El año de la violencia

El INE se mantiene resguardado por elementos policíacos. Foto. Fernando Hernández/ Chiapas PARALELO.

El INE se mantiene resguardado por elementos policíacos. Foto. Fernando Hernández/ Chiapas PARALELO.

 

Por Pedro Salmerón Sanginés/El Presente del Pasado

La violencia política es un fenómeno recurrente y cotidiano en México. En algún momento de ocio busqué un año posterior a 1877 en el que no hubiese un hecho de sangre de agentes del estado contra sectores de la sociedad, y no lo encontré. Esa violencia política se recrudece en determinadas coyunturas y creo que la más violenta de todas ellas fue la guerra civil que enfrentó a los revolucionarios victoriosos entre noviembre de 1914 y diciembre de 1915.

Muchas sociedades humanas han practicado la violencia de manera organizada con objetivos más o menos colectivos y, también se han horrorizado de sus características y su naturaleza. En la guerra las personas —predominantemente los varones— se hieren y matan en campos de batalla y en acciones estrictamente militares y, más allá de éstas, aprovechan para robar, vejar, violar, desterrar, herir y matar a las personas indefensas, que constituyen la inmensa mayoría de la población.

En tiempos de guerra, la violencia se vuelve cotidiana, se convierte en lo más evidente de la vida pública y adquiere diversas formas. Veamos algunas de ellas, algunas de sus imágenes.

 

1 La violencia heroica

La violencia de la fusilería y del sonoro rugir del cañón, de los desgarradores gritos de los heridos y las marciales notas del clarín. La violencia heroica y romántica, la que recuerdan los veteranos cuando se reúnen para añorar la guerra. La de centeneras de imágenes, de entre las que extraigo la del general Francisco R. Manzo, quien desde la azotea de la fábrica “La Internacional” miraba la batalla, el 14 de abril, en Celaya:

¡Qué valientes eran los villistas! Se dejaban venir en compactas hileras cargando sobre nuestras trincheras y llegaban hasta nuestros parapetos. Yo vi con mis ojos a muchos ellos caer muertos sobre nuestras loberas. Tal era el arrojo de aquellos hombres, tan hombres.

La violencia que recuerda al general Agustín Estrada caer al frente de sus hombres en Celaya, al general Martiniano Servín pronunciar sus últimas palabras (“esto saca uno por meterse a redentor de los pobres”) en Ramos Arizpe, al general Gonzalitos morir frente a Hermosillo con el mismo desdén con el que había vivido.

Y la otra cara de esa moneda, la que no se cuenta o se cuenta mucho menos, la que prefiere no recordarse: la de los heridos, los mutilados, los que enloquecen… salvo cuando aquella herida, aquella mutilación, es moneda de cambio para el futuro político.

 

2 El terror

Las revoluciones remiten también al terror: a los jacobinos y la guillotina, a laCheka, a los fusilamientos de La Cabaña (y al terror contrarrevolucionario, igualmente sangriento o aún más). Dos connotados escritores, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, contarían la oleada de terror que Villa, Zapata y sus partidarios habrían desatado en la ciudad de México en los días que siguieron al desfile triunfal de los ejércitos populares en la capital de la república. Según ellos, los caudillos intercambiaron víctimas o asesinaron a placer a jefes revolucionarios que no eran de su agrado, cometiéndose hasta 200 asesinatos.

Guzmán inicia sus relatos del terror contando el fusilamiento sin formación de causa de cinco falsificadores de moneda en la estación de Tacuba. Sigue una crónica —sin nombres de las víctimas— de los asesinatos y robos cometidos por Villa y otros jefes de la División del Norte: “¡Terribles días aquéllos, en que los asesinatos y los robos eran las campanadas del reloj que marcaba el paso del tiempo!” Prosigue con la crónica espeluznante —aunque maravillosamente escrita— del asesinato de David Berlanga a manos de Rodolfo Fierro, y así por el estilo.

