Definición de abierto

Imagen El regalo de Dalí a Gala

No puedo evitarlo. Siempre que escucho la palabra “abierto” recuerdo un programa de Plaza Sésamo. Uno de los personajes del programa abría una puerta y decía: “Abierto”, luego la cerraba y decía “Cerrado”. No puedo evitarlo. El otro día, mi esposa me dijo que fuéramos a comprar unos estambres, como ya era más de las siete de la noche le pregunté si no estaría cerrado a esa hora. Ella dijo: “Está abierto” y yo, de manera inconsciente, dije: “Cerrado”, en automático. ¿Cómo explicarle a mi esposa lo que ya expliqué? Ella pensó que la molestaba. Me dijo que si no quería llevarla en el auto, se bajaría y caminaría. ¡No, no!, le dije y le expliqué. No me creyó.  Pero, lo juro, siempre que escucho la palabra Abierto, en automático aparece la palabra Cerrado en mi mente, y ¡la digo! ¡No puedo evitarlo! Es algo así como dicen que sucedía con los chuchos de Pavlov. ¿Por qué me sucede eso? No lo sé, porque el programa de Plaza Sésamo no lo vi siendo niño, sino que lo vi una mañana cuando ya tenía como cuarenta años.

Ahora mismo deseo escribir algo acerca de tal palabra, pero sé que en cuanto la escriba, de inmediato aparecerá la otra. Por eso, en este momento, trato de evitar escribirla y suplico a mis lectores que sean ellos quienes la pronuncien, deseando (con todo el corazón, de veras) que no les suceda lo mismo que a mí y que en cuanto pronuncien la palabra aparezca la otra y comiencen a padecer del mismo trauma semántico que yo tengo.

Esto, que pareciera cosa mínima, se ha convertido en un verdadero problema, porque mi mente (juguetona) me hace pasar serios problemas. Cuando voy a la peluquería (sólo por poner un ejemplo) encuentro, la mayor cantidad de veces, un letrero sobre la vidriera que dice: Sí,  eso, la famosa palabra, pero como mi mente de inmediato me hace la travesura, aparece la otra palabra y entonces (no me pregunten cómo sucede esto, porque es materia de sicólogos y terapeutas de la mente) como la segunda palabra es la más reciente en mi código mental, pienso que la  peluquería está fuera de servicio y me voy.

Hace muchos años estuve con una chica que me gustaba mucho, ella aceptó tomar un café conmigo, fuimos a un Sanborns que estaba en Insurgentes (tal vez sigue ahí). Como yo era muy tímido (hasta la fecha) y llegó un instante en que no tenía de qué platicar y estos silencios siempre me han parecido muy dramáticos, así que le conté la historia de la niña que siempre confundía el sí con el no. Esta historia me la había contado mi abuela Esperanza, ahora sí, cuando era niño. A la chica le gustó mi historia. Cuando la terminé de contar ella dijo que debía despedirse porque se le había hecho tarde. Me paré, pedí la cuenta y la acompañé hasta la parada del autobús. Cuando vimos que se acercaba el camión, le dije si podíamos volver a vernos, sí, dijo ella, me la pasé muy a gusto contigo, pero, mi mente (como sucede ahora) siguió con el juego de la historia de la niña y, de inmediato, al escuchar sí, tradujo no y yo me agüité y pensé que siempre era lo mismo, las chicas preferían estar con alguien más platicador, con alguien más simpático. Cuando ella subió y con su mano me dijo adiós a través de la ventanilla, yo seguí con las manos adentro de la bolsa,  pensé: “Que se vaya a la mierda”.

Perdón, ya no definí la palabra, porque (ya lo dije) si la escribo o la pronuncio, de inmediato, pienso en la palabra contraria, y entonces (digo yo) todo pierde sentido. Tal vez algún día les cuente de la historia (que también me contaba mi abuela Esperanza) del niño que cuando escuchaba la palabra blanco pensaba en el color negro. La historia cuenta de cómo un niño negro, en los Estados Unidos de Norteamérica, entró a un restaurante donde solo se servía a niños blancos.

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