sólo por cambiar la esencia de las cosas, intenté una modificación: tomé la esponja del baño y lavé una taza con ella. Casi casi vi la cara de satisfacción de la taza a la hora que repasé el fondo con la esponja que, por lo regular, camina de puntillas por mi cuerpo. Porque (nadie puede negarlo) la esponja es un chunche afectuoso, tan afectuoso que pareciera ser hija de las nubes, nieta de una gata de angora.

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