¿Autonomías de papel? Sobre sus sentidos universitarios*

Alain Basail Rodríguez**

Autonomía es una de esas palabras que con sólo ser evocadas remiten a significados sociales muy profundos. La autonomía es un ideal social de extraordinaria fuerza movilizadora a lo largo de la historia. Para los universitarios es el símbolo irrestricto de enconados conflictos, largas luchas y grandes movilizaciones de estudiantes y profesores para alcanzar reformas medulares en las casas de estudio y en la sociedad en general. La autonomía como símbolo integra a las comunidades universitarias que atesoran principios, valores, derechos y bienes patrimoniales de las sociedades nacionales, locales y de la humanidad toda. También, constituye las culturas universitarias al permitir actualizar repertorios de conocimientos, métodos y técnicas en condiciones que se desean creativas, democráticas y socialmente significativas. Sin duda, la autonomía universitaria es una idea fuerza cargada de juegos interpretativos y ambivalencias políticas e ideológicas. Su realización ha sido un verdadero Sísifo colectivo en medio de condiciones reales que tienden a ser estériles, autoritarias e insignificantes en algunas cuantas de nuestras casas de altos estudios.

La vida real de nuestras universidades remite en muchas ocasiones como tendencia general a autonomías de papel. Esto es a formalismos jurídicos atados al principio de Ley que reconoce las labores académicas singulares bajo un régimen excepcional, extremo y último de organización, de ejercicio de derechos y libertades a la educación pública, al pensamiento, al conocimiento, a una vida pública laica y a la convivencia. Sin duda, el autogobierno es el núcleo fundamental de la autonomía universitaria, junto al cogobierno entre académicos, estudiantes y egresados. Generalmente, la facultad y responsabilidad de las comunidades universitarias para gobernarse a sí mismas, ha sido producto de arduas pugnas resueltas por mandato del soberano, el pueblo, en un acto legislativo de sus representantes que afirma la existencia de las universidades como órganos desconcentrados o descentralizados y delega tales capacidades de autogestión administrativa, académica y económica en la universitas personarum. La vida de la entidad autónoma es asegurada con el apoyo moral y económico de la sociedad y con leyes orgánicas sancionadas afirmativamente por los poderes legislativo y ejecutivo lo que, al final, termina imponiendo estructuras de dirección de manera vertical y antidemocrática.

Ejemplos de ello son las Juntas de Gobierno formadas por unos pocos notables (en la UNAM, 15; en la UNICACH y UNACH sólo 5 de los cuales dos son académicos) que eligen a los rectores y las directores de las unidades académicas, así como los Consejos Universitarios donde dominan los consejeros exoficio (rectores, directores de unidades académicos y, en la UNICACH, los secretarios académico y general con voz y voto) sobre la representación de la comunidad universitaria de estudiantes, profesores y administrativos. Precisamente las tensiones entre la autonomía postulada y la autonomía realizada han dinamizado los procesos de actualización de las identidades de los actores universitarios a lo largo del tiempo.

En este sentido se ha afirmado que la autonomía es una condición fundamental, necesaria e indispensable para la universidad. Asimismo, que la universidad es un mandato necesario o una disposición seminal de la sociedad. Las relaciones de las universidades con sus sociedades remiten a vínculos heterónomos, es decir, a múltiples dependencias recíprocas que relativizan todo el tiempo la autonomía. Las luchas frente a los controles externos de las universidades han sido más o menos fuertes y frontales contra poderes monárquicos, monásticos, dictatoriales, caciquiles, partidarios, financieros y de otras élites. Esas relaciones de fuerzas sociales y simbólicas, de simetrías variables en el tiempo, continúan en tensión y conflicto en todos los terrenos sociopolíticos, sociorreligiosos y socioeconómicos. Un hecho que duele a los universitarios de aquí y de allá, es la cooptación de la vida universitaria por grupos de poder de académicos, sindicatos, estudiantes, burócratas, políticos y familias constituidos como poderes de facto con apetitos extraacadémicos y prácticas de reproducción y ampliación de sus redes clientelares y círculos de poder. De esta manera nuestras casas de estudios superiores se ven sometidas a colaboraciones y enfrentamientos coyunturales cuando hay divorcios entre esas fuerzas, intereses y voluntades de poder por el control tanto del saber como de los recursos económicos de los espacios universitarios.

