El nombre como fábula

El nombre como fábula

Por Efraín Quiñonez León

 

Para Yovana que un día me dio sus manos mientras temblaba

 

Una versión fatalista de nuestras tragedias ordinarias calificaría la reciente catástrofe (no) natural que hemos vivido como una prueba más de nuestras miserias humanas y de la infausta propensión de nuestros gobernantes a mostrar cómo lucran con el dolor de las víctimas. Los medios hacen su parte, salvo raras excepciones, a menudo el carácter espectacular de los acontecimientos los vuelve adictos a la heroína de lo extraordinario: casas vueltas escombro, el morbo que se alimenta de las condiciones de pobreza y el llanto casi mudo de quienes la padecen. En algo se parecen periodistas y políticos, al menos algunos de ellos. Lucran con el dolor de la gente. Juchitán muere en repetidas ocasiones, como réplicas ha dejado el movimiento de la tierra. Como los huracanes, los temblores deberían llevar un nombre para poder identificar el grado de devastación que han dejado tras sus huellas. Podríamos empezar por Adolfo, como sinónimo o símbolo de la aniquilación masiva de personas. Ignoro si tales fenómenos aceptarían en algún grado epítetos tan execrables, si tuviesen la posibilidad de confrontar nuestras ideas.

 

Tenemos que reconocer estos fenómenos, humanizarlos para no olvidar que en algún grado somos responsables de lo que hemos dejado de hacer, de nuestro desinterés por los otros. En ese mar inhóspito de las redes sociales alguien tiene la genial idea de hacer viral el apoyo a los damnificados de Oaxaca, Chiapas y Tabasco. El ciberespacio se convierte en la maldición de nuestro tiempo. Alimenta nuestra ansiedad de espectáculo, así sea el dolor ajeno. El carácter fantasmático de nuestra virtualidad contemporánea nos hace creer que hacemos algo, cuando en realidad hemos condenado de nueva cuenta a las víctimas al bosque ignoto de la instantaneidad. Un sociólogo nos recuerda la dimensión líquida de nuestras tribulaciones cotidianas. La dizque realidad se nos desvanece entre las manos porque otras tragedias esperan de nuevo nuestra atención, hacen cola como quien va por las tortillas. Y volveremos de nuevo a colgar en el tendedero ficcional de la comunicación fugaz, la siguiente tragedia humana para calmar nuestra aflicción y engañarnos de que participamos o que hacemos algo por aquellos que realmente no nos importan más que nuestras vanidades.

 

Cuando el mundo se hace pequeño, no debemos engañarnos ni de los alcances de los instrumentos de la comunicación instantánea, ni de su propensión al entretenimiento por deporte. La maravilla que ha resultado el internet no debe hacernos perder de vista que somos polvo en el universo, pequeñas particulas que si se juntan pueden generar la energía necesaria para la solidaridad. Por fortuna, jóvenes estudiantes integran los comités de apoyo a los damnificados y relativizan mis palabras. No todo está perdido. Las redes sociales son un recurso para hacer el bien, pero también pueden ser usadas para despertar la hoguera de nuestras vanidades. Si no olvidamos que somos un cuerpo que piensa y siente, podemos allanar el camino de la empatía hacia los otros mientras encontramos consuelo.

Eran las 11:47 de la noche cuando escuché las ventanas estremecerse de miedo y resistir los embates de las sacudidas que la tierra nos propinaba. Pude también percibir los ladridos desgarrados de los perros que, en 50 metros a la redonda, pueblan el espacio más que las personas. La locomotora que siempre me despierta había dejado de aullar. Por eso es que los gritos de la tierra, las personas, los perros y las máquinas se escuchaban más que en otras ocasiones. No fuimos los únicos en salir despavoridos, tras nuestra torpe carrera hacia el patio, único refugio en que solamente podían caernos buganvilias, alcanzamos a ver un ejército de vecinos que se acomodaban en la calle. Otros ni siquiera se inmutaron, continuaron con singular alegría ingiriendo bebidas alcohólicas al por mayor para calmar las penas, mientras su evasión ignora lo ocurrido.

 

Intentamos comunicarnos con la familia más cercana. Después de algunos minutos hicimos los contactos necesarios e indispensables. Los celulares también sintieron los estragos. Vamos poco a poco confirmando el estado de salud de nuestros familiares y amistades. Hoy, agradecemos que nada más fuese el susto lo que nos hizo despertar en modo vibrador. Nadie en su sano juicio volvería a prender semejante alarma.

 

Nombrar las cosas es un buen principio de aquello que no debemos olvidar ni un solo día para bien y para mal. Todos los días me despierto esperando que lo primero ocurra. Pero no quiero salir corriendo de nuevo y precipitadamente porque aún no estoy preparado para escuchar el cántico de los ángeles.

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