El intelectual no tiene quien le llore

El clero fue dueño de la palabra escrita mientras que el pueblo lo fue de la cultura práctica en el medioevo. El rol del clero fue asumido por los ilustrados y los científicos y el del pueblo, por las masas en la modernidad. Eclesiásticos, cultos e investigadores tienen en común con muchos trabajadores de la cultura, como los escritores, artistas, maestros, comunicadores y demás profesionales, dedicarse al trabajo intelectual.

El o la intelectual se entrega al arte de pensar y, también, del hacer y el sentir. Es humano/a, pues, aunque su tratamiento impersonal de las cosas y ajeno a las personalísimas cuestiones sentimentales, no muestre con claridad para qué sirve y a quién sirve su labor. Su encargo social gravita sobre la gran (ex)presión cultural del pueblo-masa y de las élites sociales o clases dominantes de las cuales forma parte como una “fracción dominada”, según Pierre Bourdieu.[1] Unos y otros perciben muchas veces al intelectual como un incómodo estorbo, un mal necesario o el menor de los males.

Las distintas posiciones del intelectual en la estructura social, su identidad profesional y su prestigio social dependerán de cómo juegue su papel mediador en las relaciones sociales de poder que conforman unas estructuras de dominación dadas. El intelectual es un mediador de las hegemonías. De ahí su labilidad ideológica, equívoca organicidad y ambigüedad estructural. Es un sujeto sujetado e interpelado por los ethos de su disciplina, su clase social, su familia, por el Estado, la institución donde trabaja, por otros grupos de poder, interés o afines y por la sociedad en general. Sus subjetividades y hábitos de pensamiento y acción están expuestos al escrutinio público, aunque a veces no se reflexione mucho sobre los mismos por falta de tiempo o por temor a encontrar respuestas no deseadas.

Tarsila do Amaral, Abaporu (que come persona), 1928, óleo sobre lienzo.

 

Hay muchos estilos intelectuales que no vamos a entrar a tipologizar. En la definición de esos estilos se negocia entre un ideal o deber ser cultural y lo que realmente permiten las circunstancias o condiciones de vida. Se trata de posibilidades históricas configuradas y configuradoras de un lugar en las relaciones de poder rodeado de un aura de autoridad y confianza distribuida desigualmente. El acceso a los recursos y las posiciones para detentar ese capital es disputado, a veces intensa y deshumanizadamente, en aras de ganar en visibilidad pública, impacto social y reconocimiento institucional. La mayoría de las veces se trata de batallas entre personas y no de discusión de ideas, aunque siempre estamos ante contiendas ideológicas en términos profesionales, culturales y políticos, veladas por “…una imagen ambigua de su posición y su función social.”[2]

La intelectualidad tiene un problema real: vive entre fronteras. Todas las relaciones de poder instauran límites, unas coordenadas de pensamiento y acción dadoras de sentido a la responsabilidad social. Nuestras disciplinas (conocimiento disciplinar), espacios académicos (conocimiento experto) y ámbitos públicos (conocimiento público) construyen figuras intelectuales alrededor de líneas-límites con convenciones culturales cuyas rigideces no son tan fáciles de superar individuamente porque exigen mucho trabajo colectivo. Las rayas institucionales restringen los pasos, coartan las miradas, cercenan las comprensiones, definen las legitimidades y problematizan vínculos intelectuales más profundos (como las herencias en tanto en cuanto semilleros para la reproducción del oficio). Ello es más notable cuando definen lo exterior, el afuera del dominio interno o el más allá de la frontera. Las relaciones con esa exterioridad problemática, que muchas veces es la sociedad toda, marcan las diferencias entre los académicos y los intelectuales porque solo algunos de estos últimos, definidos de manera más general e incluyente, se involucran con ese afuera en la vida pública y se relacionan directamente con el público o las comunidades. De todas formas, son pocos los intelectuales públicos que se pasan de la raya descubriendo brechas y participando de las luchas de los y las diferentes hasta llegar a ser considerados héroes culturales como los artistas o héroes políticos como los activistas sociales. No es que los/las intelectuales tengan que ser a fuerzas estrellas mediáticas y/o líderes del cambio social. Las preguntas de origen son más sencillas: ¿por qué el/la intelectual está generalmente tan solo/a? ¿Por qué le cuesta tanto la conversabilidad como cualidad virtuosa del encuentro con otros y otras?

