¿Es efectivo votar en las elecciones?  

Esta no es una pregunta retórica, aunque peligrosa si se piensa en la lucha de tantos años para lograr el ejercicio del voto de todos los miembros de una sociedad y, por ello, que se pudieran considerar ciudadanos. Logro hoy en día lejano en algunos casos, y no tanto en otros como recordarán muy bien las mujeres mexicanas.

Aquí lo que se plantea nada tiene que ver con el derecho de ciudadanía, sino con el sistema político que prevalece actualmente en el país, y en muchos otros. Democracia en lo formal, escasa democracia en lo real. Ejercicio del voto sí, aunque con todos los problemas conocidos y reiterados en cada elección en forma de compra de electores, presiones, cuestionamiento de resultados, etc. Si lo anterior no es suficiente, lo más complejo se sitúa en los mecanismos que la población tiene para que las promesas electorales y las acciones de sus representantes sean realmente llevadas a cabo y, en especial, supervisadas por la ciudadanía en su totalidad.

Se comprenderá que lo último no se cumple en México. Los representantes se convierten en intocables y muy poco o casi nada le responden a sus electores, incluso existen medidas que les confieren fuero para imposibilitar cualquier denuncia legal contra sus acciones políticas o personales, si es que merecen ser denunciadas o investigadas.

No es una referencia a la democracia directa la que aquí se piensa, ni mucho menos, puesto que resulta imposible en el formato de Estado moderno en el que vivimos, pero sí pone sobre la mesa de discusión las modalidades que tienen los ciudadanos de intervenir, cuestionar o defenestrar, si es el caso, a sus representantes. Ningún mecanismo existe para lograr alguno de esos objetivos; por el contrario, la elección se convierte en la forma de ratificar el origen religioso de la autoridad y el gobierno, como muchos filósofos nos han recordado al estudiar el ejercicio del poder en dicho Estado moderno.

Por lo tanto, votar se convierte en un ejercicio ritual, una celebración de la democracia, como nos dicen y repiten, pero sin posibilidades de supervisión para unos ciudadanos como nosotros. Los elegidos, simplemente diferentes por esa representación otorgada por otros, se convierten en intocables y casi infalibles mientras ejercen el poder desde las instituciones.

Soluciones para erradicar esta sensación de indefensión ciudadana, de lejanía para intervenir en los problemas que nos afectan, se proponen y circulan entre el medio académico, incluso buscando ejemplos cercanos o lejanos. Sin embargo, las herramientas con las que cuentan hoy los ciudadanos para lograr cambios radicales son escasas en nuestros Estados.

Ante ello votar podrá ser vendido como un deber ciudadano, como una obligación hacia el país, pero la sensación común es que da lo mismo por quién se vote, puesto que el reflejo en el vivir cotidiano no se modifica. Por la historia se sabe de las dificultades para llegar a transformaciones sociales de largo aliento con rapidez, sin embargo estamos en un tiempo de celeridades de  todo tipo y ellas son exigidas, o lo deberían ser, en el hacer político.

No sé si dejar de votar es una posibilidad que mueva los cimientos de un sistema anquilosado, o podría conducir a tentaciones totalitarias que han surcado el mundo antiguo y moderno, pero lo evidente es lo anacrónico de las formas en que se sustentan las democracias si solo transcurren como tales a través de la elección de representantes, olvidando los cortafuegos, controles o supervisiones a los excesos de poder o a la imprescindible separación de poderes clásica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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