Obra de Manuel Velázquez, pintor chiapaneco.

Con todo ello se acumula la debilidad institucional, se normaliza la violación de los principios y valores universitarios, se naturaliza la excepcionalidad y el modus operandi discrecional y se ritualiza mediáticamente la transparencia y la rendición de cuentas con los maquillajes que requiera el lenguaje performativo del monólogo. Los grandes vacíos normativos, las trampas interpretativas de la legislación y los reglamentos, la precariedad laboral con contratos cada vez más draconianos y la burocratización administrativa apuntan al progresivo debilitamiento de las universidades como instituciones de estado y su tránsito a instituciones cooptadas política y empresarialmente, privadas o particulares. Si se mantiene el decoro institucional de muchas universidades es por los contingentes de estudiantes y maestros que con persistente dedicación apostólica asumen las agendas sustantivas a pesar de los altos costos que les transfieren a sus salarios, salud y vida familiar tanto el estado y como los encargados de los gobiernos en todos los niveles.

La manipulación de la autonomía está asociada al uso de las universidades con fines políticos, al control social del conocimiento público, la regulación de la movilidad social ascendente de los sectores populares y la restricción del carácter de “hombres públicos” a unos cuantos apellidos. También, a la manipulación inescrupulosa del estudiantado, de “lideres sin seguidores” como decía Carlos Monsiváis, como punta de lanza contra otros estudiantes o miembros de la comunidad universitaria; e, incluso, al gesto perverso de quitarle a los y las estudiantes universitarios agencia crítica y propositiva para la renovación institucional reduciéndoles o criminalizándoles como “algunos”, “inmaduros”, “revoltosos”, “revolucionarios”, “izquierdistas” o, siniestramente, “ayotzinapos”.

El formalismo de la autonomía se evidencia en las sujeciones económicas. Aunque la dotación de recursos es parte del compromiso público que expresa el pacto social asegurado jurídicamente, su manejo con verdaderos estiras y aflojas no garantiza procesos sostenibles en el desempeño de las funciones sustantivas, ni crecimientos orgánicos de la cobertura y la oferta educativa cada vez más reñidas con las demandas del mercado laboral y menos con las necesidades sociales. Tampoco los reafirman, el concepto dominante de calidad que avasalla los propios consensos de las comunidades académicas sobre qué y cómo valorar su quehacer o ser evaluados con principios utilitaristas basados en los valores del mercado e indicadores productivistas. Los procesos de fiscalización, certificación y acreditación de la educación superior desde los años 90, han promovido acuerdos nacionales e internacionales para ampliar la comercialización de los servicios educativos —véanse, por ejemplo, los “Acuerdos de comercialización de servicios” de la Organización Mundial del Comercio (OMC) desde 1991—, el crecimiento de universidades de carácter empresarial y corporativo a veces transnacional, el condicionamiento sesgado de los presupuestos y el decrecimiento del subsidio estatal, la proliferación de empresas certificadoras de programas, carreras, procesos y trayectorias académicas.

Durante los últimos 30 años el Banco Mundial (BM) ha marcado la línea neoliberal dominante en las políticas educativas al subrayar la poca rentabilidad de la inversión en educación y recomendar el incremento de las cuotas de matrículas, el aumento de los apoyos estatales a la instituciones privadas o particulares. Al mismo tiempo, ha sostenido que la educación es un “bien público global” para legitimar un mercado global basado en acreditaciones y rankings que priorizan la capacidad y habilidad empresarial de las universidades para la venta a su cartera de clientes y consumidores de servicios como títulos exprés, capacitaciones, consultorías y paquetes educativos. Sin duda, una verdadera cruzada utilitarista contra la educación como servicio público y a favor de la reducción de las competencias del estado, la privatización, la mercantilización y la externalización de los costos hacia las comunidades educativas y, sobre todo, las familias. Las graves consecuencias de la “modernización empresarial” de las universidades se expresan con claridad en la estandarización de la oferta educativa y la producción académica, su descontextualización de las sociedades locales con una pérdida de identidad cultural y arraigo social, así como en la precarización de las condiciones de trabajo, el aumento de las brechas entre regiones, universidades y unidades académicas, el estancamiento intelectual ante tanto regateo de recursos o apoyos y el endeudamiento descomunal como nuevo modelo de financiamiento que hipoteca el futuro. El control curricular a partir de la estandarización y homogenización de planes y programas educativos, donde lo humanístico se reduce a mínimas expresiones, deviene como una mordaza a libertades como la de cátedra, entre otras (véase el artículo 4 de la Ley Orgánica de la UNICACH, 2011).