Vasconcelos pinta el terror con tonos más sombríos: “Desenfrenado cada vez más, el jefe de la División del Norte […] ocupaba ciudades y aldeas, violando mujeres, atropellando honras y haciendas, ultrajando a los indefensos […] insaciable de dinero”. Más adelante: “Noche a noche los villistas plagiaban vecinos acaudalados, fusilaban por docenas a pacíficos desconocidos y era notorio que en el propio carro de Villa, los favoritos […] se repartían los anillos, los relojes de los fusilados la noche anterior”. En fin: “Nos salvó del retorno indígena el salvajismo de Fierro, que noche a noche fusilaba, por su cuenta y gusto, diez, veinte coroneles zapatistas”.

En Vasconcelos y Guzmán se montan otros autores para construir esa idea, a la que Alan Knight le daría un barniz académico —la frase, certera, es de Paco Ignacio Taibo II—, en que queda de manifiesto su ligereza en el uso de las fuentes: “La violación, el tiroteo y el asesinato distinguieron su ocupación de la ciudad de México”. “En esas semanas, 200 fueron asesinados en la ciudad de México” (¿de dónde sacó la cifra?)

De entre los 200 asesinatos o la decena o veintena cotidiana, estos autores narran con detalle la ejecución de un grupo de falsificadores de moneda, y los asesinatos de cuatro destacados convencionistas: David Berlanga, a quien Villa habría mandado ejecutar después de acres y repetidas censuras; Rafael Garay, muerto a manos de Juan Banderas en cinematográfico duelo; Guillermo García Aragón y don Paulino Martínez, asesinado en circunstancias sumamente misteriosas.

Fueran cuatro o 200, no hay dudas de la violencia ejercida por los caudillos. Tampoco de cierta conclusión que muchos sacaron, según testimonios de la época: quédate quieto en casa; al “¿quién vive?” responde “di tú primero”, esconde a las muchachas. Y el terror no se limita a esa semana en la ciudad de México: cronistas menos conocidos lo pintan en Culiacán, en Mérida, en Hermosillo, en Oaxaca. Los más conocidos son los relatos de fusilados y ahorcados en Guadalajara a manos del carrancista Manuel M. Diéguez.

 

3 Fusilamientos y ejecuciones

Cuenta Juan Barragán que la victoria de Celaya fue manchada “con un acto cruel e injusto […] Todos los oficiales hechos prisioneros, en número de ciento veinte, fueron ejecutados por órdenes del caudillo vencedor”. Ninguno merecía ese castigo “pues eran oscuros y valientes oficiales que luchaban por una causa que juzgaban buena […] Entre los fusilados había algunos que tenían el enorme delito de ser hermanos de enemigos personales de Obregón”, quien envió un telegrama, omitido dos años después en su libro, “quizá por rubor”:

Celaya, Gto., abril 15 de 1915. Primer Jefe, Faros, Veracruz, Ver. Hónrome comunicar a usted que anoche fueron pasados por las armas, ciento veinte oficiales y jefes villistas, entre ellos Joaquín Bauche Alcalde y Manuel Bracamonte, de Sonora […] respetuosamente. General en Jefe de Operaciones, Álvaro Obregón.

Y esto nos trae a los fusilados: Jesús Carranza, Eugenio Aguirre Benavides, Orestes Pereyra, José Delgado, Tomás Urbina. Y por supuesto los fusilamientos de los soldados anónimos, como los jóvenes voluntarios de las “familias de la sociedad de Mérida”, ordenadas por los lugartenientes de Salvador Alvarado tras la victoria de Blanca Flor; o los perpetrados por Rodolfo Fierro en la cuesta de Sayula, contado por el general Juan B. Vargas:

Galopando en pos del enemigo que se retiraba en desorden, López Payán en el centro y Fierro en el ala izquierda, eran un torbellino en acción.
El general Villa, al continuar su avance, iba encontrando grandes núcleos del enemigo fusilados por Fierro o simplemente asesinados por el cruel general ferrocarrilero. Contra todo lo que se diga de calumnioso contra el caudillo duranguense, éste era tan humano como consciente y al ver semejante espectáculo de sangre, sintió repulsión por el proceder sanguinario de Fierro y al punto dictó esta orden:
—¡Que no maten a un enemigo más!