Tengo en mente como pista inicial para responder a las preguntas abiertas, los desconocimientos mutuos o, mejor dicho, los reconocimientos asimétricos que transforman las riquísimas diferencias en rígidas clasificaciones, injustas desigualdades y férreas jerarquizaciones a través de toda la vida en sociedad. A veces la ignorancia nos ciega, y el poder nos silencia, nos invisibiliza u opaca. La distancia de la cosa pública, del interés público, del latir y el sentir de los comunes, de la puesta en común, parece estar detrás de esa soledad de los intelectuales y de esa pérdida de participación en ese gran diálogo fecundo que es la vida en común. La pérdida de sentido de lo público, presentada como su disolución durante el neoliberalismo, ha devenido de la mano de la ausencia, la abstención o la opacidad de la red de coproducción e intercambio mutuo de conocimientos sobre la naturaleza de los vínculos que nos permiten la convivencia. Tengo la impresión de que el descrédito o disolución de lo público está relacionada con el descentramiento o descolocación del debate público, de la reflexividad social. Así los intelectuales estamos fuera de lugar, refugiados en las instituciones, en alguna comunidad y protegidos con corazas profesionales, pero outsider de la cosa pública o el interés general bien entendido.

Tarsila do Amaral, Antropofagia, 1930, óleo sobre tela.

Las inercias y los narcisismos académicos se manifiestan, por ejemplo, en nuestros lenguajes, en las formas sofisticadas de hablar y escribir. El desafío no es solo un desafío de interpretación y de competencias comunicativas. La cuestión es para quién se trabaja, dónde encuentra sustentabilidad, sustento o razón de ser el quehacer intelectual y en qué lugar radica la fuente social de su poder de influencia o su legitimidad cultural. Las instituciones formalizan vínculos en contratos laborales para garantizar un sustento económico y fijar reglas cuyos disciplinamientos y asedios no siempre facilitan la sostenibilidad cultural del oficio ni la vida digna del trabajador que produce, enseña y comunica conocimientos. La profesión, la academia, el parentesco y lo público ofrecen un lugar estratégico, social y cultural, cotidiano e histórico, desde el cual obrar, pensar, investigar, escribir e intervenir políticamente. Sin embargo, no es tan fácil desanclarse de las convenciones, las estructuras, las rutinas y los malestares. La afirmación intelectual y política pasa, en buena medida, por la construcción de comunidades profesionales, laborales, académicas o epistemológicas donde los procesos de socialización cotidianos en asociaciones e instituciones o, extraordinarios, a través de congresos, seminarios u otros eventos académicos, constituyen las estructuras de producción, favorecen el crecimiento intelectual individual o colectivo con provechosas retroalimentaciones y, en general, nutren las innovaciones y el desarrollo del conocimiento. El sentido de estas comunidades es evidentemente antropofágico. Son comunidades autorreferenciales, centradas en sus propias lógicas y devoradoras de personas de las cuales se alimentan a sí mismas en términos corporativos con su propio sentido histórico recursivo. Más allá del ombliguismo, una comunidad intelectual en devenir con un sentido histórico compartido con la sociedad es necesaria, viable y buena, pero no es fácil.

Todos o todas cargamos con dislocaciones, escisiones, tensiones y contradicciones que dejan ver nuestras raíces y desarraigos, herencias y renuencias, aunque no sepamos muy bien qué hacer con ellas o no seamos conscientes de cómo las negociamos en medio de una sensación de igualdad y libertad. Nuestros talentos y capitales culturales se movilizan a partir de compromisos políticos y de cálculos de distancias científicas o académicas que no siempre tenemos claros. Así definimos grados variables de implicación social como agentes del conocimiento, desde una relación de interioridad, para la intervención en el cambio social o, desde una relación de exterioridad, para objetivar la realidad estudiada. Independientemente de la apuesta, se termina descubriendo a las luchas por la autonomía intelectual y académica como acciones estratégicas en el terreno de la contestación social donde se articulan otras luchas por la autonomía y las utopías en distintos ámbitos de la sociedad civil y política; ámbitos enfrascados, también, en organizar los sometimientos, los consentimientos y las resistencias en el contexto amplio de la dominación cultural.[3] Por ello, el imperativo de las relaciones mediatizadas entre tejido social e intelectuales plantea corresponsabilidades en la construcción de sentidos de vida, que trasciendan los intereses particulares y la impotencia ante las emergencias, en la movilización de los reconocimientos mutuos, de verse en el espejo, en el rostro o en las barbas del otro o la otra, de ponerse en sus zapatos. Al parecer la crítica a la actividad intelectual “extraña” necesita un amplio trabajo, paciencia y vigilancia colectiva, para ganar en conciencia de las limitaciones del universalismo y del corporativismo que nos coloniza.[4]