Como decía antes, lo universitario remite a la libertad de ejercer derechos como condición de la vida académica, y a un ser universitario con representaciones y prácticas cambiantes que giran históricamente en torno a la autonomía. La defensa de la autonomía pasa por la denuncia de las violaciones de las libertades constitucionales, los allanamientos territoriales con violencia física o simbólica mediante operaciones ilegítimas contra la vida universitaria. Aunque invisibles para los ojos, las ocupaciones simbólicas atan y silencian para obstaculizar, impedir o subordinar las funciones universitarias esenciales a intereses extrauniversitarios, requerimientos financieros de campañas políticas, la perversión de los favores y las lealtades coloniales. Las manipulaciones de la autonomía universitaria a través de acosos gubernamentales, burocratización, usos políticos, precarización laboral y academicismos redundan en las fragilidades institucionales. Tanto como la opacidad de las promociones o los concursos de oposición si es que llegan a ocurrir cuando las plazas no fueron objeto de negociaciones previas.

Defender la autonomía no significa ceguera ante una pretendida pureza o sacralidad del lugar del conocimiento, significa resistencia ante el autoritarismo fuera y dentro de las universidades, vindicación de ejercicios libres de docencia, investigación, creación, pensamiento, organización, elección y asistencia a clases y, por tanto, sin lealtades incondicionales más que a la vocación de servicio a la sociedad y la humanidad porque la educación es, en todo caso, parafraseando la definición del BM, “un bien social y público de la humanidad”. La autonomía representa la lucha contra el pensamiento único, dogmático y conformista que empobrece y encadena al pasado, sentando las bases para el pensamiento crítico, radical y herético. Crítico porque reconoce la pluralidad de ideas y posiciones mientras desnuda todas las formas y lógicas del poder; radical porque busca el fondo multicausal de las cosas y va a la raíz estructural de los problemas sociales y políticos; y herético, porque desafía los silencios, los dogmas, las costumbres, la normalidad y las rutinas con propuestas creativas e innovadoras para salir de las crisis sociales y responder a los desafíos civilizatorios.

Hoy los significados de las autonomías discurren por nuevos caminos y complejidades cuyas esencias y límites no son el reclamo de privilegios universitarios, sino la construcción de condiciones de posibilidad para servir a la sociedad de manera virtuosa a partir del pleno reconocimiento de la agencia cultural de la universidad. Sólo a través del cumplimiento cabal de sus funciones sustantivas, ésta podrá seguir actuando plenamente frente a la “acumulación de vergüenzas” y transformando “los dolores que quedan” en tanto “libertades que faltan”, como dijeron los estudiantes de Córdoba en su Manifiesto Liminar hace 100 años con una fuerte dosis de romanticismo.