O les ejecutados que no fueron dignos del paredón. Cuenta el general Amado Aguirre que, al emprender la persecución de los convencionistas en Jalisco, en febrero, las columnas de Francisco Murguía, Enrique Estrada y la que estaba a sus directas órdenes, ahorcaron y fusilaron a numerosos individuos acusados de complicidad con los “reaccionarios villistas”. Lo mismo hacía Diéguez en Guadalajara.

A su vez, Villa escribió en una carta a Zapata: “El general Arroyo, uno de los más prestigiados de los nuestros, derrotó al enemigo cerca de Vanegas y capturó a Almanza y algunos de sus jefes y oficiales, a los que fusiló y colgó.” Katz dice que Almanza cayó preso y que “Villa lo hizo colgar, porque en su opinión el pelotón de fusilamiento era demasiado bueno para él”.

 

4 El horror de la batalla

Escribió el entonces mayor Federico Cervantes sobre la vida en las trincheras durante la batalla de Trinidad, en mayo:

Hay una gran cantidad de cadáveres insepultos y es casi insoportable la hediondez. Después de nuestros “equivocados hermanos” los carrancistas, nuestros peores enemigos son las moscas, los piojos y las ratas. Las moscas son preciosas, verde pavo real, y hay millares que, de los ojos y las bocas de los cadáveres vuelan a posarse en nuestra comida. Las ratas son tan voraces que, a pesar de estar panzonas de carne de muertos, ante nosotros van a morder nuestras pocas provisiones […]. A los dos o tres días de bañados y limpios, ya estamos empiojados de nuevo.

El 16 de febrero, una columna villista pasó cerca de Guadalajara. El general Juan B. Vargas contó el espectáculo que ofrecía el campo en el que habían combatido un mes antes los carrancistas de Manuel M. Diéguez contra los villistas de Rodolfo Fierro y Calixto Contreras:

Nosotros hicimos alto con nuestros cerca de Guadalajara, en el cerro de Las Adjuntas; inmediatamente, por acuerdo superior, entraron en acción las ambulancias nuestras para limpiar de cadáveres de que se hallaba sembrado el campo, ya en estado de putrefacción, pues con la precipitación con que se había ejecutado el ataque y toma de Guadalajara los muertos continuaban ahí sin ser levantados.
El espectáculo era pavoroso. Cientos de muertos yacían a través de aquel lugar y de uno y otro lado de nuestros trenes, con los vientres hinchados por la aventazón que sobreviene a los cadáveres, los rostros en rictus de espanto y en actitudes de desesperación o desprecio a la vida o como les había sorprendido la muerte en esos choques exterminadores que abundaron en nuestra tremenda lucha fratricida

En diciembre, los villistas derrotados en Sonora cruzaron la sierra madre hacia Chihuahua. Cuenta un testigo:

En pleno invierno el ejército del Norte, o mejor dicho, los fantasmas del ejército de Villa, aguerrido y poderoso, volvía a Chihuahua vencido y famélico, tropezando con los caminos cubiertos de nieve, las montañas como un tapiz blanco como un sudario y el ejército en derrota […] los hombres de Villa […] perecieron ateridos y de inanición, agarrotados a sus armas, con crispaciones de tragedia y de dolor.

 

5 La violencia económica

¿Cuánta gente murió ese año de hambre o por las enfermedades? Imposible saberlo a ciencia cierta, pero hay algunas estimaciones. Cuenta Ariel Rodríguez Kuri:

Un documento de los constitucionalistas asentó que 201 personas murieron de inanición en agosto de 1915. A fines de ese mismo mes un periódico se dio en desmentir un informe de la Cruz Roja estadounidense, que aseguraba que entre 30 y 40 personas morían diariamente de hambre en la ciudad.

Esta hambruna era resultado de la crisis de la economía del maíz, que afectaba directamente a gran número de campesinos (pintada por Francisco Pineda), del colapso de los sistemas de transporte y de la voracidad de los grandes comerciantes.