Mi sospecha vehemente se transforma en convencimiento sobre el sentido del ejercicio y el lugar propio del intelectual en el conjunto de las relaciones sociales. El intelectual no tiene quién le llore al final de sus días sociales o biológicos o en cualquier momento desastroso de su vida. Su nexo ambivalente y sin sentimientos con la sociedad, lo sentencia a ello. La figura sociológica es ocupada por otra persona. La persona ausente o reemplazada es socialmente olvidada aun cuando se evoque su recuerdo a partir de alguna posible contribución registrada en un catálogo. La persona presente o sustituta pronto saborea las mieles de la movilidad social y aprende sobre la relatividad del éxito y el destino social de sus ideas, mientras las huellas del ejercicio del poder social se encarnan en sus experiencias. Las personas siempre tendrán quienes le lloren y recuerden emotivamente como asunto familiar o personal. Quienes se dedican al oficio intelectual, como quienes lo hacen al muy antiguo de dar placer, podrán ser recordados por alguna obra trascendente o mayor (como suelen sugerir los evaluadores del SNI),[5] pero difícilmente podrán encontrar quién le lloré.

 

Citas y referencias

[1] Pierre Bourdieu, “Campo intelectual, campo de poder y habitus de clase” [1971]. En: Campo intelectual y campo de poder. Buenos Aires: Gandhi, 1983, pp. 9-35.

[2] Pierre Bourdieu, “Campo intelectual, campo de poder y habitus de clase”, p.23. También en: Intelectuales, Política, Poder. Buenos Aires: Eudeba, 1999, p.32.

[3] Michael Burawoy, “La dominación cultural, un encuentro entre Gramsci y Bourdieu.” Gazeta de Antropología, 30 (1), artículo 14, 2014·<http://hdl.handle.net/10481/31815>

[4] Kate Crehan, “Los intelectuales y la producción de la cultura”. En: Gramsci, cultura y antropología. Barcelona: Bellaterra, 2004, pp. 149-180.

[5] SNI, Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología en México (CONACYT).

Un comentario en “El intelectual no tiene quien le llore”

  1. Yoana Hernández
    12 octubre, 2020 at 6:24 #

    Gracias por esta visión que presentas sobre lo que «puede» ser un intelectual desde esa arista psicosocial. Añadiría que mucho tiene que ver el espacio socio- histórico en el cual desarrolle su actividad ese intelectual, en su manera de ver y sentir su realidad y otras realidades. Incide, desde mi parecer, su personalidad, su compromiso, su manera de entender las relaciones humanas más allá de los academicismos que a veces le intoxican el alma. El intelectual debe reinventarse una y otra vez si quiere, en verdad, entender que más que sentir la ausencia de quien le llore, se siente mejor quien te entienda y valore como ser social, individuo capaz de aportar lecturas inteligentes y no cual lenguaje decimonónico anquilosado, a puro orgullo de mostrar su sapiencia. Si hay un divorcio entre ese intelectual y los problemas fundamentales de la sociedad, si hay un divorcio entre el sentipensar pues, en verdad no tendrá quien le llore. Y su soledad será el menor de los males. Hay que poner los pies en la tierra y salirse un poco de las togas almidonadas o seremos solo un almacén de palabras elucubradas y complejas de entender para ese ser sobre el cual, supuestamente, generamos pensamientos y los escribimos. Gracias, Alain, por movernos el pensamiento y los sentimientos. Fuerte abrazo desde nuestra Habana.

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