Los sentidos de la autonomía universitaria se sitúan, resumiendo la perspectiva parcial hasta aquí compartida, en tres planos generales de sentimientos, pensamientos y prácticas. El primero, el del ejercicio de derechos y libertades sociales constitucionalmente refrendadas como valores democráticos para la convivencia que son una esperanza para la sociedad frente a todas las formas de poder de clase, etnia, raza, género, sexo, sexualidad, edad o nacionalidad, así como a la mercantilización de bienes y servicios fundamentales para la reproducción social. El segundo plano ubica la cuestión en el conjunto más amplio de las relaciones de producción, conservación, acceso y distribución de conocimientos, información y datos significativos para la representación de la realidad y la plausibilidad de las prácticas transformadoras de los actores sociales; es decir, remite al control del conocimiento público, entendido como amplio repositorio colectivo de discernimiento, mediante agencias culturales reguladoras de la significación social del conocimiento entre las que se encuentran el sistema educativo, de ciencia y tecnología. Por último, el tercer plano remite a dimensiones ético-políticas donde se suman dos compromisos fundantes y trascendentales a la conciencia de que la universidad depende de múltiples relaciones de poder recíprocas y asimétricas —heteronomía—: por un lado, la responsabilidad social con el ejercicio de las libertades fundamentales, la defensa de todas las formas de vida y de estar juntos sobre la base de ideales éticos como el respeto, la inclusión y la tolerancia tanto en la sociedad en general como en esa metáfora suya que es la universidad; y, por otro, una responsabilidad científica con el desarrollo de la ciencia a partir de buenas prácticas e integridad académica en tanto en cuanto los conocimientos y saberes son patrimonio universal que todos y cada uno de los hombres y las mujeres debemos preservar como garantes últimos de ese proyecto común que es la supervivencia de la especie humana.

Por ello, los universitarios debemos abogar por una relación más compleja entre universidad y sociedad. Ambas involucradas de forma colaborativa en la defensa de lo público, en lo general, y de la educación pública y gratuita, en lo particular; protegiendo el pleno ejercicio de todos los derechos y las libertades frente a todas las formas de cooptación política y violencia social. Sin duda, la educación es un servicio público estratégico para la reproducción sociocultural de nuestras sociedades. De ahí el ineludible compromiso sociopolítico de las universidades con programas académicos, servicios educativos, políticas culturales y comunicativas de carácter incluyente, renovador y propositivo.

Finalmente, la autonomía justifica la construcción de comunidades universitarias de razonamientos y sentimientos que cohesionan un “nosotros” con una dimensión política insoslayable activada sobre todo cuando la dignidad es pisoteada y se acumula un memorial de agravios y oprobios que pretenden contener la vibrante energía universitaria. Las luchas actuales por la inalcanzable plenitud de autonomía universitaria articulan demandas de probidad y transparencia institucional, de profundización de la calidad democrática de la vida colegiada, cuestionamientos a la burocratización, al autoritarismo y otras distorsiones en las relaciones intrauniversitarias por prácticas administrativas asfixiantes, intereses individuales dominantes por encima del interés colectivo e institucional y limitaciones materiales y académicas que opacan el trabajo constructivo, creativo y aplicado. Las circunstancias presentes permiten recordar las palabras de aquel digno rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, cuando izó la bandera a media asta en la explanada de la rectoría el 30 de julio de 1968 tras la violación de la autonomía universitaria el día anterior con la intervención armada de la preparatoria San Idelfonso:

“La AUTONOMÍA no es una idea abstracta, es un EJERCICIO RESPONSABLE, que debe ser RESPETABLE y RESPETADO por todos.”***

* A propósito del XVIII aniversario de la autonomía de Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH)

** Profesor-investigador. Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA-UNICACH).

*** Mayúsculas intencionales.

Un comentario en “¿Autonomías de papel? Sobre sus sentidos universitarios*”

  1. María de La Luz Carmen Lugo
    11 marzo, 2018 at 20:16 #

    Para que la autonomía de un colectivo cualquiera (sociedad, comunidad, organización, universidad, institución) tenga posibilidades de desarrolarse es menester que la autonomía individual se haya alcanzado, de acuerdo a lo que nos dice Castoriadis. Darse su propia ley basada en el cuestionamiento de las leyes sociales, del sentido de la sociedad misma, lleva a querer que la autonomía se de para todos, por lo que cabe preguntarse ¿los representantes, dirigentes sociales, autoridades han logrado su propia autonomía? ¿se dan su propia ley o sirven a intereses ajenos y muchas veces mezquinos? ¿están éticamente preparados para dirigir instituciones que tienen como finalidad la formación de sujetos autónomos?
    Gracias al Dr. Alain Basail por estas reflexiones inteligentes, las cuales nos llevan a repensar las condiciones en que se nos encontramos en muchas de las universidades de este país.

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