El hambre y la escasez traían consigo, a veces, otros tipos de violencia. Así, del 21 al 26 de junio, en la capital, grupos de mujeres asaltaron los mercados de San Cosme, Nonoalco, La Lagunilla y La Merced, y hubo saqueos en las colonias Roma y Juárez y en calles del centro. El general Santiago Orozco, encargado del cuartel general zapatista, culpaba de los motines a los comerciantes y simpatizaba abiertamente con los saqueadores. Por el contrario, el inspector general de policía, Lauro Guerra, ordenó a la gendarmería que reprimiera a las mujeres, aprehendiendo a más de 200, que fueron liberadas por órdenes de Santiago Orozco y Gildardo Magaña. Murió al menos una mujer y varias resultaron heridas.

 

6 La brutalidad

El 30 de noviembre, una tropa de caballería de la última columna de la División del Norte, derrotada en Hermosillo y buscando el camino de la sierra para regresar a Chihuahua, fue emboscada por los vecinos de San Pedro de la Cueva, Sonora. Noventa hombres hicieron fuego contra los villistas, abatiendo a 16 a la primera descarga. Los villistas los desalojaron de su posición y luego entraron al pueblo buscándolos.

Al recibir la noticia, el general Villa, que estaba en Suaqui, reunió una fuerza de caballería con la que marchó violentamente a San Pedro, a donde llegó entre once y doce de la noche. Ordenó de inmediato que se catearan todas las casas, pero desde una de ellas y desde la orilla del pueblo los vecinos volvieron a disparar fuego contra los villistas, matando a un sobrino del Centauro. Villa, enfurecido, “ordenó ejecutar a todos los que tomaron parte en la refriega, lo que se hizo en el costado poniente de la iglesia”. La narración posterior pinta con claridad el significado de la guerra:

La matazón de los villistas tuvo lugar el día primero de diciembre, durante el mediodía. Toda la tarde y la noche se dedicaron los villistas a molestar a la gente de San Pedro, encarcelando a todos los hombres que eran de algún modo responsables y después a violar muchachas y mujeres sin distinción. Antes de irse Villa, se ordenó un saqueo y quemar las casas de los responsables, que los mismos vecinos del pueblo los denunciaron. Los soldados se apoderaron de las mujeres.

Una frase para describir este caso de violaciones masivas, silenciadas en tantos otros casos. Ninguna descripción de sus resultados, como no las hay tampoco de la hambruna: sus víctimas no escriben.

 

Salida

Insistamos: las guerras, en las que generalmente matan y mueren hombres más o menos jóvenes —y en una guerra como esta, más o menos voluntarios—, trae consigo la muerte, la violación, la tortura, el sufrimiento de muchos seres humanos más, que no tienen posibilidad de defenderse del furor de los varones armados. Una conseja popular propone que los diez años de violencia política que llamamos revolución provocaron un millón de muertos en un país de 16 millones de habitantes. En pláticas con especialistas, pensamos que la cifra real debe ser de menos de la mitad, lo que también es escandaloso. Súmense los cientos de miles de mexicanos que huyeron del país por diversas causas.

La violencia actual, que nos aterra, palidece ante ésta: habría que multiplicar por diez los muertos de la “guerra contra el narcotráfico” y sumarlos a la cantidad de mexicanos expulsados de nuestra tierra por la violencia económica para empezar a acercarnos al significado, a la magnitud de aquella violencia, de aquella sangría.

Pero que tampoco quede duda: esa violencia, esa sangría, la provocó un régimen que operaba en México los intereses del imperialismo, un régimen genocida que canceló todas las salidas no violentas a la miseria y la desesperación del pueblo. Y el recrudecimiento de la violencia lo provocó una conspiración de la derecha que ahogó en sangre a un régimen democrático, legítimo, que empezaba a consolidarse. Ahora vemos institucionalizarse y volverse cotidianas otras formas de violencia: la que procede de un crimen organizado al que no se combate con eficacia, aparejada al terror de estado. Si algo quisiera extraer de mis estudios de la violencia revolucionaria es recordar su significado, su origen y sus formas. Entenderlas, comprender sus resultados y contribuir a evitársela a la generación de nuestros hijos. Y combatir, así sea con la pluma, a quienes insisten en normalizar la violencia, culpabilizando a las víctimas.

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