Chau al 10

Por Homero Ávila Landa

10:17 AM: un texto de WhtasApp informa que El 10 ha muerto. 10:18 AM: se desatan sentimientos y se agolpa la memoria entre canchas, balones y hermanos de balón.

Varios Maradonas. Del Dios canchero al posicionado ideológicamente y al problematizado con consumos que terminaron venciéndolo orgánicamente. Hay un Maradona que unió alegrías, plenitud y genialidad, y que fue surtidor de felicidad, el que fue puente vindicador de los desfavorecidos económicos, que alimentó con el grito de gol a los olvidados por el dinero, fueran chicos, padres, madres amorosas y fuertes. El Maradona Todopoderoso que fundó su reino en el campo de juego, en el futbol; el pibe que se agigantó frente a rivales enormes que sepultó mil veces con su genio implacable, con la máquina perfecta del tiempo y el espacio que termina anidándose en el arco. Está el Maradona de los argentinos, de la Argentina uniformada en traje de futbol y que pronto pasó a las pantallas, al interés nacional, al patrimonio del país entero, sus clases sociales y sus desigualdades, sus poderosos malos y sus poderosos buenos; el de los argentinos en general, entre quienes hay cientos de miles que lo tienen por entidad divina suigéneris. Está el Maradona puesto a competir, comparado, para agrandar la realidad y el mito que articula amores y odios nacionales, con el Brasil y su rey. Y está el Maradona continental y mundial, el que no sólo hereda la fama que ya entronizaba al futbol global, sino que lo va a instalar como el deporte definitivamente masivo, escenario donde desde entonces él será su nuevo ídolo, el crack indiscutible, un inolvidable, un obligado en toda sobremesa familiar y en toda noticia deportiva (y pronto, de espectáculos). En ese sentido, está un Maradona nuestro, de todos, un ente que renovó con sus habilidades nuestros sueños, que, sin saber cómo, nos llevó, nos formó, no dio las llaves de oro de la calle, del llano, de esos sitios donde empieza y acaba la vida dolorosa cada día, donde el peligro y la orfandad son materia única para ser y trascender. El Maradona Pibe, el Maradona El Diego, El Diez, nuestro Maradona continental, internacional, eterno. Y está ese otro Maradona napolitano, el culmen de sí mismo, cima del futbol, el que trocó en diamante una ciudad mediante su equipo y valido apenas de un balón y de toda la calidad materializada en futbolista. Allí el Maradona entidad divina, la maradoniana manera de vivir, la que tiene su advocación de milagros probados y su feligresía intensa en la que han rendido, incluso, himnos pop. El máximo milagro de todos, la Copa del Mundo de México 86 para Argentina.

Está el Maradona posicionado ideológica y políticamente como hombre de izquierda, crítico de los dominantes carentes de sentido de justicia e igualdad. Como está el Maradona humano, enfermo, víctima de las circunstancias, el de flaquezas, el que perdió libertad y vida privada por su relevancia social; el humano que cayó en infiernos varios y que fue abusado en su vida privada por la prensa inmunda imperante; la carnada ideal para esta sociedad del escándalo propio del espectáculo más pobre y común de nuestros armados mediáticos.

Y hay millones de Maradona, el de cada uno, con el que cada uno se enlazó de modo personal. Con el que cada quien vibró del modo que haya sido y por la razón que quieran pero casi siempre en tono épico; y siendo tan personales, esas conexiones directas, significativamente, abonan también a la configuración del Maradona ícono social, el imprescindible para nuestra generación ochentera apuntalada por las mediaciones deportivas, el Pelusa que opera como héroe luminoso y que sentimos muy cercano, como si nos hubiera hablado, como si nos hubiéramos saludado caminando por allí al tropezar en el mercado, en el autobús, en la pinche y milagrosa cancha de futbol. Ese es mi Maradona, el del retumbe en las calles que aún camino, el de las calles del mundo donde aún se grita el gol incandescente y se recrea la hazaña sinfín; y es también mi Maradona el de la polémica irresoluble y necia, víctima principal del desafortunado penal que le quitó la Copa, el sacrificado cuya frustración jamás fue reparada. Mi preferido, el Maradona que recreo en mi imaginación mientras lanzó un pase o corro por un balón, el que alimenta cada lucha cansada pero aguerrida mientras juego, el que regresa en mis tacos enlodados y mis rodillas adoloridas. Imposible salvarlo de nada, improbable abogar por él, nadie podría, pues él ya nos había salvado décadas atrás.

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